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ADELANTO

Una cebra en un bazar

Fragmento de la portada de El sentido del humor, de Alexandra Kohan.

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Un chiste judío que me contaba mi papá cuando yo era chica:

Entra un cliente al bazar de Jacobo y de Rebeca. Rebeca está atendiendo, Jacobo está en el depósito:

—Buenas tardes, vengo a comprar una cebra. —¿Una cebra?

—Sí, una cebra.

—De acuerdo. ¿De qué color quiere la cebra? —Blanca y negra está bien.

—Sí, tenemos de esas. ¿De qué tamaño querría usted la cebra?

—Mediana.

—Sí, tenemos mediana. ¿Se la enviamos a su domicilio?

—Sí. La dirección es Av. Montes de Oca 999.

—¿Para cuándo querría usted la cebra?

—Para la semana que viene.

—Se la mandamos la semana que viene. Le cobro ahora. Son $1500.

—Acá tiene.

—Gracias. Una cosa más: ¿se la envolvemos para regalo?

—Sí. Por favor.

—De acuerdo, señor. La semana que viene le enviaremos la cebra mediana, blanca y negra, envuelta para regalo.

Apenas el cliente sale del bazar, Rebeca le grita a Jacobo, que sigue en el depósito:

—Jacobo, ¿qué es una cebra?

Lamentablemente no puedo transcribir además la gracia con la que él lo contaba. Mi papá era muy buen contador de chistes, muy gracioso, y además tenía mucho sentido del humor –tenía, eso sí, una característica que lo hubiera hecho pésimo comediante: se reía a carcajadas de sus propios chistes–. Pero el asunto acá es otro: con este chiste mi papá me estaba enseñando algo, o al menos así resultó para mí. Algo así: no hay que rechazar una oportunidad de trabajo –en este caso una venta–, por más desopilante que resulte, y por más que uno no sepa de qué se trata. Decir que sí y luego ocuparse de entenderlo, aprenderlo y hacerlo.

Pero también, como gesto hacia el cliente: decirle que sí, en la medida de lo posible. Mi papá no me bajó línea, ni me aleccionó, ni me explicó el chiste. Todo eso lo fui entendiendo sola. De este chiste me acuerdo siempre, pero sobre todo me acordé cuando, ya recibida de psicóloga, fui a pedir un trabajo y me dijeron que no a ese trabajo; pero me ofrecieron otro en su lugar. Yo no sabía hacer ese otro trabajo –en realidad, ahora que lo pienso, tampoco sabía hacer ninguno–, pero dije que sí como Rebeca al cliente que le pedía una cebra. Dije que sí, aprendí a hacerlo y me fue muy muy bien. Lo supe por el chiste que me había contado mi papá.

Porque no se trata de ser chanta, ni de decirle que sí a cualquier cosa, sino de ser capaz de asumir un pequeño riesgo, un pequeño salto hacia una posibilidad. Se trata de no anticipar una negativa por precaución, se trata de no prevenirse, de no dar una negativa que cierre cualquier posibilidad y, en cambio, ensanchar un poco el terreno de lo posible.

Quizás por ese chiste es que me exaspera mucho el estilo de algunas personas en comercios cuando lo primero que responden es “no”, incluso, y sobre todo, cuando es “sí”, un sí que viene después. Ese tipo de no, el que viene antes, es un tanto defensivo: rechaza un pedido de cuajo y se lleva puesta cualquier otra cosa que pueda empezar a pasar.

UNA ENSEÑANZA NO FAMILIAR

El humor no tiene sólo algo de liberador […], sino también algo de sublime y elevado.

Sigmund Freud

Esa enseñanza, la de la cebra en el bazar, me llegó, me fue legada a través de un chiste. Quizás por eso entendí siempre, de manera cómoda, de qué se trataba ese asunto. Quiero decir que mi papá me transmitió esa enseñanza, pero no estoy segura de que haya sido en tanto padre educador. No fue un gesto de educación solemne, no fue un aleccionamiento ni fue, estrictamente, una pedagogía. Fue un chiste que tuvo efectos de enseñanza. Y esos efectos no fueron calculados. Él simplemente me estaba contando un chiste más entre los tantos que contaba.

Quizás la diferencia entre una enseñanza involuntaria, a través de un chiste, y una pedagogía consista en que, con la solemnidad que emana de la pedagogía, no queda demasiado margen: o bien se la obedece, o bien se la desobedece –siendo rebeldes–, pero en ambas formas se está respondiendo a un mandato, a una prescripción, a una obligación –y sacarse ese lastre de encima puede llevar toda una vida–. Por eso Jean Allouch dice que “jamás a nivel de la familia, de la familiaridad, se hizo una verdadera transmisión”. Si hay algún saber que se obtenga –en cualquier disciplina o terreno–, no va a ser necesariamente porque alguien decide enseñar, sino porque hay un efecto incalculable de transmisión. Por eso Lacan dice que, si se puede plantear la cuestión del deseo del enseñante, es señal de que se está planteando un problema. Y si el problema no se plantea, es que hay un profesor. Un profesor –o un padre– existe, sigue, “cada vez que la respuesta a esa pregunta está […] escrita”.

Lo cierto es que hay profesores y profesores, como hay padres y padres. Algunos se posicionan teniendo todas las respuestas a las preguntas –a esas que incluso nunca se formularon– y se presentan como dueños de un saber absoluto. Otros, en cambio, conocen la verdad, como dice Lacan, de que sus enseñanzas son un recorte, y eso les permite “poner un poco más de arte en el asunto”, un arte “por la vía de collage”, es decir, “preocupándose menos de que todo encajara, de un modo menos temperado, tendrían alguna oportunidad de alcanzar el mismo resultado al que apunta el collage, o sea, evocar la falta que constituye todo el valor de la propia obra figurativa […]. Y por esa vía llegarían a alcanzar, pues, el efecto propio de lo que es precisamente una enseñanza”. No hay enseñanza sin agujero, no hay enseñanza sin deseo, no hay enseñanza si todo encaja. No hay enseñanza desde la solemnidad del saber. No hay enseñanza sin chiste, sin risa. Es involuntario, pero sin dudas es efecto de una posición que sólo se puede realizar en la medida en que hayan caído los espejos. Y en la medida en que se haya hecho un corte con la proximidad familiar.

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