Sobre la existencia de los argentinos en el exterior
A partir de la página 88 de Viaje al fin de la noche (Buenos Aires, Edhasa, 2016), de Louis-Ferdinand Celine, se suceden comentarios sobre “los argentinos”. Celine dice que los argentinos, en París, “bajaban de los barrios privilegiados para proveerse en sus tiendas de calzoncillos y camisas”, “causaban inquietud animal”, “profesaban hacia nuestros grandes chefs una admiración infinita”, “eran alegres y generosos”, cantaban en “un estruendoso español”. Percepciones más bien de color que el rey de la literatura de la voz distribuye con cordialidad para luego descargar su golpe a traición: “los argentinos ya no existen”. Al modo de la efímera, no terminan de nacer que ya caen fulminados, irradiados por el esplendor al que los llevó el comercio de la carne congelada.
“Tarde o temprano te tiene que ocurrir que te clasifiquen”, dice Celine, hablando de temas más generales (tan generales como él) en ese libro que se despacha contra su antimateria poética llamada Marcel Proust. Lo califica de “espectro a medias” perdido en la futilidad mundana.
Su caracterización de los jeques de la ganadería argentina se corresponde con la de unos contingentes que tenían las proporciones de una “fuerza de la naturaleza”, más o menos lo mismo que podría haberse dicho de los gauchos o de los indios salvajes de las pampas o, incluso, de sus caballos desbocados.
El libro de Celine se publicó en 1932 pero su historia transcurre sobre el final de la Primera Guerra, bajo la presidencia de la Sociedad Rural Argentina de Joaquín de Anchorena, autoridad afectiva de los argentinos que buscaban refinamiento en los cabarets, restaurantes y camiserías de Francia.
Siete años antes de su publicación, ocurrió la gira de Francisco Canaro por París, en la que él y los músicos de su orquesta de tango tuvieron que disfrazarse con botas de gaucho, chiripá y facón en rastra, y recitar el Martín Fierro para cumplir con la categoría “rubro de atracción” que exigían las autoridades a los músicos extranjeros.
“Rubro de atracción”. Vaya manera piadosa de llamarlos “fenómenos”. Sea por los disfraces obligados de Canaro y sus músicos, o por la mirada penetrante de Celine para detectar brutalidades argentinas, no parece haber dudas de que el anhelo de civilización, visto desde la perspectiva del supuesto civilizado, es un derivación del provincianismo.
La gira de Canaro fue reportada con hurras por Fernando Ortiz Echagüe, corresponsal en París de La Nación. A esto quería llegar para considerar la idea de “los argentinos que triunfan en el exterior” (o fracasan en el exterior; o, simplemente, van al exterior, siempre para mejor) como el no va más de un reflejo provinciano con sus raíces clavadas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y sus usinas de divulgación recalentándose en La Nación, órgano de divulgación del buen vivir al que voy a citar, por lo que les pido que se acomoden en sus asientos y apaguen sus teléfonos móviles: “Unos días antes de partir, Esmeralda Mitre (34) –quien repartirá su días entre Buenos Aires y Berlín– acompañó a su marido, Darío Lóperfido (52), a la embajada de Alemania. Fue el jueves 23, al atardecer, cuando el embajador Bernhard Graf von Waldersee dio un cóctel en honor al ex ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, quien a principios de febrero fue designado representante especial para la cultura en Alemania. ‘En estos momentos de frivolidad en el mundo, en los que se confunde espectáculo con cultura, Alemania es un modelo admirable y Berlín es mi casa’, dijo Lopérfido en su discurso”. Bueh.
Este lenguaje del siglo XIX que honra la libertad de cóctel que mueve al mundo y a la civilización y a sus hombres irreemplazables, y que no confunde cultura con espectáculo, fue empleado en un texto que no sé a qué género endilgárselo (por eso se lo voy a endilgar al pasado), publicado el 10 de marzo de 2017.
Al margen de que una mudanza de Lopérfido, y más si es internacional, es para mí un asunto de Estado, hay una tendencia de La Nación desde su origen a exaltar su provincianismo y hasta lo que podemos llamar su “periferismo”. Su devoción por las mitologías trilladas de la civilización sólo se compara en intensidad con el dolor que le producen las desventajas comparativas de vivir en la Argentina.
En marzo de 2016, La Nación, que sin dudas debió llamarse La Ciudad, por no decir El Puerto, invirtió sus recursos humanos, su tradición liberal y el prestigio de su marca comprometida sin desmayos en la defensa del orden democrático en componer un ranking que revelara cuánto había que trabajar para comprar un iPhone 6. Me quedo con este corte de amoladora: en Nueva York, 24 horas; en Buenos Aires, 160 horas. Así no podía ser posible sentirle el gusto a ser argentino en 2016. Tampoco en 2019, cuando Infobae actualizó este cuadro de canasta electrónica básica y de las 160 horas de esclavitud moderna a cambio del caduco iPhone 6, pasamos a necesitar 194 para el iPhone XS, mientras que un chileno podía tenerlo con sólo trabajar 82 horas.
Hoy, inspirados en el progreso de una ciencia aún sin nombre que le da a los consumos de bienes “de pertenencia” el valor de una moneda, podemos decir que ya tenemos el índice iPhone como antes tuvimos el índice McDonald’s. Gracias, dios, si existís, por tu generosidad.
Para La Nación hay un solo ciudadano, mejor dicho una ciudadana, capaz de consumar el imposible de vivir en la Argentina inviable, de espaldas al mundo, sin el corazón en la boca: Juliana Awada. Vayan como muestra de viabilidad y despreocupación silvestre estos ejemplos alineados desde el 1° de noviembre al 15 de diciembre de 2020: 1) “El ingrediente especial que Juliana Awada le pone al mate”, 2) “Cranberry: cómo es el fruto que elige Juliana Awada para sus desayunos y meriendas”, 3) “Juliana Awada compartió imágenes de un almuerzo con un final bien argentino”, 4) “Juliana Awada mostró el singular ingrediente que crece en su jardín”, 5) “Juliana Awada mostró el ritual que hace para arrancar el día con ‘buena energía’”, 6) “Juliana Awada compartió una tarde de juego con Antonia en el jardín de su casa”, 7) “Juliana Awada tomó clases de cocina con una famosa chef: qué preparó”, 8) “El look chic y relajado de Juliana Awada para leer en su casa”, 9) “De la huerta a la mesa: las recetas saludables que prepara Juliana Awada con sus propios vegetales”, 10) “Tarde de amigas: Juliana Awada y María Vázquez compartieron un hobby primaveral”, 11) “Descalza y relajada Juliana Awada mostró cómo pasa su feriado en la redes”, 12) “‘Orgullosa de vos’: Juliana Awada compartió la entrega de diplomas de su hija Antonia”, 13) “Juliana Awada se adelantó y ya preparó la mesa de Navidad”.
No parece muy healthy que digamos servir el pionono, el vitel toné, la mayonesa de atún y la Fresita que tanto gusta en las mesas de la aristocracia diez días antes de Navidad, que es la fecha que La Nación señala como la del adelantamiento de Awada. Además, quisiera que se me permita hacer una pregunta: ¿Cuántas horas hay que trabajar en la Argentina para que, por ejemplo, entre un 1° de noviembre y un 15 de diciembre, se pueda tomar mate con ingredientes especiales, desayunar con cranberrys de cosecha propia, almorzar, merendar, compartir hobbys, relajarse, jugar con los niños, tener buena energía, tomar clases de cocina con famoso chef, preparar recetas saludables, sonreír con la sonrisa fija de la que hablaba César Aira, andar descalzo y leer echado sobre el parque, rodeado de pétalos de jacarandá y alguna hormiga colorada fuera de control? Y más allá del tiempo de trabajo que piden estos 45 días de relax, ¿no es más o menos como triunfar en el exterior? Y el deseo de “triunfar en el exterior”, de no ser por fin argentino, cómo si quien lo fuera pudiera evitarlo, ¿no es, antes que cualquier otra cosa, un sueño de identificación?
Germán García se lamentaba de que el Fausto, de Estanislao del Campo, donde un gaucho le cuenta a otro una obra de la que ignora su prestigio, no hubiera sido un manifiesto de la cultura argentina. El Martín Fierro, a pesar de su hermosura, es demasiado serio. Necesitamos parodia, como la de Fausto, que es lo que García ve como aquello que podría despertarnos del sueño de la identificación. Aunque, de algún modo, en la huerta de Juliana Awada, y por la insistencia de La Nación, ¿no crece como un hongo la parodia de la mujer chic?
¿Qué es la identificación? Una idolatría. No ha de faltar la mujer que siga los protocolos de la Argentina viable by Juliana Awada, y desayune con cranberrys y lea en posiciones traumáticas sobre los resortes de una grama brasilera. ¿Para qué? Para adquirir una identidad importada. La idea de la Argentina como país incapaz de sustituir importaciones (cualquiera: autos, moda, ideas) es lo que Germán García agrega a la falta de parodia como elementos del problema nacional.
Algo le pasa hoy a La Nación que no entiende sus propios chistes, aventura en la que lo acompañan sus lectores ahogados en un mar de seriedad. Quizás esta historia de identificación idolátrica con El Mundo, asumiendo el triste rol de amador periférico, de groupie de la civilización, haya comenzado en la falta de conexión de Estanislao del Campo con Bartolomé Mitre, cuando este fundó el diario Los Debates después de la Batalla de Caseros, donde le publicaba poemas a aquel.
El modelo que cuaja en la cultura, oxigenado por las clases confortables, es el de la imitación. Hay que añorar los estímulos de la civilización como si fueran frutos de la naturaleza, adorarlos, absorberlos, calcarlos, regarlos como los cranberrys de Awada, y hacerlos propios hasta la parodia. No importa que el resultado sea un chiste fúnebre. Porque en la imitación, y en la identificación, que es la imitación en estado de identidad fallida, hay un deseo enfermizo que consiste en depositar toda la fe en un imposible: ser otro.
Para ser otro tipo de argentino, un argentino sano, un argentino del mundo, hay que manifestar ese deseo de identificación y operar afuera. La Nación no dejará que se apague el fuego sagrado de flashear triunfos de individuos argentinos en el extranjero. El artículo publicado el último 25 de enero, “Es salteño: fue tenista profesional, se mudó a Tennessee y preparó un asado para Obama”, es una pieza memorable de ese tipo de ambiciones. Es cierto que fue muy triste que el asador todavía esté esperando que llegue Obama. Pero, ¿a qué presidente de Estados Unidos no hay que tenerle la vela?
Mejor que al asador le fue a la maestra de Baradero. Que lo diga, si no, La Nación del 3 de diciembre de 2020: “Se fue a Estados Unidos a trabajar como maestra y el sueldo le sobra: ‘En un año me compré diez pares de zapatillas’”. Diez pares. Diez. O sea: veinte unidades para dos pies argentinos. Eso sí es pisar fuerte en el extranjero, y postular un criterio de acumulación sin correspondencia con el principio de necesidad. Esa diferencia de cantidades entre una persona calzada y una zapatera, entre el fracaso local y el triunfo en El Mundo, es lo que distingue a una maestra bonaerense de una de Carolina del Norte. En cuanto a las calidades, se gana mucho en cualquier parte no siendo argentino.
JJB
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