Días para inventarse una vida
Hace unos años me contaron el argumento de una novela que alguien iba a adaptar al cine. Nunca supe el título de la novela, ni quién la había escrito, y creo que finalmente no la adaptaron, pero recuerdo demasiado seguido lo que supongo que sería una de las primeras escenas del libro. El protagonista es un hombre que tiene muchas deudas, o un divorcio caro, problemas con la ley, o algo así, una vida complicada. Es 1994, es 18 de julio y explota la AMIA. El tipo pasa por al lado de los escombros, las sirenas sonando y la gente corriendo, y se le cruza por la cabeza una idea que podría ser ridícula o podría ser brillante: tira los documentos en el piso y se da a la fuga de su propia de vida, como en el tweet ese que es una obra maestra, uno de los poemas más memorables de los últimos años, el que dice: “Se tu propio De La Rúa. Abandona tu vida toda incendiada. Andate en helicóptero. Dejala vacía. Que se la metan en el orto”.
Pienso que es una fantasía recurrente en la Argentina, la de dejar todo incendiado, todos tus pendientes, los trabajos no entregados, esa deuda de AFIP o de AGIP o lo que fuere que ya no sabrías ni a quién llamar para pagar, tu título en trámite, la gente que te necesita, la gente que te extraña. Siento que es una fantasía argentina, sí, no sabría explicar por qué, algo de meternos en quilombos que siempre sentimos que nos sobrepasan y a la vez que no están a nuestra altura, pero algunos seguramente lo fantaseamos más que a otros.
Me volví a acordar de esa escena de ese libro del que no sé nada mirando la serie Iosi, el espía arrepentido, porque está el archivo de los atentados, quizás, y también porque venimos de días en los que creo que todos pensamos seriamente en abandonar el barco, cualquier barco. Pero sobre todo, creo que recordé esa escena porque a mí lo que más me interesa de las series de espías es la idea de comprometerse hasta la médula con una vida que no es la tuya, una vida que te inventaste, que te inventaron, que te dieron armada, y que por eso se puede vivir medio en serio pero también medio en chiste. Fui fanática de The Americans, también, y por las mismas razones. No logro entusiasmarme con las tramas policiales: quién hizo qué me da completamente igual. Lo que me interesa es cómo la gente logra involucrarse afectivamente con ideas y personas casi al azar, que alguien le eligió, que en principio no la seducían en lo más mínimo.
El Iosi de la ficción se enamora de una judía y del judaísmo. Los soviéticos de The Americans se enamoran entre ellos, se enamoran cada uno del marido o la esposa que le asignó la KGB. Una hipótesis posible, la primera que siempre manejé, y la que supongo que está sugerida en general en estas historias, es que el cuerpo se encariña con cualquier cosa a la que se le dedique suficiente ahínco: no se puede pasar años o meses fingiendo que algo te importa sin que en algún momento, en el menos esperado, te empiece a importar. Algo de eso es cierto: The Americans es, en mi sesgadísima perspectiva de mala espectadora de policiales, una serie sobre la pregunta de qué es un matrimonio, la convivencia arbitraria de dos personas que se eligen porque se aman o que más bien se aman porque se eligen. Pero no es tan simple, tampoco: no hace falta decírselo a las miles de parejas que todos los días se separan después de meses o años de tratar de sostener la arbitrariedad, de que el cuerpo se acostumbre a eso que ya no sabe querer más.
El Iosi de la ficción se enamora de una chica judía, pero no exactamente de la que más le convendría enamorarse. Una podría decir: hay algo de la verdad que se cuela, del amor verdadero, del deseo verdadero, de las convicciones verdaderas, que siempre termina por imponerse. Un poco pienso que pasa eso, sí, pero tampoco tengo tanta fe en la verdad y tan poca fe en la ficción. Más bien, el mecanismo que creo que se pone en acción en estas historias de espías, tanto las completamente inventadas como las que están basadas en alguna historia real, es el hecho de que cuando no estamos viviendo en serio, cuando no tenemos un compromiso real ni histórico con la vida que estamos viviendo, la verdad o más bien la densidad de la experiencia que identificamos con la verdad puede emerger con una claridad paradójica e inaudita. Como cuando le contás un secreto a un taxista, o cuando hacés algo que jamás harías, algo que en un nivel consciente te daría asco o vergüenza, en un mundo ajeno, y sentís que nunca estuviste tan presente en el mundo como en ese momento. Las personas comunes tenemos accesos muy restringidos a esas no-vidas, ese afuera de la propia vida.
Supongo, veo, que hay gente que eso lo siente cuando viaja. A mí me ha costado un poco más: cuando viajo me ganan la inseguridad y la ansiedad, y empiezo a tomarme a mí misma demasiado en serio, a tratar de organizar la mejor versión de mí para hacer amigos nuevos. Esa relación con la autenticidad que algunos sienten cuando están lejos yo la encuentro, en cambio, cuando miento; por eso quizás me identifico tanto con los agentes encubiertos. En mi ciudad o en cualquier otra, cuando digo que voy a estar en un lugar pero finalmente no voy, cuando cuento que estoy haciendo algo pero me quedo haciendo otra cosa o simplemente en mi casa, es en esos momentos, cuando siento que nadie sabe dónde estoy (evidentemente me cuesta más conectar con una verdad gris: a nadie le importa dónde estoy), es en esos momentos donde me toma una forma de estar en el mundo que es al mismo tiempo intensísima y leve, la tranquilidad de que ahora sí, finalmente, para bien o para lo que sea, estoy en lo que quiero.
TT
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