Desadaptación
“Adaptación” se le llama a ese período en el que los niños “aprenden” a desprenderse de los padres para quedarse en la escuela. ¿A qué se tienen que adaptar? No solamente a estar algunas horas con otros niños y adultos que no son familiares, sino a comportarse según las normas establecidas por una institución educativa. Por supuesto que la rapidez en el proceso de adaptación va a constituir un signo de “normalidad” vista, per se, como virtud -“se adaptó rapidísimo y sin problema”-. Adaptarnos es siempre adaptarnos a ese ideal de adultez.
Las instituciones son las encargadas de velar por esa normalidad y también son las encargadas de vigilar y subrayar cualquier desvío de la norma, cualquier anomalía en los comportamientos esperables, cualquier inadaptación a lo establecido. Eso es una institución y no se espera que sea de otro modo, para eso están ahí. No hay instituciones intrínsecamente “buenas” -tampoco las hay intrínsecamente malas-. La adaptación -si es rápida, mejor- es un valor para muchos de los ideales de la educación y lo es también para los ideales de las corporaciones. Cualquier empresa valora que sus empleados sean adaptables, que posean conductas versátiles y que no muestren “resistencias a los cambios”. La adaptación también constituye un valor para cierta psicología. Según Georges Canguilhem, es la psicología que está hecha por los que, al salir de la Sorbona por la calle Saint-Jacques, en lugar de ascender y aproximarse al Panteón que es el Conservatorio de algunos grandes hombres, descienden y se dirigen al Departamento de Policía. Y es que la adaptación requiere gendarmes del disciplinamiento.
Adaptarse es adaptarse a lo establecido por el otro o por el Otro. Adaptarse es amoldarse a lo que otro propone, y si es considerada una virtud, lo es en favor de la pretensión de armonía y de no conflicto que sostienen algunos. Que la cosa ande, que la cosa marche sin chistar. Adaptarse al medio, acaso una virtud biologicista.
El psicoanálisis descubre que nacemos inadecuados porque no somos sujetos del instinto, sino de la pulsión. No hay armonía, para nosotros, entre el cuerpo y el mundo que lo rodea; no hay armonía entre los sujetos y sus objetos. El cuerpo es un exceso en la medida en que se escinde el hambre de las ganas de comer. Nacemos desajustados, desviados porque somos atravesados por el lenguaje. Y es por eso que la educación y la civilidad implican acomodar ese desvío, adaptarlo a lo esperable, lograr que se aplaquen las pasiones y las estridencias del cuerpo para encajar en la tan preciada normalidad. Ese desvío se acomoda, se encaja a lo que el código del Otro nos propone. Pero no todo el desvío puede ser subsumido ahí, no todo el desvío puede ser enderezado según la tutoría del Otro. Algo resiste, algo insiste y se llama inconsciente.
El psicoanálisis descubre que nacemos inadecuados porque no somos sujetos del instinto, sino de la pulsión. No hay armonía, para nosotros, entre el cuerpo y el mundo que lo rodea; no hay armonía entre los sujetos y sus objetos.
Pienso en estas cosas porque pienso en lo que viene siendo nuestra adaptación a la pandemia. Rápidamente nos adaptamos en su irrupción y ahora rápidamente nos adaptamos a su supuesta finalización: en el medio, nos adaptamos a la nueva vida. Vida normal, nueva normalidad, dicen. Pero los cuerpos cansados muestran esa desadaptación. No se puede vivir como si nada hubiera pasado. Pero así se pretendió vivir al principio de la pandemia y así se pretende vivir a la salida de ella. Me acuerdo de que, cuando recién había empezado la cuarentena, en marzo de 2020, Ingrid Sarchman escribió en un artículo, a propósito de lo que pasaba: “Tal vez sea el ámbito educativo donde más se observe esa compulsión a hacer de cuenta que todo sigue funcionando, que la coyuntura, el pedido, casi ruego de no salir a la calle, no debería modificar en (casi) nada las rutinas de la sociedad en la que vivimos. Vivir, en este caso, debería ser el equivalente a seguir una serie de rituales que se cumplen más o menos igual en una cantidad de tiempo más o menos establecida y que habilitan, también, a destinar un determinado número de horas al ocio, al esparcimiento y al descanso para después volver a esa rutina productiva”. La autora también subrayaba el modo en que la infancia ya está asediada por este paradigma: “Desde nuestra más tierna infancia nos preguntan qué nos gustaría ser cuando «seamos grandes», un eufemismo que enmascara una pregunta más directa: ¿en qué vamos a invertir nuestro tiempo para ganar plata? (...). Lo que interesa resaltar es que en la línea de producción imaginaria a la que nos suben desde el mismo día de nuestra concepción (...) y de la que podremos bajar solo con la muerte, se trata de hacer algo útil con todo ese tiempo”. Adaptarnos para seguir produciendo. Acaso lo que quedó plasmado para siempre en la paradigmática escena de Tiempos modernos. Adaptarnos hasta ser un engranaje de la cadena de montaje, alienarnos en la máquina. Adaptarnos para, como dice el slogan de un riquísimo whisky, keep walking.
Las formaciones del inconsciente son las pequeñas marcas de resistencia, de refugio al imperio del otro bajo la forma de la adaptabilidad. Si algo no se adapta, es el inconsciente. Sueños, lapsus, chistes, olvidos y toda la psicopatología de la vida cotidiana son el resquicio, el pequeño hiato, por el que se cuela la resistencia a lo maquinal. ¿Qué es soñar, sino el modo permitido de transcurrir en los desvíos inimaginables, en las oscuridades que encandilan, en los infiernos tan temidos? ¿Qué es equivocarse, sino introducir un desvío en la línea recta hacia lo que se espera de nosotros? ¿Qué es olvidarse, sino descansar un rato de aquello que parecía no tener alternativa? ¿Qué es reír sino recuperar, al menos un poco, la infancia perdida? Mientras haya inconsciente, habrá resistencia a la adaptación total. No somos máquinas, aunque a veces se pretenda que lo seamos. Como sugiere Christian Ferrer, “la máquina general industrial moderna es una máquina de destrucción de cuerpos y de anhelos”. La resistencia a lo maquinal se halla entonces en esos pequeños desajustes, desfasajes, desvíos y desadaptaciones que se ponen a jugar cuando el exceso irrumpe. Exceso que bien podría ser el del lenguaje, el que excede el código, el que nos conduce una y otra vez al malentendido y al equívoco, sin los cuales no habría encuentro ni experiencia posibles. ¿Qué es un análisis sino un espacio en el que alguien se entera de que está demasiado adaptado? ¿Qué es un análisis sino ese espacio donde nos enteramos de que no hay deseo sino en el desvío, no hay deseo sino en el devenir otro de sí?
En El libro de las diatribas, editado por Vinilo, Virginia Cosin escribe contra la sumisión -pienso en la adaptación como una forma de sumisión- y dice:
“Nadie en su sano juicio dedicaría tanto tiempo a trastornar las palabras que tan bien dispuestas están en el diccionario. Desordenarlas, inventar nuevas definiciones, romper los eslabones de la cadena significante. Es mi modo de jugar a los soldaditos. Ir al terreno de la infancia, donde las jerarquías se subvierten y lo abismal se miniaturiza, pero no como una regresión sino como una chacarera: retroceder, avanzar, avanzar, retroceder, un giro completo, cambiar de posición”.
Resistirse a la adaptación no es ser un inadaptado, sino deshacer los lazos que agobian y que aprietan, que asfixian y que impiden ese desvío infernal llamado deseo.
AK
0