Alberto Fernández y el extraño don de musicalizar su ocaso
Si algo le faltaba a Alberto Fernández, es un fake disc. A estas alturas de la crisis, el presidente no aviva la imaginación política, aunque sí la musical. Al compás del canto de los mercados que difumina su figura no faltan los comentaristas o dirigentes que, sotto voce, le asignan un mero rol representacional en los meses que le quedan como gobernante. Si fuera así, estimó entre los primeros, Horacio Verbitsky, “tendrá más tiempo para dedicarle al arreglo de sus nuevas canciones que en largas madrugadas está realizando con él Gustavo Santaolalla, alojado en la quinta de los Olivos”. Algunos medios digitales le subieron el precio a ese párrafo quizá tan conjetural como zumbón. Y razonaron lo siguiente: así como en 1971 el guitarrista Keith Richards alquiló en el sur de Francia una casona donde los Rolling Stones le dieron forma a Exile on Main St (los integrantes de la banda habían abandonado Inglaterra para no saldar cuentas con el fisco), Fernández ya no “arregla” sino que “graba” junto con el ex integrante de Arco Iris un LP de su infortunio, su Exile in Olivos. El supuesto corpus fernandiano tendría como trasfondo el torniquete fiscal que ejecuta su flamante ministro de Economía, Sergio Massa: fisco y fiasco para los últimos que nunca han sido en rigor los primeros. La portavoz del Gobierno, Gabriela Cerruti, se vio obligada a tomar cartas en el asunto. Santaolalla, dijo, “nunca se alojó en la residencia”. El exitoso productor, añadió, “honra al presidente” con su amistad. “Pero hasta donde sé, está realizando una gira en Europa y consecuentemente muy lejos de nuestro país”, remató con una dosis de opacidad (“hasta donde sé”).
Con el paso de los días cabe preguntarse cuánta verdad encierra ese eventual bulo. Dicho de otra manera: la sola fantasía de que pudiera haber sucedido el encuentro con Santaolalla en medio del despelote financiero había sido en parte habilitada por el propio presidente en sucesivas intervenciones, entre ellas la foto de 2019 que los muestra despreocupados y con sus instrumentos. Si la lapicera es la metonimia de sus cavilaciones políticas, la guitarra, que posee muchas, la de un “otro yo” diletante que parece solaparse con las funciones ejecutivas. El aficionado musical como lado “B” del tímido ejecutor. Posiblemente sea falaz pero ya forma parte del repertorio de críticas y descalificaciones que siempre tienen a algunas de sus palabras como paratexto del meme.
“Mis bigotes no son conservadores, sino rockeros: como los de Litto Nebbia”, llegó a decir para diferenciar su mostacho de los de Cristian Ritondo, Carlos Melconian, por no decir el que exhibió por tanto tiempo Mauricio Macri. Una cuestión de estilo piloso relacionada con su ídolo ya se pone en juego entre el límite inferior de la nariz y el labio superior. Pero no sólo la distinción es fisonómica sino conceptual. “¿Cuándo hablo como hablo soy el resultado de haber leído Las 20 verdades peronistas y La comunidad organizada? La respuesta es no. Hablo como hablo porque en mí pesaron muchas cosas. Va a sonar raro, pero pesó mucho de la cultura hippie”, le dijo a Jorge Fontevechia, apenas comenzado su mandato. “La música”, acota el entrevistador. Y le responden. “No por la música solamente. También la posición que ocupó el hippismo frente a la sociedad de consumo, frente a las reglas instituidas de una sociedad dominante sobre otra”. Woodstock, añade el director de Perfil. “Un mundo cultural que también se ve con el Mayo Francés en mi caso. Entonces, ¿qué pesó sobre mí? Pesó Juan Perón, pesó el Mayo Francés, pesó Woodstock…”. Dijo haber visto 200 veces la película. Ese festival nada tiene que ver con los hechos de París.
Fernández, el hipotético flower power que siguió finalmente la senda paterna y estudió Derecho, ha hecho un permanente subrayado de esa educación sentimental incluso para intervenir en situaciones políticas. “No soy de los que le gusta volver al pasado. Siempre repito esa frase de la Cantata de los puentes amarillos de Luis Alberto Spinetta… (”mañana es mejor“) yo me río porque sé que esta vena hippie a Cristina no le gusta...”, dijo durante la celebración del centenario de YPF que volvió a juntarlo con la vicepresidenta.
Ahora bien, ¿cuánto de esa graciosa vena circula en el cuerpo del Estado? ¿Cómo se materializa? Lo “hippie” aparece como exaltación de una impureza virtuosa, nada menos en un movimiento que, de vez en cuando, invoca la ortodoxia como patente de legitimidad. Al aterrizar en el aeropuerto de Morón después de la masacre de Ezeiza, perpetrada por el ala derecha del peronismo, el 20 de junio de 1973, Juan Domingo Perón archivó la “actualización doctrinaria” y el “socialismo nacional”. Sentenció que su proyecto se ceñía estrictamente a sus veinte verdades. Si en la disputa de los setenta el otro devino marxista y podía ser blanco de la metralla o la cachiporra, la repetición de esa querella ideológica medio siglo más tarde, resuena con algo de bufonada: ya pasamos los días del rosa socialdemócrata a una degradación mucho más insólita. “Cristina eligió a un hippie de presidente”, dijo el ex ministro de Isabel Perón y ex gobernador bonaerense, Carlos Ruckauff. “Se siente más cerca de la cultura hippie que de la doctrina peronista”, alegó Sergio Berni, como si fuera un fiscal extraído de un gag de Peter Capusotto y sus videos.
Da la sensación, sin embargo, que ni Fernández y, mucho menos sus detractores, saben demasiado acerca de lo que sucedió en los sesenta en la costa oeste norteamericana. El problema es que su propia autopercepción (la vena hippie del estadista) puede lindar con la caricatura y llevarlo más cerca del Luis Sandrini El profesor hippie. Aquella película de Fernando Ayala y Héctor Olivera se estrenó en 1969, el año del Cordobazo y “The Hippies: an American Movement”, texto seminal de uno los referentes de los estudios culturales anglosajones, Suart Hall. El jamaiquino advertía que el estilo hippie evolucionaba “sin mucha intención consciente” hacia un conjunto de valores opuestos a la sociedad convencional. Su sensibilidad se conformaba de un lado sobre la base de un interés en la pobreza voluntaria; una apropiación del exotizado nativo norteamericano y, por el otro, una tensión entre la fraternidad y la obsesión de largo alcance de América con la libertad individual. Hall detectaba además una búsqueda existencial que reivindicaba la mística y el retiro, así como la necesidad de alcanzar una experiencia directa de apertura de las puertas de la percepción, alla Willian Blake o Aldous Huxley. Y todo eso en medio de un enfoque global sobre el amor y el flower power. Se trataba, en definitiva, de una manera significativa de estar y mirar el mundo que era el resultado de una coyuntura histórica de determinadas fuerzas espirituales, económicas, tecnológicas y políticas (por cierto, muy diferentes a las de Argentina de esos años y, qué decir, en el presente). Para Hall había que aprender a “leer” esos “signos” in situ y así comprender el proyecto que organizaba y hacía coherentes sus muchas hebras dispares. Haight-Ashbury, la intersección de dos calles de San Francisco cuyas señales pronto se convertirían en sinónimo del “movimiento” (que no era Nacional ni Justicialista). Casi de repente, ese vecindario de casas victorianas destartaladas, devino en una suerte de centro del mundo. La península de California mostraba otros hitos y protagonistas: The San Francisco Oracle, The Psychedelic Shop, Free Clinic, Timothy Leary y el LSD terapéutico, la colina hippie donde se naturalizaba la tolerancia al consumo de marihuana, el auditorio Fillmore y la compañía de mimo de Ronald Davis, Allen Ginsberg y las profecías de Marshall McLuhan, el San Francisco Tape Music Center, los Trips Festival, Budas, figuras indias, comunidades y celebraciones del fin del dinero; The Mothers of Invention y Lenny Bruce, Jefferson Airplane y Grateful Dead.
Los seguidores argentinos no pudieron nunca pensar ni actuar en esos mismos términos entre otras razones por haber surgido en medio de una dictadura hostil y preconciliar, la del general Juan Carlos Onganía (y esto en parte la definirá en sus aciertos y extravíos). Las condiciones que propiciaron la radicalización juvenil en EE.UU. y, en menor medida Inglaterra, no cabían amablemente en el país de la Noche de los Bastones Largos, salvo que derivaran en la lucha armada. Nada de esa tradición puede encontrarse en Fernández, salvo que las confundiera con sus preferencias discográficas y las revistas que leía de adolescente.
Antes terminar volvamos a los Stones. En 1968, y en virtud de pergaminos evanescentes de izquierdismo (“Street fighting man”), Jean Luc Godard eligió a “Sympathy for the devil” como una canción troncal de su película One plus one, de 1968. Godard registró su proceso de grabación. Las primeras tomas presentan el esqueleto de la canción. La película finaliza con la versión del disco Beggars banquet. El work in progress expuesto en la pantalla era, para el director, una metáfora del proceso revolucionario: ensayo, error, objetivación. “Sólo quería mostrar algo en la construcción”.
Fernández ha dicho que compone desde los 11 años. No sabemos si lo hace en la actualidad y repite a su modo ese procedimiento de ajuste permanente (de una canción). Primero, el croquis, la melodía, acaso tarareada para sí durante una reunión protocolar, escarceos de una letra que visita su mente o se dispara como consecuencia de un encuentro palaciego. La aproximación al objeto podría ser trabajosa. Un ir y venir. Elegir la temática (¿despecho? ¿impotencia?¿reconocimiento de un fracaso? ), progresión armónica, definir una rítmica, la entonación. ¿Estaríamos ante un trabajo artesanal solitario o que se confeccionaría gracias al consejo presencial o a distancia de alguien avezado? Música como consuelo que le permitiría escabullirse de los rigores de la contingencia. ¿La guitarra sonaría ahí electrizante o con la fuerza menguante de su lapicera? ¿Se impondría el apocamiento o una descarga de vehemencia desconocida en la función pública (un grito primal como el primer Lennon solista)? Existe una grabación de los primeros años de Kirchner. Y es a partir de ese antecedente que podemos retomar la idea de una música imaginaria. De 2006 es “El sueño del piano”, una canción suya grabada por Daniel López en un disco del mismo nombre que cuenta con la participación de Roque Narvaja, Estela de Carlotto y Alejandro Dolina y fue declarado “de Interés Cultural por la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires” mientras la administraba Jorge Telerman. El aporte de Fernández se suma a un repertorio de consagrados que incluye a Joan Manuel Serrat y Silvio Rodríguez. Aparece en el minuto 39, a modo de cierre. Después de una breve introducción de piano, cello y guitarra, irrumpe la voz de López.
No dejes que los duendes hoy se duerman/y que traigan sus canciones hasta aquí/ y que salgan de sus sueños melodiosos/que me muestren otro modo de seguir.
Escucho y me pregunto si no estamos ante una fake song también atribuida al presidente y urdida en un gabinete de espías o burlones virtuales. Me convenzo finalmente sobre su autoría cuando llega lo que sigue:
y cuéntanos qué dice el viento a esta hora/si la lluvia nos va a permitir volar/y cuéntanos cuántas ganas te han quedado/de encontrar la balsa para ir a naufragar
¿Inspiración meteorológica? No, es un temprano homenaje a Litto desde el poder (pobre Nebbia, cuánto le cuestan por esos halagos). El piano que sueña habla de él:
Deja que la sangre te conmueva/que Rosario encienda tu alma una vez más…no dejes que tu piano se silencie/porque el sueño se nos puede lastimar.
No es, claro, el primer político que apela a la música como singularidad y seducción. Las elecciones de 1960 pusieron en Estados Unidos a la música misma como objeto de debate. The Washington Post le preguntó a John F. Kennedy qué le gustaba, y este citó con marcado acento francés a Debussy, Ravel y Berlioz. Su rival, Richard Nixon le confesó a Time que su corazón escondía momentos memorables antes del musical ¡Oklahoma! Y no solo eso. Nixon se jactaría también de su doble condición de pianista y autor de un Concierto que “estrenó” durante otro programa de entrevistas. Nunca se juzgaría esa “obra” por su valor sino por sus deseados efectos: darle el estatuto de la consagración, la forma concierto, como contracara de los discursos más duros de la Guerra Fría. Claro que fue Kennedy el ganador de las elecciones, entre otras cosas, por la decidida intervención a su favor de Frank Sinatra.
En plena pandemia, Fernández también cantó algo de su propia cosecha:
Si me pierdo, yo me encuentro
Si me caigo, me levanto
El secreto en esta vida es ir cantando
Más que rock, se entreveran el Palito que tanto repudió en su juventud (“caminando por las calles voy cantando”) o la María Elena Walsh de la “Canción de la cigarra” (“Gracias doy a la desgracia/ y a la mano con puñal/ porque me mató tan mal, y seguí cantando”). El tono confesional de una canción elaborada hace dos años parece pintarlo de cuerpo entero en este presente de repliegue. Cuando llegue su mañana mejor y, despojado de las obligaciones ejecutivas, pase el peine a contrapelo de su experiencia presidencial, en una de esas nos ofrecerá un libro de memorias (“el secreto en esta vida”) o un cancionero sin gesta.
AG
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