Una foto en la quinta de los presidentes: ver para creer
Dice el refrán que hay que ver para creer. Otro proverbio, simétrico y opuesto, versa: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Los dichos tienen la propiedad de fijar y de cristalizar, en una voz impersonal, en la voz de nadie y de todos, esas verdades evidentes. Para creer, hay que ver. Hay un lazo profundo entre la vista y la creencia: no importa que el presidente y su jefe de gabinete hayan confirmado lo que todos vimos con nuestros ojos en la foto del festejo en Olivos. Las cosas del creer son cosas del mirar.
Un escándalo como el de la foto de Olivos es un espectáculo, y por lo tanto está mediatizado (y con esto no quiero decir que es un invento de los medios). Parece que la palabra espectáculo viene del verbo spectare, que significa “contemplar, mirar, observar, ver detalladamente” y que el sufijo culum/culus alude a los medios o instrumentos para ver. Es un espectáculo que sucede en y a través de dispositivos, soportes, actores y tecnologías que operan como intermediarios entre el hecho y la audiencia, y que a la vez formatean, le dan cuerpo, tanto al hecho como a la audiencia. ¿Cuál es “la realidad efectiva de la cosa”, aquella que se situaría por fuera de la técnica? Tecnologías y dispositivos: en primer lugar, una foto, luego otra; después, su replicación en la red infinita de internet; finalmente, su circulación hipermediática: del hashtag a la tele, de la tele a la radio, de allí a los diarios, de los diarios a las respuestas oficiales, y así el circuito.
Me doy cuenta de que hablo, de que todos hablamos de la foto, determinada y definida, como si fuera conocida por todos: ¿lo es? ¿Quiénes saben, cuántos murmullan, a qué votantes impacta ver la foto del cumpleaños en Olivos? En todo caso, estamos en el terreno de la fijeza, de lo estático, de lo evidente. Lo que se cristaliza, lo que se plasma y se eterniza en una imagen, en un hashtag, en un proverbio. Lo que se vuelve obvio, ahistórico, incuestionable.
Como cualquier espectáculo, la foto nos enfrenta al problema de la verosimilitud y de la evidencia. En el libro Por qué nos creemos los cuentos Pablo Maurette explora la noción de evidencia, una categoría del ámbito de lo jurídico o del delito que está en el corazón de la experiencia artística. La evidencia, dice Maurette, antes de revelarse como fuente de verdad supone una instancia de escepticismo, de descreimiento; la evidencia es tautológica, se cierra sobre sí misma; la evidencia es performativa, porque instaura algo nuevo; la evidencia es pariente de la eficacia. Por último, la evidencia se despliega en el sentido de la vista, su espacio natural.
La política nos pone frente a los ojos una serie de artefactos: spots, fotos, actos, tuits, stories. Algunos nos resultan inverosímiles. El spot de Randazzo, por ejemplo: entre la sátira y la propaganda, forzado pero eficaz (así lo dijo Agulla, su creador: el objetivo se logró, ahora todos hablan de él). Mariu Vidal en Tiktok: no le creemos, suena artificial. La primera foto del cumpleaños en Olivos: parece trucada. La segunda foto: es incontestable, esta es real. ¿Por qué creemos algunas historias de la política?
Todo empezó con unas listas. Los listados no suelen ser buenos para el verosímil: es necesario interpretarlos, explicarlos, darles unidad. Las planillas con los ingresos a Olivos habilitaron chismes, rumores: como dice Emilio de Ipola, hay rumores que funcionan mejor en contextos de máxima desinformación y vigilancia. En contextos como ese, dice De Ipola, todo es signo. Los rumores sobre las visitas a Olivos en medio del encierro generalizado evocan algo de ese mecanismo: el presente eterno de la cuarentena se proyecta hasta hoy y brotan los chismes, las fantasías colectivas acerca de la intimidad del poder, acerca de lo que nadie sabe. Después, en una secuencia cargada de suspenso, aparecieron las fotos. La primera no era todavía suficientemente creíble. ¿Por qué? Las miradas dispersas, el presidente fuera de foco. Con la segunda ya no hubo dudas. Ver para creer. La imagen estática, fija y eterna de lo que hasta el momento se sospechaba, pero distinto (porque lo que se ve no suele confirmar la fantasía, más bien al contrario), y luego, un día mas tarde, corroborado por el propio presidente. ¿Cuál es el poder evidencial de una foto? ¿Y qué nos pasa cuando miramos una foto, cuál es el trabajo de nuestros ojos (en palabras de Mercedes Halfon)?
Roland Barthes dice que el tiempo de la fotografía no es el del recuerdo (al contrario, la fotografía bloquea el recuerdo, lo clausura). Su tiempo es el aoristo, el que indica una acción puntual: Esto fue. Para Barthes eso es siempre del orden de lo intratable. En la fotografía la presencia de la cosa nunca es metafórica, es la emanación misma del referente. Jacques Rancière va más allá, y dice que la foto afirma “Esto ha sido. Esto pertenece a una historia”: se refiere a las fotografías-monumento, pero podría tranquilamente aludir a las fotos de todos los días, a las capturas torpes de una fiesta de cumpleaños, de un asado familiar o de un café casual.
Es decir que la foto, más allá de las palabras, de las disculpas y de las interpretaciones, nos pone frente a los ojos que algo sucedió, y que es intratable. La idea de lo intratable, aunque un tanto opaca, me sirve para pensar este escándalo y sus efectos, su impacto, sus ecos, que imagino destructivos. Pero puedo intuir qué quiere decir Barthes: que la evidencia de una foto es de una contundencia punzante, que con eso no hay nada que hacer y que por eso a veces nos ponemos tan tristes cuando encontramos, de golpe y sin haberla buscado, una fotografía de nuestros hijos chiquitos o de nuestro padre muerto.
SM
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