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Cultura

Sarah Babiker, escritora: “Pelear por cambiar el presente es construir el futuro”

La escritora, antropóloga y periodista Sarah Babiker

Ignacio Pato Lorente

7 de enero de 2025 09:40 h

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Sarah Babiker (Madrid, 1979) afirma que es de naturaleza dispersa. Sin embargo, consiguió algo al alcance de poca gente. Algo que exige tener cosas que decir y la disciplina de organizarlas. La periodista publicó dos libros a la vez. Quien haya paseado últimamente entre las mesas de novedades literarias donde cada día de presencia es una victoria habrá podido ver el nombre de Babiker en una novela, Café Abismo (La Oveja Roja), y el ensayo narrativo La nada fértil (Continta Me Tienes). La primera recorre la historia de una familia, las Salvatierra, en momentos concretos del año 2000, el 2020 y el 2040. La segunda se sirve de las etapas vitales, de la infancia hasta la vejez, para hablarnos de un mundo antipersona y explorar qué palancas usar para abrir ventanas emancipadoras.

El trabajo de ambas obras apenas se solapó, pues el ensayo arrancó cuando la novela, iniciada antes de la pandemia, ya estaba muy avanzada. La autora evita caer en el lugar común de describir el proceso de escritura como un tormento. “Ha sido bonito, como cuidar de dos hijas, dos hogares o dos plantas, reconocer que vienen de un mismo mundo, pero que cada cual tiene su identidad, sus necesidades y su camino”, señala Babiker.

La periodista reconoce que para La nada fértil trabajó con plazos amplios para lo acostumbrado en la profesión. La mención al oficio de Babiker es pertinente, ya que el germen del libro lo encontramos en una de sus columnas para El Salto cuyo título, Señoras que fantasean con quemar contenedores (metafóricos), nos introduce de lleno en el espíritu de un ensayo lleno de potentes reflexiones. Una de esas primeras ideas se articula gracias a los espacios recurrentes del texto: casas, oficinas o parques. Con frecuencia se exige vivienda, trabajo o un barrio “digno”, pero quizá olvidamos que ya lo son, que es la gente quien los hace dignos. Quien en el bajo comercial donde vive dobla su ropa con cariño antes de apretujarla en un cajón. Quien en hábitats laborales hoscos recuerda llevar croissants si alguien cumple años. Quien hace la compra a una vecina en un distrito que el Ayuntamiento no considera prioritario limpiar.

“A veces he pensado esto redactando o editando artículos, cuando nos salen estas expresiones de que algo nos roba o nos quita la dignidad. Me incomoda esa idea, porque la dignidad las personas la tenemos, la llevas adentro incluso cuando piensas que ya no te queda nada, cuando te cachea la policía por tu aspecto, cuando luchas por construir un remedo de hogar en un cajero, cuando el ejército sionista arrasa con tu ciudad y con tu gente, tú sigues siendo digna. Los cuerpos al fondo del Mediterráneo, también ellos son dignos. A quien le falta dignidad es al sistema y a su mano opresora, sea un fondo buitre cosechando beneficios millonarios de este régimen feudal inmobiliario al que hemos sido abocadas, o sean vampiros de lo público lucrándose sin freno de las necesidades de salud, de educación o de cuidados que tenemos como sociedad. Ellos son los indignos”, sostiene la autora.

En Babiker encontramos una fundamentada reivindicación de cada etapa de nuestra vida. La infancia, por ejemplo, es esa fase de la existencia que precisa unos cuidados que siguen recayendo especialmente en las mujeres. Pero también algo menos verbalizado: “Una dimensión central de la humanidad que viene con la reserva de ternura a tope, la que atesora una curiosidad contra la que la sociedad conspira”, leemos en La nada fértil. La adolescencia, que el capitalismo reduce a target comercial, es un territorio de alegría, potencia y rebeldía. ¿Le iría bien a esta sociedad ser un poco más adolescente?

La urgencia adolescente de construir nuevas familias con otros, amistades que arropen, la euforia un poco insensata que les bendice a ratos, que les permite olvidar los estreses del presente o la incertidumbre del futuro. ¿Por qué no reivindicar todo eso en lugar de mirar a la adolescencia con ese rictus de desaprobación?

Sarah Babiker Escritora

“Sí —responde—, pero no de la manera en que nos quiere el mercado: ávidas de construir una identidad en base al consumo, sedientas de satisfacción inmediata a nuestros deseos o intolerantes a la frustración. Yo quiero reivindicar justamente aquello adolescente que incomoda al sistema. El cuestionamiento a lo establecido, la rebeldía. La pasión con la que se abrazan las causas cuando se consideran justas, y, por cierto, qué drama que esta pulsión la esté secuestrando en algunos casos la extrema derecha. La urgencia adolescente de construir nuevas familias con otros, amistades que arropen, la euforia un poco insensata que les bendice a ratos, que les permite olvidar los estreses del presente o la incertidumbre del futuro. ¿Por qué no reivindicar todo eso en lugar de mirar a la adolescencia con ese rictus de desaprobación o, como mucho, la preocupación con la que la mira muchas veces la sociedad adulta?”.

A menudo se nos olvida, pero inventamos tiempo. Lo sacamos de donde no hay para ver a la gente que queremos y nos quiere. Solemos llamarlo amistad. Un tipo de relación que no puede medirse en términos de rentabilidad, sino que nos habla de un amor casi nunca explicitado con esa palabra. Un sabotaje a la lógica de lo utilitario. “Soy amistosista —defiende Babiker—. Creo que, del mismo modo que el sistema ha sabido poner a su servicio tanto a la familia como al amor romántico, los vínculos amistosos se le escapan un poco más, pues son en principio más libres, más horizontales, más creativos. Habilitan alianzas para salir de los callejones del sistema como la familiarización de los cuidados o la pareja heterosexual como relación humana en el colofón de la jerarquía relacional. Estos últimos son a veces vínculos que parecemos obligadas a mantener por encima de todo, aunque se vayan las ganas y llegue el resquemor y la violencia. Esta idea de la pareja como una meta a la que aspirar redunda a veces en una idea de desprecio cuando no se conquista, desprecio a veces hacia uno mismo, pero también hacia las mujeres que no te eligen, como les pasa a los incel”.

“Creo que la amistad es antifascista —prosigue—, que gran parte del cabreo, de la pulsión contra el otro que nutre los discursos del odio, tiene que ver con la falta de vínculos amistosos de muchas personas que se han quedado solas en este neoliberalismo caníbal. Gente que brega en la intemperie emocional, que solo sabe generar pertenencia y comunidad, a través del odio al otro. Hombres que generan fratrías en torno a su gran enfado contra las mujeres, las personas migrantes, los ecologistas o quien toque. Gente que construye sus relaciones en base a la pulsión de medrar política y económicamente. Gente elegante que se llama amiga y lo que son es cómplices del expolio”.

Se enarbola, tanto en las letras de Café Abismo como en las de La nada fértil, un “derecho a no vivir en modo supervivencia”. “Pero claro —añade—, cuando lo que se pone en cuestión cada día es el propio derecho a la vida de tanta gente, del pueblo palestino, de quienes migran, de quienes habitan las cada vez más extensas zonas de sacrificio que el capital ha designado para poder continuar con su orgía de acumulación infinita, mientras empieza a parecer entre de extrema izquierda o de una candidez absoluta defender el derecho a la vida en sí, pues ya defender el derecho a la calma, a brillar, a extraer alegría y sentido de la existencia, parece una cosa como de flipados que no han entendido de qué va el mundo. Redistribuir la riqueza con la renta básica universal, o el tiempo con una reducción masiva de jornada, o garantizar el derecho a un techo para no tener que dejarse la vida en el pago de alquileres e hipotecas parece pretencioso, iluso, postergable indefinidamente o directamente imposible. Gozarse la vida, tener el gobierno del tiempo propio suficiente para permitirse el brillo: eso también podría ser un antídoto para el fascismo. Pero la avaricia inagotable de unos pocos necesita que naufraguemos en la urgencia y vivamos en el miedo a perder lo que tenemos”.

Nacida en La Ventilla, barriada madrileña de pasado arrabalero y traperos de quienes supo extraer literatura Baroja, con un movimiento vecinal pionero en la ocupación de casas vacías, Babiker asegura que haciendo estos libros ha aprendido “que las cosas llevan tiempo y que eso está bien”. La escritura es para ella un espacio que define como seguro, alegre y vibrante, con sentido más allá de la publicación. Su abuelo Pablo le legó una Olivetti y el gusanillo de juntar palabras dura hasta hoy. La mirada de la autora se orienta hacia delante, así que preguntamos si aceptar que no hay futuro es caer en una trampa tendida por quienes gozan de buen presente y desean hacernos tirar la toalla en la lucha por el porvenir para adueñarse también de él. Si el pesimismo es un lujo que no podemos permitirnos.

“Sí. Porque, si no hay futuro, ¿por qué acumulan miles de millones que no podrán gastar en mil vidas? Ese ‘no hay futuro’ no es un revulsivo para la insurgencia, sino una especie de sedante para que nos consumamos en el ultrapresente. No nos sirve. Vivir sin poder imaginar un futuro mejor, un horizonte, es existir a medio gas, ¿no? No tenemos el tiempo para brillar, pero nos dejan adquirir muchas mierdas que brillan, asequibles con nuestros insuficientes salarios, construidas sobre la esclavitud de otras a las que nunca veremos y ante las que nunca tendremos que rendir cuentas. Emanciparnos de ese ultrapresente que nos obliga a ser cómplices de quienes acumulan sin fin para monopolizar el futuro es un gesto de rebeldía necesario y profundamente humano. Y siempre hay quienes están en ello, desde los barrios a los pueblos indígenas, desde las feministas a las luchas por una vivienda digna, pelear por cambiar el presente no es otra cosa que construir futuros”.

¿Y por dónde pasa un mañana deseable? “No tengo la receta —contesta—. Pero sí me vienen a la cabeza los elementos que envenenan cualquier posibilidad de un futuro habitable. Creo que un futuro para todas es un futuro abolicionista de las fronteras, del trabajo asalariado como lo entendemos hoy, del capitalismo en particular y de la avaricia y la acumulación como principio que rige a la humanidad bajo este régimen que nos está destruyendo. El neoliberalismo ha moldeado las subjetividades al grito de ¡no hay alternativa! de un modo difícil de revertir. Pero no ha conseguido, ni conseguirá, conquistarlo todo. En nuestros afectos y vínculos, en la ternura y la solidaridad, en la rabia ante lo injusto hay reservas de resistencia que nunca serán apropiadas por el mercado o el odio. Lo que necesitamos es tiempo, calma y agallas para convencer de que no solo hay alternativas, sino que son las únicas que ofrecen un futuro que merezca la pena ser vivido”.

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