Maduro dinamitó el último puente de regreso a la democracia
Desde el inicio de la primera presidencia de Hugo Chávez, más de 25 años atrás, voces liberales y conservadoras han intentado que el debate sobre Venezuela se perfilara sobre la proclamación o el rechazo a un rótulo: ¿es una dictadura?
El forcejeo sobre el chavismo excedió con creces el interés sobre la política de Venezuela. Las figuras de Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, fueron utilizadas persistentemente como un tamiz ordenador de la escena política de América Latina e incluso merodeó el debate en democracias de Europa. Si a Chávez o Maduro les cabía el lugar del dictador, el estigma contagiaba a los liderazgos de izquierda y progresistas que se hicieron fuertes en el subcontinente las primeras dos décadas del siglo.
El dato de que el señalamiento proviniera de estamentos políticos y mediáticos cuyo frenesí por las reglas de la democracia comenzara y acabara en Venezuela no invalida la pregunta en sí misma.
Es cierto: esos diputados, esos panelistas exaltados, esas ONG de cartón, esos editoriales impostados demostraron nula preocupación por los crímenes masivos de lesa humanidad cometidos por militares y paramilitares colombianos bajo Gobiernos de derecha, o por el Ejército boliviano que empujó a Jeanine Áñez a la presidencia en 2019 y de inmediato desató una cacería, o por la continuidad de la política por memoria, verdad y justicia en Argentina. Por supuesto que a los diputados de Javier Milei que visitaron en la cárcel a represores siniestros como Alfredo Astiz y Antonio Pernías no les interesan en absoluto la libertad y la ley. Ocurre que el cinismo de quien plantea el interrogante no exime de la respuesta a quien asume principios democráticos como un pilar de la inclusión social.
Durante los primeros años de la denominada Revolución Bolivariana, el cuestionamiento a las credenciales democráticas de Chávez resultó absurdo.
El sistema mediático venezolano a pleno, la dirigencia de los partidos tradicionales, las cámaras empresariales y las embajadas de George W. Bush y José María Aznar en Caracas dejaron sus huellas marcadas en el fallido golpe de Estado de abril de 2002.
Si Chávez era un líder histriónico y personalista que tensaba las reglas, montado sobre su gran popularidad en segmentos de la población que habían sido excluidos desde siempre de la vida cívica de Venezuela, sus opositores propiciaban una dictadura militar clásica o comandada por algún títere oscuro. El grupo golpista decidió televisarse mientras brindaba con champagne el éxito de la asonada, pero las barriadas de Caracas supieron lo que estaba en juego y le arruinaron el festejo.
La historia continuó con una profundización de los que habían sido atisbos autoritarios de Chávez, en particular, en lo referido a los medios de comunicación y el poder judicial. La prensa golpista —90% de los diarios, canales y radios— fue crecientemente desarticulada mediante compra, asfixia económica o pacto con sus dueños, a la vez que el Estado forjaba una red de medios públicos de tinte oficialista. No obstante, las voces opositoras, con la dosis de agravio cotidiano en que se desenvolvía la vida política de Venezuela, tuvieron canales de expresión que se mantuvieron en pie durante varios años.
Si Chávez era un líder histriónico y personalista que tensaba las reglas, sus opositores propiciaban una dictadura militar clásica o comandada por algún títere oscuro
La oposición lo intentó todo, con el inconveniente de que había quedado escaldada por el golpe de 2002. El menú de herramientas incluyó la financiación de parte de entes estatales norteamericanos a través de sellos políticos, medios y pantallas de ONG, hasta alternativas para vencer a Chávez por vías que no incluyeran urnas.
A la hora de las elecciones, el presidente bolivariano ganó una y otra vez, y cuando no lo hizo por menos de un punto porcentual, como en el referéndum constitucional de 2007, lo reconoció de inmediato.
La pregunta no se rindió. Chavez, con varios años en el Palacio Miraflores, ¿se había vuelto un dictador?
El panorama mediático dominado por la oposición de principios de siglo viró a una paleta inversa. Hacia 2010, las voces críticas pasaron a ser franca minoría.
El Gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) aceleró una práctica reñida con un aspecto básico de la democracia. Manuel Rosales, Henrique Capriles, Antonio Ledezma, Leopoldo López y una larga lista sufrieron el veto para presentarse a elecciones o desarrollar una vida política normal. Cuando no fue el impedimento explícito, se trató de vaciarles el cargo en un municipio o gobernación ganado en las urnas.
Ya convertido en un régimen que accionaba con los tres poderes del Estado, el chavismo expuso argumentos en algunos casos verosímiles para el veto de sus adversarios. En general, su involucramiento en guarimbas (barricadas) y múltiples intentos de derrocamiento que ocasionaron centenares de muertes a lo largo de los años, con especial saña hacia los humildes que adherían a Chávez y Maduro. La contracara fueron los colectivos paraestatales, igualmente violentos con sus adversarios, pero el Poder Judicial bolivariano no encontró elementos para inhabilitar a nadie del oficialismo..
Parte del antichavismo fue coherente mientras hubo elecciones con escrutinio limpio. Nunca aceptó el veredicto de las urnas y se privó siempre de demostrar un atisbo serio de fraude.
Después de Chávez
El caristmático líder murió en marzo de 2013 y al mes siguiente se celebraron elecciones presidenciales, con Maduro como candidato. Ganó por una ínfima diferencia. Para variar, la oposición desconoció el resultado.
En 2015, la opositora Mesa de Unidad Democrática ganó las elecciones parlamentarias, segundo triunfo opositor en la era chavista tras aquél de la constituyente de 2007.
Maduro aceptó el resultado, pero vació al Congreso de funciones mediante el artilugio burdo de asignar la función legislativa a una Asamblea Constituyente electa en 2017, cuya composición no obedeció al reparto proporcional y benefició a aliados del PSUV.
Así, en 2019, salió al a luz pública Juan Guaidó, un diputado de segundo orden que resultó electo presidente por la Asamblea Nacional que había sido desvirtuada por la treta constituyente de Maduro.
Guaidó, un personaje sórdido, volvió a intentarlo todo, de la mano de la Casa Blanca y de la trama reaccionaria que comenzaba a crecer en América Latina. Con su participación o anuencia, arremetió la asfixia económica a través de un bloqueo orquestado por Washington, la confiscación de reservas internacionales en Londres, un intento de golpe privado con mercenarios financiados desde Miami y el intento de instauración de una presidencia paralela que terminó en el fiasco de la corrupción a gran escala.
A esa altura, el régimen había arrinconado a la mínima expresión a las voces mediáticas críticas u opositoras. Con el Poder Legislativo sustituido, sin libertad de prensa, jueces obedientes, la pregunta sobre la “dictadura” subió otro peldaño de legitimidad.
El mismo año del lanzamiento de Guaidó al estrellato, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, a cargo de Michelle Bachelet, emitió un informe en el que señaló graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, sobre todo, a partir de 2016: torturas, detenciones arbitrarias por motivos políticos, reclusiones en condiciones inhumanas, represión violenta de las protestas, asesinatos y violencia sexual. Miles de víctimas directas registradas en el relevamiento más importante sobre los derechos humanos en Venezuela, aunque no fue el único.
La derecha que lo acusaba se permitía una ráfaga de convicción cívica para compararlo con Augusto Pinochet, sólo como un ardid infame. El término dictadura es demasiado serio para malversarlo y dejarlo en manos de sus propagandistas
Organizaciones internacionales, como Amnistía Internacional, que denuncian las atrocidades de Israel en Gaza, la violación de los derechos humanos en Colombia y los desbordes autoritarios de Gobiernos como los de Mauricio Macri y la derecha chilena, también señalaron con precisión los crímenes cometidos por el Estado venezolano.
Una tarea esencial del periodismo es elegir las palabras para ayudar a entender la realidad con todas sus graduaciones. Una prensa volcada a lanzar agravios y etiquetas como bengalas puede avivar las llamas, pero se aleja de su objetivo de informar e interpretar.
La acusación de que el primer Gobierno de Chávez era una dictadura hablaba más de la derecha golpista que lo acusaba que del presidente de izquierda. Una década después, con el chavismo al mando de casi todos los resortes del Estado, había elementos nítidos para describir su autoritarismo en el marco de una democracia degradada. Comicios relativamente libres, escrutinios auditados y un Gobierno con interlocución en foros latinoamericanos como Unasur, Mercosur y CELAC, integrados por pares de distintas tendencias, electos por voto popular, alejaban a su administración de identificaciones con regímenes dictatoriales que habían cometido atrocidades. La derecha que lo acusaba se permitía una ráfaga de convicción cívica para compararlo con su otrora admirado Augusto Pinochet, sólo como un ardid infame. El término dictadura es demasiado serio para malversarlo y dejarlo en manos de sus propagandistas.
En los años de Maduro siguieron más elecciones en las que la oposición realizó apuestas fallidas y quedó presa de quienes apostaron históricamente por el choque abierto con letra suministrada en Miami, comenzando por María Corina Machado.
La elección del domingo resultó inédita para cualquier democracia que al menos pretenda salvar las formas. La proclamación de un vencedor por parte de una autoridad electoral que arroja dos porcentajes al voleo, mal sumados, sin ningún tipo de respaldo, es intolerable. Se trata de un montaje del que ya no hay vuelta atrás, salvo un resquebrajamiento interno de los que aceleran el final de regímenes autoritarios.
Machado, esta vez, aceptó las reglas. Incluso tramitó arbitrariedades como el veto aplicado a su propia candidatura, y siguió adelante con el sustituto Edmundo González Urrutia. Los reproches a la actuación de Machado en las últimas dos décadas y media son válidos en el intercambio político, pero su papel el domingo correspondió al de una opositora que reclama garantías elementales.
La proclamación del triunfo por parte de González Urrutia y Machado por un margen “70-30” está lejos de estar probada. La oposición no fue más precisa que el Gobierno para dar por definido el conteo, pero en un sistema democrático, la transparencia del escrutinio corresponde a la autoridad electoral.
Con los antecedentes de Venezuela, si la escena sigue su curso, cabe esperar lo peor. Acaso decenas de muertes, centenares o miles de detenidos (ya se cuentan unos 800), balas perdidas sobre los más indefensos y dosis masivas de desesperanza para una sociedad agobiada, que vio partir a unos siete millones de compatriotas.
Maduro acaba de quemar la última nave que lo podía salvar de quedar en la historia como un dictador.
SL
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