Qué pensaría Beatriz de esto
No podría decir el día exacto, pero fue en marzo de 1984 cuando Beatriz Sarlo entró a un aula infame del viejísimo edificio de la Facultad de Filosofía y Letras en la calle Marcelo Té –antes Maternidad Pardo, luego Facultad de Ciencias Sociales– para dar su primera clase teórica de Literatura Argentina II. Se sentó en el escritorio –el único lugar desde donde podía vernos a todos–, prendió un cigarrillo y comenzó la experiencia intelectual más increíble de nuestra generación de estudiantes que salíamos de la dictadura, agrandados como militantes pero enanos como estudiantes. No sabíamos nada de nada. A las pocas semanas, un compañero le preguntó: “¿De qué ideología era Martínez Estrada?”. “Gorila, era apenas un gorila”, contestó Beatriz, entre las risas de la multitud.
(Debo decir: con ella conocimos a Josefina Ludmer, a Enrique Pezzoni, a Ana María Barrenechea, a Beatriz Lavandera, a Nicolás Bratosevich, a David Lagmanovich, a Nicolás Rosa, a Eduardo Romano, a María Teresa Gramuglio. Es decir: descubrimos la literatura, a la que la dictadura había escondido detrás de un montón de inútiles.)
Para mí fue verla en persona por primera vez: pero ya era su lector, tanto de los libros que había publicado con Carlos Altamirano como de la revista Punto de Vista, que devorábamos con la avidez del aspirante a intelectual hambriento. También era su “opositor”: Beatriz era una entusiasta alfonsinista, yo era un tan pujante como derrotado peronista. Casi cuarenta años después, Beatriz contaba públicamente cómo rompía la paciencia (la suya y la de mis compañeros) preguntando por Marechal, Jauretche o Hernández Arregui. Y sin embargo, me puso un diez en el parcial y me lo devolvió diciéndome “un capolavoro, Pablo”. Ese día compró mi corazón como ya se había comprado mi inteligencia.
Cuando cumplió ochenta años, hace apenas dos, parafraseé, muy de memoria, una afirmación de Martín Kohan: uno podía estar en desacuerdo con las opiniones políticas de Beatriz Sarlo –y a veces, muy en desacuerdo–, pero cada vez que hacíamos alguna intervención pública (sea un panel, una columna o un libro) nos encontrábamos pensando: ¿qué dirá Beatriz sobre esto, si lo lee –con la sospecha de que Beatriz lo lee todo–? Jamás votamos lo mismo: ella fue una consecuente socialdemócrata, yo he sido un peregrino de las izquierdas argentinas. Y sin embargo, también me preguntaba, cada vez que apoyaba públicamente una lista o un partido, qué pensaría Beatriz de eso.
Eso es lo que significa una maestra en nuestra vida. Pasé cuarenta años bajo ese influjo, desde ese primer curso de Literatura Argentina II en 1984. Fue también mi profesora de posgrado, en un seminario sobre Culturas Populares en 1996 que me dio vuelta la cabeza y por el que terminé distanciado con otros de mis grandes maestros, como Aníbal Ford o Eduardo Romano. Me enseñó a leer a contrapelo, me reorganizó la biblioteca, me cambió el estilo de escritura. Viví y escribí obsesionado por otra de sus frases: “Como dice Barthes, entre la vulgaridad y la jerga, prefiero la jerga” –y ella no era jergosa, y hasta escribió en la revista dominical de Clarín durante años–. En 1985, tuve la fortuna de hacer la corrección tipográfica –una changa de joven estudiante– de su Imperio de los sentimientos. Desde entonces, no le falté a un libro ni a un artículo; y supe que estaba en una buena senda cuando me pidió un texto para Punto de Vista: visitar la Meca, tocar el cielo con las manos, hacerle los coros a Charly García.
Le enseñó a leer a tres generaciones de la crítica literaria argentina –junto a Josefina Ludmer: fueron dos mujeres las que lo cambiaron todo–. Nos reorganizó los modos de pensar la cultura, el arte, la literatura y hasta lo cotidiano. Olvídense de internet o de sus declaraciones periodísticas, olvídense del inolvidable “Conmigo no, Barone”. Beatriz escribió algunos de los libros de crítica literaria y cultural más importantes de los últimos cuarenta años. Fue un faro cultural, una especie de Victoria Ocampo después de Victoria Ocampo, que tomaba el bondi, jugaba al tenis y defendía a Maradona, aunque sabía mucho más sobre Federer que sobre Messi. Hoy lo dijo Martín Becerra en X: era una máquina cultural, la metáfora que ella inventó para hablar de Ocampo y de su tía maestra, Rosita del Río, y que yo le robé para hablar de Maradona.
Se llamaba Beatriz, igual que mamá; mi vieja fue Betty sin escrúpulos, pero nadie se animaba a decirle Betty a Sarlo, si no era en chiste. Mi mamá, gorila impenitente, la admiraba, aunque no la leía –era su admiradora televisiva– y se resistía a creer que Beatriz era, en el fondo, una populista culposa (“tengo un yo populista, un ello marxista y un superyó socialdemócrata, Pablo”, me dijo hace algunos años). Fue la gran intelectual argentina de la democracia, de estos cuarenta años; la que marcó una época, como dijo Martín Caparrós; fue la maestra que organizó buena parte de mi trabajo; fue quien me ganó el respeto de mi mamá. No puedo encontrar más razones para mi tristeza.
DTC
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