¿Qué hay de educativo en el debate por la presencialidad?
El ingreso del tema educativo en el debate público resulta esporádico y casi siempre vinculado al conflicto y a la crítica. Los paros docentes son el ejemplo más paradigmático, pero lo mismo sucede con los resultados de las pruebas estandarizadas y el rendimiento estudiantil y, junto a ellas, al compromiso y la formación docente. Difícilmente vemos que la educación aparezca como un asunto que genere curiosidad, que despierte atracción o que seduzca a públicos no especializados.
Lo curioso, sin embargo, es que sobre esas críticas o ese desinterés, sobrevive una fe casi ciega en la escuela y sus efectos. Podríamos resumir ese acto de fe en una idea que repiten actores de un lado y el otro de la grieta: la escuela (en singular, aparentemente única y común) es garantía de futuro de un país. También puede aparecer formulado de esta otra forma: la escuela es una de las pocas instituciones capaces aún de transformar sujetos y realidades (aunque, probablemente, tampoco sean tan únicas ni tan comunes las aspiraciones en torno a ese futuro ni esas transformaciones).
Desde hace dos meses, la discusión sobre las clases, presenciales o virtuales, es uno de los temas más controversiales de la agenda política. Dirigentes, periodistas, especialistas en el arte de opinar suelen argumentar dicotómicamente a favor de una y otra posición, tomando como principal referencia para el análisis sus propias experiencias o las de quienes los rodean. Y aunque esos argumentos parecen estar hablando de los problemas que atraviesa la educación argentina en sus diferentes niveles, lo extraño es que raramente la conversación está atravesada por algún asunto educativo. Más bien lo que se observa es que se discute de todo menos de educación: del federalismo, la polarización política, la crisis sanitaria y de cuidados, la desigualdad social y de género, la brecha digital, los efectos psicológicos de la pandemia o cómo nos gustaría que sea (y no es) nuestra realidad cotidiana.
Entonces, ¿qué quiere decir que el problema educativo entró en la agenda? En un contexto de pandemia se está discutiendo cuál es la mejor estrategia para bajar la circulación de un virus de alta transmisibilidad. Bajar el encuentro de personas representa una tensión entre sectores y como toda tensión implica negociaciones. En ese sentido, la discusión sobre “las clases” hoy expresa más bien cómo estos distintos actores negocian y cómo se ajustan necesidades e intereses contrapuestos. Y por eso, la presencialidad, la virtualidad, el sistema mixto, no se definen como el mejor sistema educativo per se ni en general, sino como la mejor de las peores opciones que se pueden definir en un contexto de crisis (nadie pone en dudas la esencialidad de la escuela o la importancia del encuentro entre personas).
El problema es que, en este marco, la discusión viene adquiriendo algunos giros bastante confusos. Por ejemplo, en estos días, es común encontrarse con dirigentes de espacios partidarios que se han enfrentado abiertamente al sistema de educación público argentino (a sus actores, sus instituciones, sus tradiciones) o que han mantenido una política de reducción presupuestaria sostenida en el tiempo, presentar la suspensión temporal de la presencialidad como el factor fundante de la segmentación educativa. E incluso más, vemos que se describe esa segmentación como si se tratara de un problema actual (y no histórico), local (y no mundial) y desvinculado de toda otra política no educativa.
Y por eso, la presencialidad, la virtualidad, el sistema mixto, no se definen como el mejor sistema educativo per se ni en general, sino como la mejor de las peores opciones que se pueden definir en un contexto de crisis
Del mismo modo, ciertos medios de comunicación retratan las profundas (y diversas) desigualdades que atraviesan a nuestros niños, niñas y adolescentes, reduciendo los abismos entre sus realidades a la discusión sobre los efectos de la virtualidad. Allí donde el dilema se presenta entre “educación por whatsapp o educación por zoom”, se vislumbra de fondo una diferencia de oportunidades marcada por muchas otras cuestiones determinantes: el barrio en el que se crían, el acceso de sus padres al trabajo, las condiciones habitacionales de sus hogares, la posibilidad de contar con tiempo libre, el acceso a una salud de calidad. Diferencias que, por otro lado, también tienen sus propias expresiones en “la escuela” durante la presencialidad. Porque las escuelas, aunque el término se haya puesto de moda, no funcionan como burbujas de nuestra sociedad.
Otro de los argumentos en defensa de la presencialidad sin importar los números de contagios y muertes es el temor por “la pérdida” de tiempo, de ritmo, de contenidos, como si allí se alojara la posibilidad de un “embrutecimiento” de nuestras próximas generaciones. En respuesta a ese peligro, se apela a sostener la presencialidad a como dé lugar y tratar de aprovechar el tiempo del que disponemos para enseñar los contenidos pautados. Pero si bien todos/as quisiéramos que nuestros mundos no estén cruzados por crisis como esta, hacer como si nada estuviera pasando (o que lo que sucede no interfiere con la tarea educativa) no parece una empresa exitosa ni deseable.
Aunque las escuelas sean espacios en los que el tiempo productivo se suspende y los roles cambian, los límites entre el adentro y el afuera resultan mucho más porosos de lo que a veces queremos ser conscientes. Y aceptar esto no supone, en ningún caso, resignarse a no ofrecer experiencias de calidad ni dejar que el contexto se apodere del objeto de enseñanza. Como sabemos, los procesos formativos son largos (no aprendemos todos/as todo al mismo tiempo ni de la misma forma) y si hoy no aprendemos algo específico, lo podremos hacer más adelante siempre y cuando generemos las condiciones de posibilidad para todas/os nuestros estudiantes.
Justamente por eso, quizá este sea un buen momento para priorizar aprendizajes que sean la base de cualquier otro aprendizaje futuro. Revisar nuestros criterios de selección y centrarnos en privilegiar contenidos y experiencias centrales, aquellos que son la base de otros y que permitan robustecer el lazo social y los vínculos de responsabilidad mutua, que colaboren con la formación de sociedades integradas, que no dejan por fuera a nadie, que tiendan a priorizar el bienestar colectivo por sobre los privilegios individuales. Y hacer todo eso mientras se aprende a escribir o a calcular. Dicho de otro modo, tal vez sea el momento de desacelerar en la carrera por cubrir los contenidos de los programas y volver a pensar a la escuela como el espacio que democratiza el tiempo no productivo, pero por sobre todo como la institución que posibilita el encuentro con otros/as y sus mundos.
Entonces, para cerrar, ¿qué hay de educativo en este debate? Lo primero es lo ya dicho: la pandemia puso ante nuestros ojos un problema de desigualdad social y educativa que no es novedoso y que parece haberse pronunciado durante la crisis sanitaria. Junto a esa ampliación de las desigualdades materiales y reales entre las personas (y por ende, entre estudiantes), queda aún pendiente saber si se amplió también nuestra voluntad real para construir una sociedad más justa. Si más allá de la indignación aparente por la desigualdad social y educativa, existe un interés práctico y cotidiano de afrontar estas nuevas y viejas injusticias, y de encontrar la imaginación política necesaria en un momento de escasez de recursos. Y en ese marco, la pregunta por el rol de la escuela, por lo que en ella se puede aprender y se puede enseñar, por lo que podemos ofrecerles a los/as recién llegados para comprender, moverse y mejorar el mundo que les toca, sí que resulta fundamental.
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