Del Watergate al Criptogate: los locos Gate, una familia muy normal

En 1973, Robert Hutchinson Finch −un republicano que trabajó en la campaña electoral de Richard Nixon de 1968−, dijo que el Watergate había sido para los políticos “como el Estrangulador de Boston para los vendedores a domicilio”. A partir de fines de la primavera boreal de 1972 se desencadenó una serie de investigaciones que llevaron a la renuncia del presidente Nixon, cuando en el hotel y complejo de oficinas Watergate en Washington D.C., cinco hombres fueron arrestados por espiar dentro de la sede del Comité Nacional Demócrata. El Watergate tuvo tal dimensión que, desde entonces hasta hoy, a todo engaño político se le da el sufijo de “Gate”. Por ejemplo, en Argentina, el “CorreoGate”, el “CuadernosGate”, o –el más reciente– “CriptoGate”.
A lo largo de las últimas seis semanas en el cargo, Nixon destinó sólo seis días a la Casa Blanca; pasaba por una funesta confusión personal e histórica. El Comité del Senado, que trabajaba sobre el pedido de impeachment, estaba escribiendo que el Watergate reflejaba “una alarmante indiferencia por parte de algunos altos cargos públicos, ante conceptos como la moralidad, la responsabilidad pública o la confianza”. Gerald Ford, Henry Kissinger y George Bush padre le dijeron que tenía que dimitir. Se tiende a pensar que cuando se sufre una derrota, todo se acaba, pero en realidad es apenas un comienzo.
El lóbrego drama nixoniano, que causó la muerte de 21 mil norteamericanos en el sudeste asiático, de 1 millón de vietnamitas, laosianos y camboyanos, y un padecimiento de dos años de angustia innecesaria a los estadounidenses, terminó finalmente el viernes 9 de agosto de 1974. “Señor secretario [le hablaba a Henry Kissinger]: A partir de este momento, dimito del cargo de presidente de Estados Unidos. Atentamente Richard Nixon”. Así de sucinto era el documento que certificaba el fin de su carrera política, a los 61 años.
Tres años después de su caída en desgracia, en 1977, un “artista” británico, David Frost, ofreció al expresidente realizar una serie de cuatro entrevistas. El inglés deseaba interrogar a “un pez muy gordo” que nadaba en aguas turbias. Nixon, quien se había mudado a California, quería rehabilitarse y volver a la costa este, “donde está la acción”. A Frost le habían dicho que el discurso de adiós del norteamericano había sido visto por 400 millones de personas. A Nixon, que lo reportearía un presentador extranjero, bueno con actrices, y menos bueno con presidentes escurridizos.
Frost había conseguidos prestados los 600 mil dólares que le cobraría el republicano por la nota. Nixon, había sido indultado por su sucesor Gerald Ford, quien lo había eximido de las consecuencias legales de los delitos por los que estaba siendo juzgado. La gente decía: “Roosevelt tuvo su ‘Nuevo Trato’ (New Deal); Truman tuvo su ‘Trato Justo’ (Fair Deal); y ahora Ford tiene su ‘Trato Sucio’ (Crooked Deal)”.
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El 22 de abril de 1977, en la casa de un simpatizante republicano en San Clemente, California, se filmó el cuarto y último diálogo entre Frost y Nixon. Hasta aquel momento, el intercambio había sido muy favorable a las ansias del expresidente de fortalecer su imagen y rehabilitarse. Cuando Frost se reunió con Nixon por primera vez, éste estaba escribiendo su biografía “para explicar las ideas”. Aquel viernes, se aproximaba a lograrlo. A Frost le quedaba una hora y media para concretar su bioensayo toxicológico.
Frost repregunta, con su ceja izquierda subiendo como un globo aerostático: “¿Usted está diciendo que un presidente puede hacer algo ilegal?”.
Nixon, colérico, hinchado: “¡Estoy diciendo que cuando un presidente lo hace, eso significa que no es ilegal!”.
Frost, incrédulo: “¿Perdón?”.
El jefe de staff de Nixon, John Vincent “Jack” Brennan, irrumpió y la grabación quedó suspendida. Vestía un pantalón frugal de tela sintética, y el chaleco de un terno, nada de camisas arremangadas estilo marinero ni de tatuajes simbólicos. Se produjo un confuso y tenso diálogo entre diversas personas. “Podemos encontrar una solución”, dijo Brennan. Alguien del grupo de Frost bramó: “¿Una solución? ¿De qué estás hablando? ¡Esta es una entrevista!”.
Cuando prosiguió el encuentro, Nixon ya no estaba concentrado y listo para la batalla; abandonaba el combate antes de su fin. En el páramo de sus pesadillas, el único presidente de Estados Unidos que había renunciado a su cargo antes de completar su mandato dejó que se escurriera “el diálogo sin tapujos” de sus promesas tantas veces incumplidas.
Frost: “Creo que la gente necesita oírlo. Y creo que, a menos que usted lo diga, vivirá angustiado el resto de su vida”.
Nixon, con la caricatura de un gesto imperioso, dijo que en el poder había cometido errores terribles, errores poco dignos de un presidente, que no alcanzaron el nivel de excelencia con que soñó cuando era joven. Añadió, sin apuntador: “Pero sí, hubo momentos en que no asumí esa responsabilidad. Y estuve involucrado en un encubrimiento, como usted lo llama”. La incursión ilegal en Watergate.
Frost lo miraba como quien espera desde una catedral posada en aguas azules. Nixon, con su voz de fagot encorvado, como un aficionado en la première de una obra incomparable, agregó: “Y, lo peor de todo, defraudé a nuestro sistema de gobierno. Y los sueños de los jóvenes que deberían participar en él. Ahora piensan que todo es demasiado corrupto. Sí, defraudé al pueblo estadounidense. Y tendré que cargar con ese peso el resto de mi vida”.
Las lecciones del episodio son sencillas. Para Frost, que hay que historizar desde una triple perspectiva, con cuestiones vinculadas agudamente entre sí: la del productor, la del proceso de producción y la del producto. Para Nixon, haberse topado con las causas de la falsedad, y entender que sólo superaría su dolencia si decía la verdad.
Luego, Frost entrevistó a Los Beatles, a Orson Welles, a Muhammad Ali. También a Nelson Mandela, a Indira Gandhi, y a Isaac Rabin. Nixon vivió 17 años más, y murió el 22 de abril de 1994, el mismo día y el mismo mes de su testimonio.
RF/MC
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