No es sangre, es rojo
Vamos a desplegar sobre este desierto de caracteres un breve concurso de preguntas y respuestas sobre la vida y la muerte de la Nación argentina al que llamaremos “¿Quién lo dijo?”. Va con la ayuda de una trivia, dado que los lectores de diarios son medio de madera. Ojo que es largo. Arranquemos.
“Esta era la única alternativa posible frente el deterioro producido por el desgobierno, la corrupción y la complacencia”. ¿Lo dijo Elisa Carrió, Margarita Stolbitzer o Yanina Latorre? “Actuamos con mesura, responsabilidad, firmeza y equilibrio”. ¿Lo dijo Fernando De la Rúa, Raúl Alfonsín o Martín Demichelis? “Es el cierre definitivo de un ciclo histórico y la apertura de uno nuevo” ¿Lo dijo Marcos Peña, Ricardo Caruso Lombardi o Carlos Menem?
“Nunca fue tan grande el desorden ni la corrupción administrativa”. ¿Lo dijo Antonio Laje, Antonio Laje o Antonio Laje? “Por primera vez se llegó al borde de la cesación de pagos”. ¿Lo dijo Domingo Cavallo, Nicolás Dujovne o Willy Kohan? “Para nosotros, el respeto de los Derechos Humanos no nace solo del mandato de la ley ni de las declaraciones internacionales, sino que es la resultante de nuestra cristiana y profunda convicción acerca de la preeminente dignidad del hombre como valor fundamental”. ¿Lo dijo Adolfo Pérez Esquivel, Julio César Strassera o Estela de Carlotto?
“Asumimos el ejercicio pleno de la libertad”. ¿Lo dijo Charly García, Marta Minujín o Lizzy Tagliani? “A la hora de la distribución vamos a defender los derechos de los trabajadores con la misma firmeza que hoy evidenciamos para exigir su esfuerzo”. ¿Lo dijo Hugo Moyano, Pablo Moyano o Facundo Moyano? “La eficacia en el servicio público es la excepción y la ineficacia es la norma”. ¿Lo dijo Bernardo Neustadt, Iñaki Gutiérrez o la novia de Iñaki Gutiérrez?
“La cultura será impulsada y enriquecida”. ¿Lo dijo Hernán Lombardi, León Gieco o Jorge Corona? “Tendremos un sentido cabal de la justicia social”. ¿Lo dijo Juan Domingo Perón, Eva Perón o Marta Holgado? “Por una reorganización futura que nos permita el ejercicio de la democracia con representatividad, sentido federalista y concepción republicana”. ¿Lo dijo Juan Bautista Alberdi, Dalmacio Vélez Sarsfield o Víctor Stinfale? “Los compatriotas han dejado de creer en la palabra de sus gobernantes”. ¿Lo dijo Chirolita, Polvorita o Luis Majul?
No se gasten. El único autor de todas estas citas se llama Jorge Rafael Videla, y fueron extraídas de su primer discurso como matarife de la República Argentina, leído el 24 de marzo de 1976 con una sola interrupción, a los 13 minutos, cuando por unos segundos detuvo el curso de su palabrerío para limpiarse los mocos. Ser los mocos de Videla: tremendo destino.
La oscuridad de Videla, la de base, la de origen, la anterior a su carrera militar y política debe tener mil capítulos. Pero basta con recordar lo que nos recuerda Martín Kohan en su novela Confesión (Anagrama, 2020): que se llamó Jorge Rafael porque antes de que naciera murieron dos de sus hermanos, Jorge y Rafael, con cuyos nombres sus padres ungieron de manteca fúnebre el suyo.
Pero el discurso de Videla de hace 48 años tiene un ancla en cada charco. Lo que pone en el escenario del juicio el género discurso. ¿Qué no se puede decir en un discurso? Es por lo imposible que postula, por su voluntad ridícula de totalidad, por sus agachadas y por su manera de retorcer las palabras detrás de la cuales se esconden los actos como si los tapara un ligustro, que lo mejor que podrían hacer hoy los discursos es llamarse a silencio.
En el debut de Videla como estadista del crimen se repite dos veces (es la única frase que repite): “Llegó la hora de la verdad”, como si dijese “llegó la hora del té”
Por algo Roland Barthes, el rey mundial de la lectura, los comparó con un motociclista metiendo cortes con su moto en una plaza de pueblo a la hora de la siesta. El discurso es una molestia, una mancha en el sentido, un ruido de motor que quema mal.
Quizás la política debería abandonar para siempre el género que la hundió (esto también va para el arte). Y que lo reemplace con cualquier cosa: con el chisme, los sonetos, la logorrea confesional. Cualquier cosa es más verdadera que un discurso, vehículo fundido del “hacer creer” a un mundo de incrédulos. Que cada político diga su verdad, y la mierda.
En el debut de Videla como estadista del crimen se repite dos veces (es la única frase que repite): “Llegó la hora de la verdad”, como si dijese “llegó la hora del té”. Además de que está mintiendo, porque no hay ninguna hora de la verdad en un discurso, también es una alusión vaporosa a La hora de la espada, el programa golpista que leyó Leopoldo Lugones en diciembre de 1924 en conmemoración del centenario de la Batalla de Ayacucho: “Señores: Dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz, ideología. Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo”.
A diferencia del léxico de idiota encuartaledo que emplea Videla (¿alguien sabrá quién escribió ese discurso?), el de Lugones, aun relamiéndose por el futuro que le trae en sueños la caída de Hipólito Irigoyen de 1930, no le impide honrar las blanduras de “el solitario cisne del estanque”, de Rubén Darío, del que fue su epígono y su evolución. Le queda en común con el Carnicero de Mercedes, que murió en el inodoro como Elvis Presley (hasta Videla tuvo su momento rocker), la dureza común de la espada.
Hoy se ve un regreso naif del videlismo, oscurantismo armado que tuvo sus millones de adeptos silenciosos durante varios años, mal que le pese a la historiografía blanca de la Argentina. No tenía muchas ganas de pasar a contar cosas personales, pero hay sol afuera mientras escribo esto y me quiero sacar cuanto antes esta nota de encima. Así que voy a contar (otra vez; pero cada vez más breve) el episodio en el que Videla me besó.
Yo era abanderado de mi escuela (así estamos) y fui a hacer la Guardia Suiza con todos los colegios habidos en Junín. El Excelentísimo Señor Presidente de la Nación Argentina y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, salió la de la Municipalidad y repartió besos, a lo Sandro de América. Subió al auto oficial y fue a inaugurar una feria de la Sociedad Rural de Junín, en la que su presidente, Jorge Cogorno, habló de la “demagogia” y la “corrupción” que Videla había dejado atrás. Un discurso cuyas chispas de luz negra, todas de cepa moralista, no dejan de pronunciare desde La hora de la espada de Lugones. Es, sin duda, el cuento infantil que a la Argentina le gusta que le lean antes de hacer noni-noni.
Fue el 9 de julio de 1977. En las calles, miles de personas aparentemente normales festejaron emocionadas la existencia del Carnicero de Mercedes. Más no puedo decirles. Ahora, si la pregunta que hay que hacerse es si todo eso está de vuelta este 24 de marzo, le verdad es que la respuesta más lógica es: no. Lo que está de vuelta es cierta emoción evocativa, cierta ilusión de reencuentro y hasta cierta parodia de 1976.
Como les diría Jean-Luc Godard a quienes se impresionan con la sangre del cine: “No es sangre, es rojo”. Y así podríamos ir dinamitando analogías: un meme de Falcon verde no es un Falcón verde, Luis Petri no es Albano Harguindeguy ni el que fuma en seco es Ramón Camps. Tranca. No hay que exagerar, ni temer.
JJB/MF
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