Massa copa la escena de la crisis: necesitado por la política, abandonado por la sociedad
La crisis de la coalición parió dos gobiernos paralelos. O tres. El Frente de Todos no se rompió, ni se dobló. Se disoció. El paquete fiscal con el que desde el Senado imaginan pagar la deuda, sumado al acuerdo y las medidas del propio Ejecutivo (una guerra de pólvora mojada contra la inflación) y, por último, el renovado clamor de Sergio Massa desde la Cámara de Diputados para convocar a una Moncloa, fueron los efectos o “novedades” tras el tembladeral. Sin embargo, en este nuevo juego, también Massa aparece como un intermediario que sostiene un mínimo de gobernabilidad en el Frente de Todos, hacia adentro y hacia afuera. Massa habla con todos. Pero no sólo eso: en las especulaciones de estas últimas semanas aparece muy cercano a Cristina (una cercanía que completa la trayectoria de su relación con Máximo Kirchner). Jorge Asís lo llama “el Canciller interno”.
Vemos en el derrotero de Massa el derrotero de una época. Una política algorítmica, que funciona “a demanda”, que no soluciona nada, a él lo encuentra jugando inesperadamente al equilibrio. Massa no es apto para sommeliers: tiene la época encima. Foto con Cristina y luego, de raje, la “compensación” de otra foto con Alberto, en jornada de trabajo. Un estilo ambidiestro en medio del desbande de un gobierno donde nadie dice tener el poder, todos critican y nadie renuncia. Al final Massa los “contiene” a todos. Quiso ser el catch all de la sociedad, terminó queriendo ser el catch all de la política.
Pero si es más o menos creíble que el acercamiento entre Cristina y Massa se proyecte con solidez (y Dios sabrá con qué suerte), cabe esta pregunta a la luz de los “descubrimientos” ideológicos de una parte del cristinismo frente a Alberto, ¿cuánto exploran ambos lados el repertorio de diferencias reales e ideológicas que existen entre unos y otros? Del lado de Massa sus padrinos empresarios o la tan mentada cercanía a “la embajada” fueron no sólo vox pópuli sino argumentos cristinistas para odiarlo; y no deberían entonces, en el hipotético (mil veces hipotético) caso de una alianza, en una suerte de Frente de Todos adentro del Frente de Todos, incubar expectativas que se rompan en veinte segundos al calor de una foto incómoda con empresarios o una declaración punitivista. Recordemos que hay algo de enemigos íntimos en este vínculo renovado: Massa era “el” traidor y ambas identidades -cristinista y massista- se amasaron en esa rivalidad. Si la alianza va a ser entre viejos conocidos, “pureza” y estrategia chirrían. Porque si hay estrategia pragmática el gobierno también va a ser pragmático. Como ese dicho que dice “te enamorás del Che Guevara a la noche y a la mañana le pedís que se afeite la barba”. El antecedente lo estamos viviendo: se pensó una presidencia con Alberto Fernández y una parte vociferante del Frente, por ejemplo, no puede procesar que el presidente aún en sus despistes no maride con una política exterior a lo Maduro. A la hora de las estrategias todos parecen hablar de tragar sapos. A la hora de gobernar muchos piden caviar ideológico.
Y sin embargo hay otro rasgo temperamental que es paralelo. Un hombre del peronismo que lo conoce dice: “Si Alberto es visto como el que le dice sí a todos, Massa es el que promete a todos”. Massa va más lejos. Colecciona e infla ambiciones a su alrededor. Cuentan que en 2015 en un solo (largo) día de campaña les prometió a cinco candidatos distintos que iban a ser gobernadores de la provincia arriba de la misma camioneta. Massa, etapa superior de Alberto: no dice lo que el otro quiere escuchar, dice lo que el otro quiere soñar.
La figura de Sergio Massa y su Frente Renovador forjaron una experiencia de disidencia excepcionalmente exitosa frente a Cristina en su segundo mandato. Y supo acumular una bronca contra el Frente para la Victoria que al final se la llevó el otro frente, Juntos por el Cambio. La metáfora que quedó para siempre: la ancha avenida del medio. Massa fue el hombre que logró quedar asociado a ese “es hasta acá”. Fundó un partido, ganó una elección y traccionó una “agenda” de la que agarró el guante buena parte de la oposición.
Massa pasó por absolutamente todos los estados. Fue un joven brillante de la UCEDE, un peronista de generación intermedia (para quien ser peronista es “natural”, sencillamente porque ahí está el poder), gracias a sus largas temporadas en la gestión pública conoció al sector privado, encarnó una rebelión de los coroneles en 2013 (el intendentismo, concepto del politólogo Agustín Cesio, en el que reducía la expresión de un territorio que el kirchnerismo alimentó: las intendencias) y triunfó en “la” provincia. Pero desde esa cima del triunfo del año 13 pasó de todo: creyó que el 2015 estaba patrocinado con su nombre y apellido y comenzó a vender “poder futuro”. ¿Con qué? Diríamos: con su estilo. Diplomacia, picardía, guasaps de trasnoche, patas arriba en la cocina de la casa monitoreando los “vistos” de la tropa, una debilidad por los empresarios articulada con una simultánea intuición laborista que lo hizo defensor natural de las capas medias y medias bajas del GBA (supo por un tiempo ser el referente de “la aristocracia obrera”, de los que pagaban ganancias, de los que sufrían “los paros de Baradel”, de los que puteaban a un Indec que les mentía). Aquella parte de la sociedad que asocia su progreso a la privatización de su vida (pasar de la salud pública a la prepaga, del colegio estatal al privado, del tren o colectivo al auto propio, de la dependencia al emprendimiento), los no incluidos en el horizonte de representación kirchnerista (más asociado a los más pobres y los progresistas). Massa construyó entre los decorados del canal América, caravanas en el Gran Buenos Aires y la batalla cultural (ganada) por “las camaritas” de seguridad la idea de un pueblo massista. Puso el cuerpo y le dio voz a esa representación. Los “mejores años” de Massa fueron los de la pura representación: la del pueblo que faltaba. Subido a los techos de las casas prometió protección a los que pudieron pasar por Frávega en los años kirchneristas. No obstante tuvo un problema mayor que el kirchnerismo o Scioli (sus competidores naturales): Macri. La negativa en 2015 del líder de Pro a aliarse con un Massa ya golpeado (una intransigencia de Durán Barba), para luego ensayar el rol de “opositor a medida” tras el triunfo de Macri… que fue quien después le puso un apodo kriptonita: le dijo “ventajita”. Y ya no hubo consultor de buena fe que no dijera que ese apodo venenoso le entró como una bala. Massa no puede quitarse eso de encima. Macri será un político de clase, pero a veces maneja la forma popular, la lengua.
Diego Genoud lo llamó tiempo antes “el pastorcito mentiroso”, y escribió una biografía en 2015, un completo 360 sobre Massa, aunque no se pudo adelantar al último cambio impensado: la vuelta sobre sus pasos, aquello que dio nacimiento al Frente de Todos, es decir, la foto de Massa con Cristina. El Frente no se construyó solo en la “decisión solitaria” de Cristina, sino en la conciencia general del peronismo de que unidos ganaban, porque -como quedó patente en la derrota general del 2017 más allá de las proporciones electorales- a nadie le daba del todo el piné. Y Alberto Fernández cosió esa sutura. Cristina y Massa. Massa fue el nombre de la triangulación.
Así, se entendió con el kirchnerismo como viejos adversarios que necesitan un nuevo amigo. El kirchnerismo -muy simplificado- siempre parece buscar a su aliado de centro para dos cosas simultáneas: para decir que no es de centro (alguien hace por ellos ese papel) y para combinar su tipo de lealtad ambigua entre los que necesitan que su movimiento sea puro y los que a su vez necesitan que su movimiento sea maquiavélico. Pero todo este camino se enfrenta a uno de los principales problemas: ¿existe aún en Massa eso que él representó o hay Massa sin cantera? Los representados del pastorcito buscaron nuevos representantes. Los votos de Massa, esos que estoicamente retuvo entre 2013 y 2015, ese 20 por ciento que también sumaba el cordobesismo en la alianza con De la Sota, ese “tercio de los sueños”, migró a otras canteras. Lo vieron ventajita. Se hizo vox pópuli también el chiste de “¿le comprarías un auto usado?”. En la era de la palabra “casta”, ¿hay alguien “más político” que Massa al final?
Massa no duerme (y tuvo en su discurso anti kirchnerista el primer olfato de la moda anti casta); muchos suponen su “cercanía” al líder libertario Milei, que es la piedra en el zapato del equilibrio de Juntos por el Cambio. Massa ganó algunas “batallas culturales”, ¿o cómo se llama que casi no exista municipio sin “camaritas”? Y, como decíamos, Massa es “naturalmente” peronista porque ahí está el poder. Con Malena Galmarini construyeron una sociedad política en la que hasta tienen de “última matriarca” a Moria Casán. Quizá sean la última en pie que quede: partnership, tendal de años juntos, fotos donde se quieren, familia política de ella, el Tigre de adopción. Un chico común que se casa con la hija de un político importante… y quizá sea la última sociedad política que produzca eso: alquimia. Después, lo que sabemos: Massa llegó al PJ aliado al matrimonio y sociedad política de Luis Barrionuevo y la talentosa Graciela Camaño; y la vida lo encontró en la ANSES de Duhalde en 2002, haciéndolo autor de un salto tras la década liberal: el primer aumento de jubilados en años. ¡De 150 a 200 pesos!
La campaña de la trieja de ese 2015 (Macri, Scioli y Massa) mostraba candidatos que aceleraban la neurosis en la elección que definía al sucesor de CFK: los tres que se parecían demasiado. Pero si Macri la iba de empresario que se metió en política a dar una mano y superó un secuestro, si Scioli la iba del hombre que se parió a sí mismo en las aguas del Jordán en las que perdió su brazo, Massa ofrecía una biografía ordinaria: sin sobresaltos, sin familia rica, sin cautiverio, sin épica deportiva, sin brazo flotando en el río. El hombre común que escucha Arjona, dijo una vez mientras lo maquillaban antes de un debate. Y hay algo de eso en él: tiene el gesto en la cara del que canta baladas con los ojos cerrados, pulóver escote en ve sobre los hombros, butaca en el teatro Rivadavia, caminata romántica hasta la pizzería. Massa llegó a la política sin las virtudes externas y construyó las virtudes internas: una fascinación por la rosca que se le nota en el brillo de los ojos -como el brillo de un diente de oro- mientras convence a su sujeto (los vecinos) de un ya imposible: que él es como ellos. Que es el político común para la gente común. Criado en una familia de San Martín que “nunca hizo política, siempre fue de clase media”, sin un gramo de progresismo, alcanzada por la “oportunidad”: el otro lado de la luna de la primavera democrática, la UCEDE, la UPAU, esa cantera de cuadros que aprovecharon la democracia para hacerse liberales, y ese tren que dejó a muchos en las puertas del Partido Justicialista.
La biografía de Massa: liberalismo, representación de las clases medias, municipalización, punitivismo, laborismo, gestión. Es, además, un político síntoma de la ausencia de una “burguesía nacional”: porque es lo que produce al final la clase de políticos aventureros que guían capitales y descubren tierras prometidas para los negocios. La maldición argentina y en todos los ciclos: toda burguesía nacional será, pues, en ausencia, una burguesía de amigos. Ese es el Massa de Genoud con su sistema de relaciones que tiene como hermanos mayores un club de empresarios: Daniel Vila, José Luis Manzano, Jorge Brito, Alberto Pierri, Daniel Hadad. Massa no tiene padrinos políticos. Tiene padrinos empresarios. Y eso explicará muchas cosas.
Pero, Massa, al final, también, ¿no parece un caso de “el” político profesional de la democracia? Pragmático, conocedor del Estado, trabajador 24/7. Gestiones por el aporte excepcional de los ricos o en favor del acuerdo con el FMI. El todo terreno, el hombre de los mil giros, en ese camino nacido para representar, se convirtió tan en político que se quedó sin sociedad.
MR
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