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Beatriz Sarlo (1942-2024)

Beatriz en tres recuerdos

Beatriz Sarlo retratada por Eduardo Grossman en Buenos Aires, 1988.

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Uno. 

Era una noche calurosa de diciembre del 75. En el balcón del living que daba a una avenida, Beatriz y Pepe, mi compañero, dos porteños de ley, dos tangueros, fumaban y discutían si Corsini o Gardel. 

De vez en cuando miraban hacia el interior, hacia el círculo de correntinos reunidos alrededor de una mesa de fernet, vino, chipas, sopa paraguaya y  tortas fritas. Miraban desde el balcón a un círculo de amigos que reiteraba un rito, una juntada provinciana que se cumplía cada fin de año para conjurar la tristeza de estar lejos . En el círculo estaba Carlos, –pareja por ese entonces de Beatriz– y estaba yo, que había sido la pareja de Carlos hasta el año anterior. Así de modernos éramos. 

Los porteños del balcón fumaban y de vez en cuando nos miraban y reían. ¿Viste que siempre repiten las mismas canciones y las mismas anécdotas?, dijo Pepe. Y Beatriz contestó: Claro, porque la nostalgia no existe sin reiteraciones. Umm a veces la nostalgia, la verdadera, es un quiebre feroz, es no mirar nunca más para atrás, dijo Pepe, que, antes de convertirse en porteño hasta los huesos,había llegado a los cinco desde Orense y sabía de lo que hablaba. 

De cualquier modo esa reunión de correntinos viviendo en Buenos Aires sería la última, algo así como la última cena antes del horror de marzo del 76. Pero esa noche nadie lo sabía. 

Dos.

Ahora estamos haciendo la cola para ver una obra de teatro. Es el año 2005. Somos dos mujeres solas a las que nos gusta ir solas al cine y al teatro. No es la primera vez que nos encontramos en alguna cola de cine o de teatro y nos saludamos de lejos. Pero esta vez estamos una detrás de otra en la fila y nos damos un beso y charlamos y también fumamos. La obra en cuestión es un unipersonal que se apoya en un relato de Saer, Sombras tras un vidrio esmerilado. Entramos y como hay poca gente nos sentamos juntas. Al salir tomamos una cerveza en un barcito bastante destartalado que está en la esquina de Boedo. Tenemos una charla en la que se mezclan Saer, la obra de teatro, Benjamin, el nuevo cine de los hermanos Dardenne. No fue una charla de amigas pero salió bien. 

Nunca la volví a ver. Nunca volví a charlar con ella cara a cara. 

Tres.

El 11 de agosto de 2015 a más de diez años de nuestro último encuentro recibí en mi correo electrónico este mensaje suyo:

“Querida Cristina,

Leí, con entusiasmo creciente, tu artículo sobre Echeverría. Primera estación de mi entusiasmo: tu valoración de ese duo Gardel Le pera del siglo XIX que escribían cancioncitas que a Echeverría le resultaban, probablemente con alguna razón, más interesantes que caminar unas cuadras de Marcos Sastre. Segunda estación de mi entusiasmo: todas tus hipótesis sobre El Matadero y las dudas que despierta la actividad o la no actividad de Gutiérrez sobre ese texto fundador y paradójicamente tardío. Fundar la literatura sobre un manuscrito desconocido durante décadas. Una práctica oximorónica. 

Te felicito. De verdad.

Un abrazo Beatriz“

No podía salir de mi asombro. Teníamos posiciones políticas cada vez más diferentes. No nos veíamos desde el 2005 en una cola de teatro. Y de pronto, de la nada, de la falta de conversación o de diálogo, Gmail me traía un regalo inesperado. Beatriz había leído mi artículo sobre Echeverría. A Beatriz le había gustado y le había agregado una marca tanguera: ahora según Beatriz, Esnaola y Echeverría eran Gardel y Lepera. O viceversa. Beatriz tenía la gentileza de escribirme. Sentí una enorme felicidad. 

DTC

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