Me cansás: te mato
El 16 de junio de 1990, el ingeniero químico Horacio Santos acompañó a su esposa a una zapatería de Villa Devoto. De pronto, se oye la alarma de su coupé Renault Fuego, estacionada en la cuadra. Santos sale y ve que dos personas están robándole el estéreo. Pero, además, se manifiesta un agravante de comedia en el inicio de la tragedia, ese tipo de agravante que le daba el punch al viejo gag de Alberto Olmedo (Borges) y Javier Portales (Álvarez), cuando Olmedo contaba la historia de alguien a quien asaltan mientras está haciendo un asado.
Entran, le roban, violan y matan a la familia y masacran a sus mascotas (para el damnificado, nada que lamentar del todo), hasta que los asesinos, en un pico de perversión, le dan vuelta los chorizos, o le ponen más sal al matambre. Es el momento de la torsión del chiste, en el que Olmedo exclama: “¡Para qué!”. El tipo “se pone como loco”, y liquida a los asesinos, no por haber matado a su familia sino por haber afectado sus formalismos de asador neurótico.
El agravante para Santos fue que los ladrones de su estéreo, además de robárselo, le sonrieron de lejos con aires de superioridad. ¡Para qué! Santos se puso como loco, subió a la Fuego con su esposa y corrió el Chevy de Osvaldo Aguirre y Carlos González, los ladrones reidores desarmados, a lo largo de 14 cuadras, les cruzó el auto y los mató de un tiro por cabeza. ¿Cuál fue su mensaje?: ¿a mí nadie me roba el estéreo?, o ¿nadie se ríe de mí? Sin querer, aparecen definidos los términos de la disputa: por un lado, “mi” (de yo); por el otro, “nadie” (de nada).
Este hecho sucedió hace casi 35 años, y produjo una simpatía generalizada por Santos, el pobre ingeniero que debió soportar que le robaran el estéreo por onceava vez, según la cuenta de Eduardo Gerome, el abogado de Santos egresado con honores de la Facultad de Derecho Troglodita de la Universidad Nacional de Talión, quien le preguntó por qué seguía usando el estéreo si siempre se lo robaban. Y el pobre ingeniero, bajando con sandalias de monje al llano del sentimentalismo luego de los corchazos, lo emocionó con este excelente parlamento: “Siempre tuve derecho a tener”.
Si el derecho a tener da derecho a matar, es lo que discutió la sociedad en 1990, y lo que vuelve a discutirse ahora con ligeras variantes, luego de que Rafael Moreno, el policía retirado del París Saint Garmain matara de un balazo en el abdomen al colectivero Sergio Díaz. Sólo cambia un poco el origen del impulso. Allí donde a Santos se le sale la cadena que venía conteniendo el asesino que llevaba adentro porque no puede escuchar música en su auto, Moreno interrumpe la música del vecindario porque invade la propiedad privada de su silencio navideño.
Aquella simpatía social por Santos reencarna ahora en la simpatía por Moreno. Pasa siempre. El argumento solipsista que lo justifica es el hartazgo. Me cansás: te mato. Me sacás la música, o me ponés la música: te mato. De nada sirve invocar las conductas más elementales de la civilización de cercanías, que se establece por escala de grados, según la cual escuchar música a todo volumen o robar estéreos es muchísimo más civilizado que matar a tiros a personas desarmadas.
Sin embargo, lo que parece estar en juego en estos sucesos es la defensa insular del individuo bajo la modalidad del extremismo exterminador. Y para que brote en alguien la necesidad de exterminar a otros no estando en peligro la vida propia ni la de los amados, sólo hace falta ilusionarse con una misión purificadora: que el mundo sea menos sucio (según el criterio de pureza del exterminador). El que va a matar como Santos y Moreno lo hace porque la combinación que surge del entrenamiento con armas, la manija mental atada a la paranoia racista y la voluntad de purificación busca que aquello a lo que se le apunta deje de existir.
El plan, siempre trágico, es también un poco irrisorio debido a que hay en el acto de exterminio una carga pesada de abstracción. Lo que se quiere matar es, en el fondo, una idea. La idea del ladrón sobrador de estéreos en el caso de Santos; o la idea del chofer de bondi cumbiero, en el caso de Moreno. El esfuerzo de ambos, cae bajo las luces del ridículo. Si a Santos le robaron el estéreo once veces, ¿qué soluciona matando solamente a los que se lo robaron una vez? Es evidente que lo que se mata, vuelve a crecer, o directamente no muere.
¿Y Moreno? Si como se está diciendo, una vez que le den la prisión domiciliaria va a ir a vivir a un barrio cerrado, ¿cómo va a reaccionar cuando en ese barrio haya una fiesta, como las hay todos los fines de semana? Y si le toca mudarse frente al Hipódromo de San Isidro, ¿qué va hacer con el Lollapallooza? ¿Va a ir a cagar a cohetazos a Justin Timberlike, a Alanis Morissette, a Chano Charpentier?
La calidad humana de las personas que matan como mataron Santos y Moreno está a la vista. Ni vale la pena esforzarse en precisar el desprecio que les cabe. Pero, ¿y la calidad de quienes los apoyan en nombre de una legítima defensa alucinógena, sean personas anónimas o caricaturas públicas como la nerviosísima Florencia Arietto, siempre agarrada a una liana diferente a cambio de que cuelgue del presupuesto público?
Mientras los médicos forenses trabajaban en el cadáver de Sergio Díaz, se hizo oír en tono de “voz de la experiencia” un ser humano que responde al nombre de Agustín Rodríguez y al sobrenombre de Otto Dog. Es un charlatán indignista-ignorantista, o sea un sabelotodista, que vocifera posiciones inamovibles, como de clavo sin cabeza clavado en las cabreadas de los lugares comunes, siempre que estos sean prueba fehaciente de intolerancia.
Lo recibe, lo apaña y quizás le pague bien Alejandro Fantino en Neura, donde el ser humano Dog es columnista, o más bien la columna en la que Fantino se rasca y se apoya para ofrecernos simulacros de posiciones moderadas, de contención del Dog, allí donde el Dog quiere salir a matar gente.
Así es el negocio del entretenimiento sórdido: reproducir y amplificar exponencialmente las discusiones y las diferencias de la vida cotidiana. En el caso de Fantino, gratis, ¿qué duda hay? Sólo lo hace para honrar, como siempre, al pueblo en el que nació, a los amigos de toda la vida, a los “gringos” santafesinos que son el techo de la especie, a los códigos de varones con calle y barrio, y -últimamente- a la querida Universidad de Buenos Aires, donde se recibió de Nietzsche y de Newton.
Otto Dog le expresa sus “pensamientos” sobre el asesinato de Díaz: “Te tienen que respetar, Ale”, en alusión a lo bien que se hizo respetar Moreno, revólver en mano. Fantino, ya embutido en el personaje ideado para simular la contención de Dog pero permitiéndole que destile hasta la última gota de su salvajismo, que también parece simulado, le contesta: “Respetame vos, que estoy poniendo música”. Y ahí ya comienza el show, en el que pasan de una discusión sobre un tema trágico a una farsa de discusión entre ellos. Fantino de un lado, Otto Dog del otro y, en el medio, la sensación nauseabunda de que no les importa aquello de lo que están hablando, sino que las posiciones que simulan mantener estén lo suficientemente distanciadas para que nada pueda acercarlas. Están captando visualizaciones.
Otto Dog cuenta que una vez salió de su casa de San Isidro a romperle el parlante con un palo a un vecino que escuchaba música con el volumen alto. Fantino, que una vez que entra en al personaje le cuesta salir, sigue encarnando al que escucha música: “Venís a apagarme el parlante con un palo. Pero ¿quién sos, boludo?”. Otto Dog, replica: “Y vos, ¿quién sos, que me ponés el parlante y no me dejás hablar?”. Finalmente, Fantino, volviendo en sí, digamos en la realidad de Neura, le dice a Otto Dog sonriendo, su manera de aprobar la performance: “Estás mal, boludo”. La obra termina. Los dos “bandos”, el de los que mueren y el de los que matan, han sido equitativamente defendidos.
JJB/MF
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