“¿Que no parezco gitano? Quizá soy el ejemplo de que un gitano no es como vos pensás”
A Antonio le pasó no hace mucho. Estaba describiéndole a una vecina cómo era el hombre que había venido a alquilar un garaje en la finca cuando ella le espetó: “Vamos, que iba vestido como un gitano”. A Antonio se le torció el gesto. “Perdona, es que yo soy gitano”, le dijo. A ella no le temblaron ni los párpados cuando añadió: “Bueno, pero es que vos no lo parecés”.
A sus 39 años, no sabía cómo tomarse aquello. Sus abuelos llegaron de Murcia en los años 60 para asentarse en Felanitx (Mallorca). Nunca nadie le habló en casa de que tuviera problemas por ser gitano, pero fue entrar en el colegio y ver que aquello estaba presente cada día. “El único gitano de 40 niños, imagínate, cuando un niño lo único que quiere es ser admitido”, recuerda. Para entonces, el gitano era el que se asociaba a las peleas, a las broncas. “Y me daba cosa que usaran esa palabra, porque lo hacían como algo despectivo”, añade. Gitano, resuena.
A Francisco Torres, unos años mayor que él, la historia también es familiar. “En el colegio era siempre eso de ‘no te juntes con ellos, que son gitanos y tienen piojos’. O ‘no traigas amiguitos gitanos a casa’. Los padres muchas veces eran peores que los niños”, rememora. La cosa no desapareció en la edad adulta. Cuando se casó con una mujer paya vio cómo a su familia política la idea no terminaba de hacerles gracia, y de los 20 años que pasó dedicado a la hostelería -antes de hacerse conductor de autocares- recuerda una frase que se le quedó marcada: “Al jefe del bar le decían continuamente que por tener un gitano trabajando le faltaría dinero en la caja”.
La sorpresa llega cuando, décadas después, la situación se vuelve enrevesada. “El estereotipo gitano sigue, pero ahora me dicen que no tengo pinta de gitano”, afirma Francisco. Después de verse en la misma situación en más de una ocasión, Jesús Nieto modeló la respuesta perfecta: “¿Que no parezco gitano? Quizá soy el ejemplo de que un gitano no es como vos pensás”.
Reivindicación de la etnia
En 1990 el 8 de abril se convirtió oficialmente en el Día del Pueblo Gitano. Un día que conmemora el Primer Congreso Mundial romaní/gitano celebrado en Londres en 1971 y en el que se instituyó tanto la bandera -una rueda de carro roja entre el cielo y la tierra- como el himno gitanos, el Gelem, gelem. En Palma, la coincidencia de la fecha con la Semana Santa hizo que la celebración se traslade al sábado 22 de abril, cuando la bandera gitana volverá a colgar de la fachada del Ayuntamiento en la plaza de Cort.
Para la comunidad gitana de Balears, el 8-A es también una oportunidad para reivindicar su ‘gitanidad’, su etnia. “Me considero gitano, siempre lo hice. Y es cierto que durante muchos años hemos vivido un rechazo como el que luego hemos visto hacia los inmigrantes”, afirma Francisco. Sus padres, ambos gitanos, llegaron de Granada en los años 60 para instalarse en el barrio gitano por excelencia de Palma, El Molinar, donde la presencia de la etnia se documenta ya en el siglo XIX.
Me considero gitano, siempre me he considerado. Y es cierto que durante muchos años hemos vivido un rechazo como el que luego hemos visto hacia los inmigrantes
El Estudio-Mapa sobre Vivienda y Población Gitana de 2015 contabiliza que en las Islas viven 10.870 personas pertenecientes a la etnia, un 2,1% del total de la comunidad gitana en España. 10.870 formas de ser gitano que, sin embargo, muchas veces acaban limitadas al estereotipo: el del conflicto, el de los clanes gitanos o el de la mujer que no sale de casa. “Si solo has visto gitanos en los Gypsy Kings de la tele o en malas experiencias entiendo que se hayan creado una mala imagen, pero eso es un estereotipo. Nadie conoce al gitano bueno”, dice Jesús.
Si solo has visto gitanos en los Gypsy Kings de la tele o en malas experiencias entiendo que se hayan creado una mala imagen, pero eso es un estereotipo. Nadie conoce al gitano bueno
Cuando vuelve a oír eso de que no parece gitano, Antonio -policía local de Llucmajor desde hace ya quince años- se reivindica: “Yo soy 8 apellidos gitanos. Mi crianza ha sido en los valores y la enseñanza gitana, en el orden y la vergüenza”. “Para mí ser gitano es un orgullo”, asegura Francisco Torres. “Ser gitano es ser alguien humilde, alguien familiar no sólo con la gente de tu sangre, sino también con tus amigos”, amplía Jesús. “Es el respeto a los mayores, a la familia”, abunda Benji Habichuela, quien aclara que lo gitano no es incompatible con ser isleño: “Me pasa que, por ser gitano, hay gente que piensa que no soy mallorquín, que le choca”. Algo en lo que coincide Francisco: “A veces ha pasado que escucho ‘mare meva aquests gitanos’ en mallorquín y se creen que no les entiendo. ¡Claro que les entiendo, soy mallorquín!”
Sin embargo, algunos como Jesús Nieto confiesan que escondieron esa condición durante mucho tiempo. “Cuando estaba en la academia de policía y me preguntaban si era gitano decía que no. Tenía miedo al rechazo, sobre todo en un puesto como ése en el que es tan importante el trabajo en parejas”, recuerda.
Nació en Palma hace 36 años, justo uno después de que sus padres, ambos gitanos, se trasladaran desde Murcia hasta el barrio palmesano de La Soledad. “En mi casa no le hemos dado mucha importancia al ser gitanos y mis padres nunca me hablaron de marginación. Es más, te diría que hasta que no celebramos la comunión de mi hermano ocho años después en la finca ni siquiera sabían que lo éramos”, cuenta.
Para Jesús, la discriminación llegó en su adolescencia, cuando en la puerta de las discotecas aparecían fiestas privadas cada vez que le veían a él con su grupo de primos y amigos. Cuando en la academia de policía su mentira fue creciendo como una bola de nieve, un instructor le ayudó a poner fin y a ver “que todo era más fácil de lo que pensaba”. Hoy hace trece años que trabaja como policía local de Sóller. “La vida me enseñó a que no me tome mal eso de que no parezco gitano, pero quiero pensar que, cuando me conocen, sirvió para cambiar un poco el chip a la otra persona”, explica.
Mujer, gitana, mallorquina y abogada
“No todas las costumbres tienen que ir en línea con la modernización. Yo estoy a favor de que una etnia tenga sus tradiciones. De hecho, hace 40 o 50 años no distaban tanto de las del resto de la sociedad”, plantea Antonio. En esa encrucijada de tradición y modernidad vive Teresa Fernández: mujer, gitana, mallorquina y abogada. “Ser abogada y mujer ya choca, y cuando se enteran de que sos gitana se sorprenden. A veces te halaga, pero también dices qué pena que no sea algo normal”, afirma.
Hija de padres gitanos dedicados a la venta ambulante -él de Alicante y ella mallorquina-, Teresa pertenece a una familia de cinco hermanas en la que nunca le faltó respaldo para lanzarse a una carrera universitaria. “Sacaba buenas notas y mis padres siempre me apoyaron. Elegí Derecho porque me gustaba la idea de ayudar a la gente”, relata. Después de pasar por la Universitat de les Illes Balears, hace más de cinco años que trabaja en un despacho jurídico de Palma.
Pese a la extrañeza que a veces le confiesan -aún hay quien le pregunta qué piensa su marido de que ella trabaje-, Teresa asegura que nunca vio que su futuro profesional chocara contra su tradición gitana. “Muchos creen que tienes un estilo de vida diferente, que es incompatible, pero la educación no tiene que entrar en conflicto con tu cultura. Yo he seguido siempre las costumbres gitanas, he vivido siempre dentro de esos principios, y he sabido compaginarlo muy bien. No impide estudiar ni tener una carrera y un trabajo”, explica. Su empeño, seguridad y el apoyo familiar le hicieron seguir siempre adelante aunque, reconoce, no tenía referentes gitanos en el camino que emprendía.
Yo he seguido siempre las costumbres gitanas, he vivido siempre dentro de esos principios, y he sabido compaginarlo muy bien. No impide estudiar ni tener una carrera y un trabajo. Yo soy abogada
De niña recuerda, como muchos, que usaran la palabra “gitana” para insultarla. “Los niños tienen menos filtro a la hora de dirigirse a sus compañeros”, asume. De adulta, y ya como abogada, reconoce que vio en algunos de sus clientes cómo ese estereotipo continúa vivo en una parte de la sociedad. “Cuanto más maduro menos me afecta, porque me doy cuenta de que es una cuestión de educación, pero sí que a veces aprovecho para explicar mi postura y decir que soy gitana, porque no es algo que haya querido esconder. De hecho, animo a las mujeres gitanas a que esas ‘piedrecitas’ no determinen su camino. Hay que luchar siempre”, alienta.
“Cántate algo, Jesús”
Desde que Cervantes convirtió a Preciosa en La Gitanilla en la bailaora gitana por excelencia ese otro mito, el del gitano que canta y toca, no hizo más que extenderse. “Éste sabe tocar la guitarra y las palmas”, cuenta Francisco Torres que esperan siempre de él. “Yo rompo muchos estereotipos. Me dicen ‘cántate algo, Jesús’, y yo sé llevar el compás, pero ni canto ni bailo y me gusta Limp Bizkit”, reconoce Jesús Nieto.
Yo rompo muchos estereotipos. Me dicen ‘cántate algo, Jesús’, y yo sé llevar el compás, pero ni canto ni bailo y me gusta Limp Bizkit
Lo cierto es que, desde los años 60, el boom turístico -y en aquel uso convenido que el franquismo hizo de los gitanos por el que representaban la autenticidad de lo español- hizo que abrieran en Mallorca numerosos tablaos flamencos que atrajeron a algunas familias gitanas para hacer carrera en el mundo del espectáculo. De Los Rombos a El Corral, pasando por Patio Andaluz, el Pueblo Español, la Cueva Quintana o la Cueva del Burro Platero, que buscaba recrear un auténtico poblado gitano.
Así llegó el padre de Inma Crespo en los años 70 cuando ella tenía solo dos años. Un guitarrista de Granada que aterrizó en la isla con la compañía de Lucía Real y un contrato de 17 días para actuar en la discoteca Tito’s. “Al principio veníamos a trabajar sólo la temporada y nos volvíamos, pero luego con el turismo había mucho más trabajo aquí, incluso en invierno, así que decidimos instalarnos”, recuerda ella.
El mismo camino hizo con la bailaora La Chunga Benjamín Habichuela, padre de Benji Habichuela: el último eslabón de una saga de cinco generaciones de músicos entre la guitarra y la percusión. “En los 70 esto estaba lleno de tablaos y eso se perdió mucho. Ahora se trabaja casi únicamente para el turista o para eventos”, explica.
La nueva generación flamenca
Benji -“gitano mallorquín de raíces andaluzas”- tenía solo cinco años cuando se subió por primera vez a un escenario con su padre. “Empecé muy chico, como si la música fuera un juego porque la veía siempre en mi casa”, recuerda. Con trece años ya le pagaban por tocar. A sus 35 combina sus actuaciones por todo el mundo -cuando responde al teléfono está camino de un festival de jazz en Italia- con El Rincón del Arte, una escuela en la que da clases de guitarra y percusión “para que los jóvenes puedan verlo como una forma de vida y de trabajo”.
“El racismo está ahí, pero en mi familia, al ser músicos, hemos sido muy abiertos y nos hemos relacionado con todo tipo de gente. Siempre nos han respetado mucho”, cuenta. Pese al inevitable ADN artista que corre por sus venas, es el único de sus hermanos vinculado de forma profesional a la música: “Mi hermano es informático y mi hermana, con la que he estado implicado en proyectos de apoyo a la comunidad gitana en Palma, estudia Sociología”, relata.
Para Inma, hija de madre gitana y padre payo, su historia fue algo diferente. “Ser gitana mestiza es un sufrimiento, para los gitanos eres paya y para los payos eres gitana. Pero en el flamenco hay una ley: no es una cuestión de raza o de etnia, es de quien lo sienta y yo me siento flamenca”, afirma. A los siete años mientras su padre ensayaba en el Auditòrium de Palma ella asistía a clases en el conservatorio. “Tenía 14 cuando me subí por primera vez a un escenario por primera vez. Me quedé en blanco. Mi padre me dijo ‘mírame a mí’, y me pegué toda la actuación bailando hacia él”, recuerda.
Ser gitana mestiza es un sufrimiento, para los gitanos eres paya y para los payos eres gitana. Pero en el flamenco hay una ley: no es una cuestión de raza o de etnia, es de quien lo sienta y yo me siento flamenca
Criada entre la cultura paya y la gitana, su vida estuvo siempre unida al flamenco. “En mi casa vivíamos del arte: mi padre era músico y mi madre era modista y cosía los trajes”, cuenta. Durante décadas ha sido bailaora y trabajó en espectáculos junto a su marido, el guitarrista gitano José Luis Montero. Desde hace dos años dirige una escuela de baile flamenco en Palma donde sus alumnas -entre las que se incluye una estadounidense- reafirman su creencia en la universalidad en el lenguaje del taconeo.
Menos estereotipos y más respeto
“Mi padre siempre decía que lo que nos distingue no es la raza, sino la educación y que con ella puedes llegar a donde quieras”, destaca Inma. Una educación en la que algunos, como Antonio, echan en falta la visión gitana. “La historia de los gitanos en España no se conoce, te diría que el 90% del Parlamento no tiene ni idea del daño y la persecución que han sufrido, y si se conociera y reconociera ese pasado sería una forma de facilitar más la integración”, plantea.
En el Día del Pueblo gitano piden un “trato más igualitario” y “mayor respeto”. “Hay gitanos que se integran y otros que no, pero el rechazo es lo que fastidia”, destaca Francisco. “Hay gente que aún ve al gitano como algo extraño”, coincide Benji Habichuela. “Ya ha llegado la hora de romper con el estereotipo, de conseguir un trato digno y no prejuzgarnos”, reivindica Teresa.
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