‘Succession’, la caldera del Diablo
Todas las familias infelices son infelices cada una a su manera, ¿no? Succession, la serie de HBO que acaba de terminar hace poco es una muestra más de esta sentencia que hizo célebre Lev Tolstoi en el comienzo de Ana Karenina, una obra maestra de la literatura universal. Los Roy -el padre devorador, sus hijos que nunca parecen dar la talla de lo que el padre necesita- nos mostraron otro juego de mesa en la gran pantalla interactiva: hay que jugar a ver quién es el que llega a ser coronado, quién es el último en abandonar, como Elvis, el edificio.
Si bien Games of Thrones se trataba de lo mismo pero en otro planeta o galaxia muy lejana, influenciada por la imaginería medieval, y rodeada de ciertos condimentos sobrenaturales (Dragones, un hombre que resucitaba, muertos vivos, un enano parecido a Batistuta), la serie inspirada en los textos de George Martin tiene un final menos salvaje que Succession. De hecho, el bastardo Jon Snow al final es un rey de manera sanguínea y todos contentos.
En Succession, el mensaje de fondo es devastador quizá porque la serie está inspirada en las tragedias -y no las comedias- de Shakespeare. Succession es Shakesperare filmado por Cassavetes. Y la geografía donde sucede es nuestro mundo real, el mundo del capitalismo salvaje, donde dos otres tipos -sean familiares o no- se dividen las riquezas mientras los demás comen los restos. El capitalismo es tan impune que puede mostrar y hacer una serie genial sobre esto y tener una audiencia extraordinaria pero, en vez de producir estupor, consigue que la gente salga a buscar la ropa que usa Kendall Roy.
En término de guion creo que hay proezas narrativas en la serie. Los personajes nunca son estables, siempre tienen diferentes aristas. Nunca el punto de vista narrativo se queda en uno de ellos -aunque Kendall podría ser el personaje central- sino que como en las novelas de Flaubert, Tolstoi o Balzac- el narrador omnisciente va pintando un gran fresco de la clase social que quiere marcar en determinada época histórica.
Y la temporada final no da para nada esa sensación de que la serie está cansada o apurada. Se toma su tiempo. Succession es un gran loop narrativo -siempre pasa los mismo desde el piloto, los hermanos quieren el trono del padre, les cuesta conseguirlo, se pelean entre ellos- . Lo único que cambia es que las tensiones que hasta ahora se daban en el plano de las discusiones -la familia Roy y amigos se insultan con un ingenio exasperante- ahora pasan a las manos. En el final de la votación que va a mandar a Kendall y sus ambiciones al taller mecánico éste y Roman se agarran a golpes torpes en medio de una pecera desde donde el resto de los directivos los ven -se ve todo en succession, el capitalismo no necesita esconder nada- o, en otra escena memorable Tom y Greg, que son algo así como Tom y Jerry o Lucky y Pozzo en Esperando a Godot, se agarran a trompadas en el pequeño baño de la casa de Logan, el patriarca muerto.
Recuerden que Succession empieza con Logan meando la alfombra en medio de su casa, ni siquiera llega al baño. Es un perro rabioso que marca territorio todo el tiempo. Ser inmensamente rico es un crimen de lesa humanidad. Y estos personajes son despreciables. Entonces ¿Porque nos emocionamos con sus desdichas? Tal vez porque tengas la plata que tengas, el abrigo que tengas, muchos nos quedamos mirando el mar como Kendall, con la mirada perdida, vacíos por fuera y por dentro. Rodeados por un guardaespaldas que ahora nos tiene que cuidar del enemigo que crece en el otoño de nuestro descontento.
Cada capítulo final de las temporadas de Succession están titulados con versos de un poema largo, célebre y casi intraducible al español del poeta John Berryman. El poema se llama “77 cantos del sueño” y Berryman lo empezó a escribir cuando su vida era un desastre por el alcoholismo y cierta bipolaridad que lo hostigaba. Como muchos poetas de su generación -Robert Lowell, Delmore Schwartz, Silvia Plath- terminó mal. Lowell pasó una temporada recibiendo electroshocks y murió en un taxi. Plath metió la cabeza en el horno, Schwarts se desmoronó con el alcoholismo y Berryman se tiró de un puente –algo que Kendall parece estar pensando en la escena final- después de comprender, como dice un verso de “Dream song”, “la epistemología de la pérdida”. “La vida, amigo -dice Berryman en otro tramo de su largo poema-, es aburrida”.
FC
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