Lo que dejó la Corte del cuarteto para el traspaso de la Justicia Nacional a la Ciudad
El último viernes de diciembre, el cordobés Juan Carlos Maqueda se retiró de la Corte Suprema al ritmo de la Mona Jiménez. La pintoresca escena ocultaba lo que había quedado firmado ese día dentro del Palacio de Justicia, una de las sentencias más importantes del siglo. Si logra su cometido, el fallo “Levinas” habrá modificado la estructura del Estado argentino más que casi cualquier otro. Nada en la causa hacía sospechar este destino: la viuda del artista plástico León Ferrari le reclamaba al periodista Gabriel Levinas que rinda cuentas por algunas obras que administró. Un caso del montón. Hasta que un abogado quiso ser creativo.
La cosa es así. La causa había tramitado en la Justicia Civil de la Capital. Ese fuero compone, junto al comercial, el penal y el laboral, lo que se conoce como la Justicia Nacional. Antes de 1994, la Ciudad de Buenos Aires no era autónoma: sus instituciones dependían del Estado nacional. El intendente, por ejemplo, era designado por el Presidente de la Nación. Sus jueces también. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió con casi todo el resto de los organismos de Gobierno local, la Justicia nunca se transfirió a la Ciudad. Por eso, mientras que a los conflictos locales de los salteños los resuelve la justicia salteña y a los de los fueguinos la fueguina, las contiendas entre porteños siguen siendo tratadas, en su mayoría, por jueces de la Nación.
Hoy, todos los poderes acuerdan en que, desde la reforma de la Constitución de 1994, la Justicia Nacional tiene que ser transferida a la Ciudad de Buenos Aires, que pasó a ser, prácticamente, una provincia más. Esta transferencia sigue pendiente. Mientras tanto, la Ciudad creó su propia justicia, con competencias diferentes a las de la nacional (derecho administrativo local, contravenciones, faltas), a las que se le fueron agregando competencias vinculadas con algunos delitos del Código Penal. Por lo tanto, en la Ciudad existe una anomalía: conviven dos “justicias”, la porteña y la nacional, que se reparten las competencias que en las provincias corresponden a una sola.
Volvamos a “Levinas”. La Corte tiene desde hace muchas décadas una regla que consiste en que, para que ella revise una causa, antes tiene que haberse expedido el tribunal superior de la provincia en la que tramita. El abogado de Levinas razonó: si ahora la Ciudad es como una provincia, antes de ir a la Corte debería pasar por el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad (TSJ). El TSJ, naturalmente, estuvo de acuerdo. La Cámara Civil no: ningún tribunal local va a revisar lo que yo, un tribunal de la Nación, hago. A mí me revisa la Corte o nadie.
La Corte decidió lo que se preveía (de hecho, la propia Corte, en un giro más bien inusual, concede que su decisión era “esperable”): quienes deseen apelar una sentencia de la llamada Justicia Nacional deberán antes presentar un recurso ante el TSJ.
Esta Ciudad parece un desierto
¿Por qué dedicarle tiempo a una decisión en apariencia tan anodina? Detrás de las formalidades, el fallo “Levinas” podría tener consecuencias fundamentales. A veces dada por sentada, la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires es una de las reformas constitucionales más importantes de 1994. De signo político generalmente opositor al Gobierno nacional, la política local ha engendrado desde entonces tres presidentes. Su cercanía a los medios de comunicación y sus recursos propios, envidiados por los 23 gobernadores (la Ciudad casi no depende del Gobierno nacional para sus gastos) la vuelven una vidriera formidable para ser exhibida en el resto del país, a punto tal que produjo al único partido distrital que dio el gran salto a la política nacional. Lo único que le falta a este ente para completar su poderío es tener, completa, su propia Justicia.
Todavía, la Justicia Nacional está regida por leyes nacionales, y sus miembros son elegidos igual que los jueces federales (lo que les da un estatus y poder de negociación que no tendrían de ser enviados a lo que era hasta hace poco un municipio). El Consejo de la Magistratura (nacional) realiza un concurso del cual salen tres nombres, el Presidente (de la Nación) escoge uno y el Senado (nacional) le presta su acuerdo. La situación es paradójica: legisladores, jueces, ministros y presidentes nacionales deben dedicarle tiempo a los conflictos judicializados de los porteños. Lo hacen con gusto, claro: la historia no recuerda muchos casos de políticos que devuelvan la posibilidad de manejar recursos y hacer favores. Si las cosas salen mal, los porteños les reclamarán a sus autoridades locales, que no pueden hacer nada al respecto. Los votantes jujeños o correntinos, entre tanto, no castigarán a su diputado o senador por cuánto duren los divorcios en la lejana Buenos Aires.
La cuestión, desde ya, tiene implicancias complejas. Se dice que Dios está en todas partes pero atiende en Buenos Aires. También litiga en Buenos Aires. Las empresas más importantes del país tienen su domicilio en la Capital y muchos contratos importantes poseen cláusulas que mandan a resolver sus conflictos allí. Así, en definitiva, lo que ocurre en la Justicia de la Ciudad tiene consecuencias económicas y políticas que la exceden en mucho.
La causa del Correo, de la que tanto se ha hablado, es una de ellas: si no es casualidad que haya terminado en la Justicia de Buenos Aires no es porque haya habido algún plan malévolo sino, simplemente, porque casi todo termina en Buenos Aires. A largo plazo, lo más importante tal vez sea el control que, a partir de ahora, el TSJ (cuyos miembros fueron, en su mayoría, nombrados por el PRO) podría tener sobre la crucial Justicia del Trabajo (de influencia mayoritariamente peronista y desde siempre en la mira de los reformadores laborales). Si bien no necesariamente fue su intención, tal vez la Corte le haya dado un espaldarazo importante a las reformas laborales impulsadas por el Gobierno: uno podría conjeturar, por ejemplo, que el TSJ porteño no habría suspendido el capítulo laboral del mega DNU 70/23, como sí lo hizo la Cámara Laboral nacional.
Aquello que ando buscando
Sobre esta transferencia de poder a la Ciudad, de todos modos, hay cierto consenso. El artículo 129 de la Constitución da a la Ciudad de Buenos Aires “facultades propias de jurisdicción” lo que, en general, se ha interpretado como ordenando su equiparación a las provincias. Originalmente, se consideró que estas facultades de jurisdicción eran simplemente una consecuencia de que la Ciudad pasara a tener un derecho propio: si ahora había una Legislatura local, debería haber también una justicia para aplicar sus leyes, mientras que las leyes nacionales seguirían siendo aplicadas por tribunales nacionales. Sin embargo, cuándo no, con el tiempo los porteños ganaron la batalla interpretativa. Fernando De la Rúa, que venía de ser el primer jefe de Gobierno porteño, firmó un convenio de transferencia de algunas competencias penales a la Ciudad y se fue imponiendo la idea de que la Justicia porteña debía ser equiparable a la de las provincias. La actual composición de la Corte Suprema convalidó esta interpretación en 2019. Tantas cosas cambian que esto podría cambiar también, pero por ahora parecería que es un mandato inexorable que la Justicia Nacional sea transferida a la Ciudad de Buenos Aires.
La contundencia del mandato constitucional, sin embargo, no se alinea con las motivaciones políticas. ¿Por qué un presidente votado por todo el país y legisladores votados por las provincias dedicarían esfuerzos a una política compleja y difícil de explicar que, en todo caso, beneficiará a un jefe de Gobierno que seguramente está, como todos, pergeñando una campaña presidencial? Incluso los presidentes porteños han refrenado sus impulsos frente a la presión de las asociaciones de magistrados: Macri firmó algunos convenios de transferencia pero luego no buscó su aprobación en el Congreso; Fernández, quien con gen peronista propuso transferir la Justicia Penal pero no la Laboral, retrocedió rápidamente; Milei incluyó una transferencia total en la Ley de Bases original y la retiró en silencio frente al lobby judicial. Los incentivos están prolijamente alineados del lado de la inacción.
La situación actual es casi la peor imaginable. Se podía convivir con una Justicia local solo para asuntos locales que dejara a la Justicia Nacional los asuntos en los que venía interviniendo, y se podría vivir con el traspaso finalizado, con la Justicia Nacional íntegramente transferida a la Ciudad de Buenos Aires. Lo que es invivible es el escenario actual: un traspaso realizado a medias, en el que nadie sabe bien quién decide qué cosa y en el que nadie tiene incentivos para planificar a largo plazo en una estructura que algún día será de otro.
La Corte Suprema, viendo este escenario, decidió que era su turno de intervenir. Admitió que realizar el traspaso está “absolutamente” fuera de sus “posibilidades materiales”, pero no se rindió. Lo que sí puede hacer, parece haber pensado, es establecer sus propias facultades: se negará a recibir recursos que antes no hayan pasado por el TSJ de la Ciudad. Con lo que parece un tecnicismo, transfiere buena parte del poder que la política no transfiere. Los jueces nacionales seguirán siendo nacionales, nombrados por el Presidente y con sueldos del Tesoro Nacional, pero deberán subordinarse, en definitiva, a jueces porteños. Para las asociaciones de magistrados, esto supuso un traspaso “de hecho”. Sin ir tan lejos, lo cierto es que la Corte empoderó a un organismo local como superior jerárquico de organismos nacionales, lo que no tiene precedentes.
Los jueces nacionales seguirán siendo nacionales, nombrados por el Presidente y con sueldos del Tesoro Nacional, pero deberán subordinarse, en definitiva, a jueces porteños. Para las asociaciones de magistrados, esto supuso un traspaso “de hecho”. Sin ir tan lejos, lo cierto es que la Corte empoderó a un organismo local como superior jerárquico de organismos nacionales, lo que no tiene precedentes
Tal vez la Corte haya pensado que este golpe, material y simbólico, vencería la resistencia que la Justicia Nacional ha venido oponiendo al traspaso. Por ahora, parece haber pasado lo contrario.
Arrancarte de mi vida no puedo
Como nota el juez Rosenkrantz expuso en su disidencia que no es función de la Corte elaborar políticas públicas. Que tengamos hambre no significa que tengamos pan, decía Bentham: que la política no esté resolviendo lo que se espera de ella podrá llenarnos de impotencia, pero no necesariamente significa que la Corte tenga que arremangarse para resolverlo.
Se podría debatir si lo que hizo la Corte fue implementar la Constitución o diseñar una política pública: Lorenzetti, Maqueda y Rosatti dirían que hizo lo primero; Rosenkrantz, quien consideró lo decidido “una grave distorsión en la separación de poderes”, lo segundo. Lo que es insoslayable es que, al carecer de los instrumentos institucionales adecuados, los intentos de la Corte de promover cambios políticos entran en una zona de turbulencias para la que no necesariamente tienen el timón.
Los problemas prácticos son importantes. Por ejemplo, la Justicia Nacional tiene un sistema informático distinto al de la Ciudad: ¿cómo harán los jueces del TSJ para ver los expedientes nacionales sobre los que tendrán que resolver? El TSJ fue creado para entender sobre materias específicas, ni civiles ni comerciales ni laborales: ¿tiene personal y capacidades suficientes para encarar este desafío inmediatamente? El sistema nacional, en lo penal, a veces tiene hasta cuatro instancias, por lo que el TSJ sería una quinta, ¿no podría haberse pensado cómo reducir el camino de una causa, que suele durar lustros o décadas, en vez de alargarlo? Los tribunales superiores, a veces, disponen medidas con respecto a los inferiores, como, por ejemplo, enviar los antecedentes al Consejo de la Magistratura para investigar a un juez que intervino de modo defectuoso en una etapa anterior del procedimiento, ¿a qué Consejo deberá enviarlos el TSJ en este caso?
Estos problemas son precisamente el tipo de dificultad que se habría estudiado si la solución hubiera sido política: posiblemente, tras firmar el traspaso, se habrían creado las instituciones que permitirían sortearlos y, recién ahí, se habría concretado. El fallo de la Corte, dictado antes de la feria judicial de enero, da un mes a los involucrados para resolver todo esto —un mes en el que, suponemos, todos los pasajes a Búzios ya estaban comprados—.
Un mes es poco tiempo para hacer todo esto bien, pero, tal vez, si se sumaran esfuerzos, algunas cosas podrían solucionarse, si no bien, al menos rápido. Aquí llegamos al último escollo, tal vez el más importante en el corto plazo: el fallo de la Corte parece haber exacerbado aún más la resistencia al traspaso de los jueces nacionales y sus empleados:no tardaron ni un día hábil en emitir un comunicado unánime anunciando, prácticamente, la desobediencia civil. Sin importar quién tiene razón, esta resistencia pone a la Corte en una encrucijada: se puede llevar el caballo al río, pero no obligarlo a tomar agua. ¿Cómo harán los jueces de la Corte, sin mayorías y en el medio de un vendaval político, para doblegar a los díscolos, de cuya colaboración voluntariosa necesita?
Díganme, sólo quiero saber
El Año Nuevo nos coloca de nuevo en el punto de partida: la política tiene la pelota. La Legislatura porteña y el Congreso nacional tienen la oportunidad de responder al fallo de la Corte mostrando que pueden reaccionar rápidamente a una situación desafiante, estableciendo reglas y creando estructuras que ordenen un traspaso que de otro modo se promete caótico. Es más: en la antesala de las elecciones porteñas, las fuerzas políticas de la Ciudad podrían mostrarle a la ciudadanía que pueden dar respuesta a un problema acuciante. Podrían, además, recuperar algo de la potencia de la que la política últimamente carece: podrían mostrarnos cómo, contra lo que siempre sostuvieron los opositores al traspaso, cuando se hagan cargo definitivamente de la Justicia en la Ciudad, tendremos juicios más rápidos, contratos más previsibles, encarcelamientos y excarcelaciones menos arbitrarios.
Si esto ocurre, el fallo “Levinas” habrá sido el empujón final para resolver una situación que ha venido impidiendo la modernización de la Justicia en la Ciudad de Buenos Aires. La Corte habrá demostrado que conserva la capacidad de movilizar a los actores políticos cuando éstos no tienen incentivos para hacerlo y el sistema institucional conserva sus correas de transmisión para hacer que las cosas pasen. Si éste es el escenario, además, las objeciones de los jueces nacionales quedarán descoloridas: superados los reparos atendibles al fallo de la Corte, quedará una resistencia al traspaso que, a esta altura, necesitará de mejores argumentos si se quiere ganar algún apoyo en la ciudadanía.
También puede pasar lo contrario. En un momento de tensión entre el Gobierno nacional y el porteño, es posible que La Libertad Avanza no quiera avanzar con un traspaso, que sería una victoria política para la gestión de Jorge Macri. Otros actores, como el peronismo, podrían tomar el traspaso de rehén en la negociación por la designación de jueces, supremos y federales. En este contexto, los intentos de los jueces nacionales de retrotraer no solo el fallo “Levinas” sino la idea misma del traspaso, podrían tomar nuevos ímpetus. Esta combinación podría terminar con una situación de estancamiento y tensión institucional incluso peor que la actual.
Si sucede esto último, habremos al menos aprendido algo más sobre la necesidad de dejar de esperar de los jueces que resuelvan desde un fallo los problemas que nuestros representantes no quieren o no pueden resolver.
SG/MA/JJD
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