De los tulipanes a Generación Zoe: emprendiendo una estafa
Ruido de fichas, paño verde, alcohol y sueños. La ruleta gira ante la mirada atenta de los personajes extravagantes que rodean las mesas del casino. Entre ellos destacan dos. De un lado está Ana, quien acaba de apostar una suma absurdamente grande al color rojo. Justo enfrente, Bob deposita casi la misma cantidad de fichas, pero al negro. Ambos están rifando el total de un préstamo que obtuvieron, cada uno por su lado, en dos bancos diferentes. El destino los unió casualmente en esta arriesgada estrategia de doble o nada, de riqueza o quiebra. El dueño del casino observa la situación y sonríe divertido. Sabe que esta vez el azar dirimirá entre dos clientes con pérdida cero para la casa, y que con un poco de suerte se llevará una jugosa ganancia si hace su aparición el color verde del cero.
Es fácil notar por qué esta historia no puede ser cierta. Ningún banco otorga crédito a quien no tiene como garantizarlo (lo que es casi lo mismo que decir que ningún banco otorga crédito). Pero imaginemos por un momento que Bob y Ana son dos estrategas brillantes, que han logrado convencer a sus respectivos prestamistas de que no son pobres, sino que están ilíquidos. Bob presentó un proyecto que incluye la creación de una app novedosa asociada a la emisión de criptomonedas, con rendimientos potencialmente fabulosos. Ana, por su parte, describió al oficial de cuenta con todo detalle su idea de crear un club social para magnates en el centro neurálgico de la ciudad. Tras retirar cada uno alrededor de un millón de dólares, Bob y Ana se encuentran mano a mano en el casino. Cruzan sus miradas y saben que solo uno sobrevivirá.
Perdón por el spoiler, pero el croupier cantó negro el 29. Con dos millones en el bolsillo, Bob decide devolver de inmediato el préstamo para no tener que pensar en deudas y se dedica a invertir el millón restante en su proyecto original. El negocio resulta ser un éxito. Pronto recibe capital suficiente para expandirse y se convierte casi sin quererlo en un monopolista del rubro, lo que le permite acceder con facilidad a nuevos negocios relacionados. En poco tiempo Bob ha creado un unicornio y es reconocido como uno de los más brillantes emprendedores del país. Ana, como imaginarán, terminó quebrada y presa por defraudación, dado que el único capital que tenía para ser ejecutado por el banco eran sus ideas.
Pero recordemos nuestro “supuesto” fundamental: estos bancos otorgaron un crédito a quienes tenían ideas, pero no capital. Cualquiera que haya pasado por la experiencia sabrá que este canal no funciona. Pero en tal caso, ¿cómo hacen los tozudos emprendedores para conseguir financiamiento y perseguir sus sueños? Un posibilidad es diversificar inversores. En lugar de pedir todo el capital a un único prestamista, se pueden buscar aportes más pequeños, pero de más gente. Lo mucho de pocos es poco, lo poco de muchos es mucho. Y si además estos inversores no preguntan demasiado, mejor.
Se podría decir que dos tipos de personas eligen esta estrategia: los emprendedores y los estafadores. La diferencia entre ambos, sin embargo, podría ser la misma que la que definió la suerte entre Bob y Ana. Uno de ellos tendrá la suerte de que el mercado demande sus productos, la otra tendrá la mala suerte de que un banco demande su libertad. Por supuesto, siempre están los timadores profesionales, los que simplemente aman la simulación y la trampa, y que viven y vivirán de los incautos. Pero si detrás de la potencial farsa hay alguna idea mínimamente creíble, estamos en la delgada línea roja entre lo real y lo fantasioso.
Consideremos el caso de Carlo Ponzi, tristemente célebre por haber dado su apellido a los esquemas piramidales que cada tanto ocupan las primeras planas. Por lo que sabemos, Ponzi no era un estafador puro y simple. Era sí un emprendedor sobreconfiado, con una personalidad no tan diferente de la de un timador con poca consciencia de serlo. Ponzi tenía en mente un negocio de arbitraje muy ventajoso debido a la diferencia de precio entre estampillas postales asociadas a una diferencia cambiaria, y la suya era una oportunidad real. Pero en el camino se le perdieron dos detalles. Primero, la logística del arbitraje era más dificultosa de lo que había pensado. Segundo, el dinero de los inversores le ingresaba a borbotones. Este último factor fue determinante porque Ponzi estaba convencido de que su negocio tendría una rentabilidad extraordinaria, y por lo tanto pagaba “por anticipado” intereses exorbitantes a sus primeros socios. Tras estos pequeños éxitos iniciales, se le acercaban hasta los niños para pedirle que aceptara sus alcancías. Pronto Ponzi se encontró con tanto dinero que olvidó su negocio y se dedicó a gastar los dólares que no cesaban de florecer… hasta que todo explotó.
Los esquemas Ponzi se parecen bastante a las burbujas especulativas que observamos en la bolsa, en el mercado inmobiliario o en algunas monedas (o criptomonedas). En última instancia, se trata de que siempre haya alguien dispuesto a poner más plata por un producto que sube y sube de precio. Pero pese a la metáfora, estas burbujas no se construyen en el aire, y en su origen suelen contar historias de lo más sensatas, que serían consideradas rentables y seguras por el más escéptico.
La burbuja de los tulipanes comenzó gracias a la expansión de la Compañía Neerlandesa de Indias Orientales, que extendió la demanda de estas flores como símbolo de estatus y poder (no tan distinto de la demanda por obras de arte). Esta “locura” duró… ¡17 años! A principios del siglo XVIII se produjo una sobrevaluación de las acciones de la South Sea Company, una empresa que prácticamente monopolizaba el comercio mundial de la época. ¿Es esto una estafa? ¿Se trata de una “clara exageración”? Más recientemente, en 1997 el público se entusiasmó con las posibilidades de internet, pero todo terminó en la burbuja de las puntocom. ¿Qué cosa estaba tan mal en esas expectativas? Desde luego, los que leen el diario del lunes están prestos a proveer sesudos análisis sobre estas manías, las más de las veces tildando de embusteros a los inversores, y culpando a un público inexperto de no ver venir un desenlace a todas luces evidente.
La delgada línea entre un negocio y un engaño (o autoengaño), llama a la reflexión. Todo proyecto, al basarse en un futuro que es incierto, tiene necesariamente un poco de ambos. Todo emprendedor soñador, al poner en riesgo capital propio o ajeno, tiene algo de irresponsable. Pero mal que les pese a nuestros sueños de control de daños, estos personajes ambiciosos y resolutivos constituyen una parte esencial del éxito del sistema. También cabe preguntarse si la banca tradicional opera como un límite saludable a las aspiraciones alocadas de un grupo de nerds, o como un factor conservador que se empeña en impedir el progreso.
Es posible incluso que debamos ser indulgentes con Bob y con Ana si reconocemos que la vida, después de todo, es aquello que sucede entre burbuja y burbuja.
DT
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