Largas negociaciones, acuerdos volátiles
Nuevamente el mes de noviembre registró una inflación por encima del 3%. Dos meses de discusión sobre los precios para tan malos resultados no parece haber sido un gran acierto. A pesar del congelamiento de alimentos, de un tipo de cambio que se sigue retrasando, tarifas y combustibles congelados y una actividad poco dinámica, la inflación no cede a un ritmo inferior al 40% anual.
Lo mejor a lo que puede aspirar el Gobierno, luego de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, es a encontrar una nominalidad más alta en torno al 4% o 5% mensual, una vez que las anclas mencionadas se dejen de utilizar como política antiinflacionaria. El problema con esta estrategia es que situaría a la inflación en un rango de entre 60% y 80% para 2022. Ese nivel de inflación, en un escalón más alto del actual, reabre el conflicto distributivo y pone un cepo al crecimiento.
Así, es de esperar que el próximo año nuevamente los salarios pierdan contra el aumento de los precios y el Estado termine haciendo el ajuste del gasto licuando los ingresos de la seguridad social. Esto redunda en una política fiscal altamente regresiva que se podría haber suavizado e, incluso, evitado si se hubiera comunicado la situación debidamente a la sociedad y se hubiera ejecutado un programa donde todos los actores avanzaran en la misma dirección. Sin embargo, el camino por el cual se optó fue otro. El ministro Martín Guzmán insiste en la necesidad de coordinar expectativas, pero es el primero en desalinear las mismas, planteando metas de inflación incumplibles y, rompiendo así, los contratos.
Con este nivel de inflación pensar que la economía puede crecer por encima del arrastre estadístico es muy ambicioso. En especial, con tasas de interés reales negativas y una inflación cuyo nivel ya se encuentra alto y posiblemente se intensifique, lo cual posiblemente redunde en un menor ahorro interno y, por tanto, menores posibilidades de reemplazar la capacidad instalada. Asimismo, en un escenario donde los precios superan al aumento de los salarios, pero los productores son conscientes de que ello no responde a una mayor riqueza, sino que es producto de una descoordinación de precios a raíz de una mala política monetaria, el resultado en el nivel de empleo sería nulo.
Por otro lado, los problemas de brecha cambiaria se acentúan en la medida que el tipo de cambio oficial sigue atrasándose y el Banco Central pierde reservas. Esto deriva en un desequilibrio de las cuentas externas que parecería intentar resolverse cerrando el ingreso de importaciones, lo cual siembra las dudas de cómo se hará la economía de los insumos necesarios para traccionar la recuperación tan auspiciada por el gabinete económico.
En Argentina, con este nivel de inflación e incertidumbre, tanto económica como política, resulta dificultoso iniciar o expandir actividades productivas, en especial con la falta de solidez de nuestra instituciones, entendidas como las reglas de juego bajo las cuales se desenvuelven los contratos entre distintos sectores.
Esto es lo que implica un acuerdo con el FMI. De ninguna forma asegura crecimiento, por lo que las expectativas en torno a este lucen algo sobreestimadas. Una vez realizados los desembolsos, el organismo busca recuperar el dinero prestado. Por lo tanto, su atención está puesta en los números fiscales de la administración argentina, de modo que esta cuente con el superávit para pagar. Cómo se llegue a ese resultado será una decisión política de la cual el FMI no forma parte. En este sentido, lograr ese ajuste fiscal significará tomar medidas que probablemente tengan efectos recesivos sobre la economía. Por supuesto, los costos reales podrían ser minimizados en caso de que el Gobierno comunicara esto al conjunto de la sociedad civil, de modo de confluir en un consenso que permita encaminar la situación. Sin embargo, el modus operandi continúa siendo la discrecionalidad acompañada de un relato para su electorado que ni siquiera sirvió de retórica para ganar las elecciones.
Resaltadas estas cuestiones, el cierre de un acuerdo no significa sostenibilidad del mismo. El descuido de las cuentas fiscales durante los últimos dos años supone un precio más elevado que pagar en 2022, lo cual vulnera la continuidad del programa, en especial de cara a los comicios de 2023 y un oficialismo debilitado luego de las elecciones de noviembre. Oficialismo que, incluso, se puede ver fragmentado ante la desilusión de los resultados económicos; carta que no dejará de utilizar Cristina Fernández, quien ya destacó que un acuerdo con el FMI puede significar un cepo para la inclusión. ¿En el 2023 el peronismo propondrá más o menos ajuste? ¿Y la oposición qué postura tomará?
Así se empieza a mostrar la constante de que el Gobierno demora mucho en cerrar acuerdos cuya duración luego será escueta, lo cual es síntoma de una gestión que tiene dificultades para gobernar, porque en lugar de tener un diagnóstico de los problemas del país, se ha posicionado sólo como un dispositivo electoral.
GL/MD
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