Los casos de Covid-19 en Argentina
Vanina Edul, intensivista del sistema público y privado: “Si todos hubiéramos hecho nuestra parte no habría 100.000 muertos”
Ella creía que iba a ser psiquiatra. Que después de recibirse iba a pasar un tiempo especializándose en clínica médica y después, todos los tanques apuntados a la psiquiatría. Pero su papá tuvo un ACV isquémico, algo así como un infarto cerebral: pasó once días internado en la terapia intensiva del Sanatorio de la Trinidad y murió. Los esfuerzos de ese equipo médico no alcanzaron para salvar esa vida pero sí para torcer el destino profesional -y también personal- de Vanina Edul, esa estudiante de medicina de 23 años que se asomaba a esa Unidad de Terapia Intensiva a ver cómo evolucionaba la salud -la enfermedad- de su padre.
“En ese proceso tuve que limpiar prejuicios que tenía: pensaba que la terapia intensiva era un lugar deshumanizado, que se trataba a los pacientes como si fueran cuerpos, que los profesionales se ocupaban de las cuestiones más importantes para sostener la vida pero subestimaban el resto. Pero me encontré sobre todo con un equipo. Un equipo de salud, y quise ser parte de eso”, dice Edul, que tiene 47 años y desde hace dieciséis meses, en las terapias intensivas del Hospital Fernández y del Sanatorio Otamendi, combate la pandemia de Covid-19 en esa instancia en la que la mortalidad de los pacientes, en su condición más crítica, alcanza tasas del 57%.
Con la publicación de un hilo de tuits en las que contó algunos detalles sobre los pacientes que le tocó atender -y ver sobrevivir o morir-, Edul se volvió una de las caras visibles entre las trabajadoras y los trabajadores de salud que enfrentan la pandemia. “Perdiste el laburo. 7 pibes. Te haces uber para llevar COVID+. Te la pegaste. Tenías 45. Sano. Guapisimo. Que alguien me explique q en 3 semanas la enf + inf intrahospitalarias te dejarían los pulmones así. Una roca q no oxigena. Y nosotros useless. Y te fuiste. Y nos desgarra”, fue una de las historias que contó en su perfil hacia abril de este año.
A ese desgarro que conjuga en plural se le suma la falta de explicaciones que las médicas y los médicos sienten ante el virus que todavía circula mucho más rápido que las soluciones: “En términos científicos, lo que más nos preocupa es la hipoxemia refractaria que vemos. El virus puede generar un daño pulmonar tan importante que es imposible torcer eso. El pulmón se deteriora progresivamente y se va poniendo muy difícil que logre hacer su trabajo. Esto no se ha podido parar ni siquiera en los muy pocos centros que realizan un tratamiento que es una especie de diálisis pulmonar. En el mejor de los casos, el piso de mortalidad en las terapias intensivas es el 30%”, explica Edul, con el tono de voz con el que se dan las malas noticias.
“Cuando empecé en esta especialización, mi maestro, Arnaldo Dubin, me dijo ‘acá somos un equipo, todos tenemos la misma importancia: el camillero, el kinesiólogo, las enfermeras, los enfermeros, las médicas, los médicos, las cocineras, los que limpian; todos somos iguales y todos somos importantes’”, recuerda Edul, y vuelve a evocar la contención que sintió ella y toda su familia cuando su papá se enfermó y murió.
Ahora es ella la que contiene a las familias que esperan la mejoría de un ser querido o que deben enfrentar su muerte inesperada: no es que no estuviera acostumbrada a ese proceso, es que nunca tuvo que hacerlo a un ritmo en el que las desmejorías de pacientes internados son de a decenas. A esa contención familiar les dedica algunas de las 55 ó 60 horas que pasa cada semana en las salas de terapia intensiva de los dos centros de salud en los que trabaja: en el Fernández está desde hace 13 años; al Otamendi volvió, convocada por Dubin, cuando la pandemia llegó a la Argentina. Ya había estado ahí entre 2007 y 2011.
Llega a esas con el termo de café que Alejandro, su marido, le prepara todas las mañanas: “Son mimos que ayudan a seguir yendo a la terapia. Él me recontra banca, cree que es importante que yo esté ahí y pasó a ocuparse de casi todo lo que tiene que ver con Nina”. Nina tiene cuatro años y ya está un poco más acostumbrada a que su mamá esté menos que antes en casa, y a que, cuando está en casa, pase más tiempo que antes leyendo papers científicos. Ella y Vanina fueron asintomáticas cuando, en junio del año pasado, Edul se contagió Covid-19 de uno de sus pacientes; Alejandro estuvo internado nueve días con fiebre. “Fue la peor gripe de mi vida pero ninguno de nosotros necesitó oxígeno, que es el verdadero terror de todo esto”, dice.
“Pocas cosas me sacan más de quicio que el daño inconmensurable que ha hecho la politización de la pandemia. Obviamente hubo manejos equivocados, pero hay quienes quisieron capitalizar la tragedia puteando la cuarentena, que en su momento era lo único que teníamos. No se puede usar el hartazgo o la depresión que genera todo esto para obtener rédito político”, dice Vanina, y viaja a tiempos más recientes: “La vacuna es grandiosa. Casi no tenemos pacientes completamente vacunados en la terapia. Por eso bajó más de 15 años el promedio de edad, y va a seguir bajando”, explica.
Trabaja en un especialidad en la que un residente gana unos 50.000 pesos mensuales, el coordinador de una terapia intensiva, alrededor de 100.000 pesos al mes, y el director de esa unidad, cerca de 200.000. “El salario en el sistema público puede ser alrededor de un 30% menos que en el sistema privado, pero en ambos escenarios se gana mal y el sistema implica que una persona tenga que llegar al momento de jubilarse haciendo guardias nocturnas. Esta pandemia tendría que servir para que desde el Estado se repiense esta especialización para que haya otra escala de ingresos y para que, por ejemplo, una persona de 50 ó 60 años no tenga que hacer una guardia de 24 horas, porque el cuerpo no rinde de la misma manera”, describe Edul.
Forma parte de la primera generación de universitarios de la familia: sus abuelos llegaron de Siria. Fueron vendedores ambulantes de telas y en algún momento dejaron de ser nómades y abrieron un negocio: a esa rama, la industria textil, se dedicó su papá y todavía se dedica su mamá, en un local de San Cristóbal. A eso se dedicaba también Leonardo, el hermano de Vanina que murió en febrero por un cáncer de cerebro que resultó fulminante.
“Los primeros seis meses de pandemia no lo vi para no exponerlo, después encontramos la manera de vernos. Pasaba las horas que no pasaba en el hospital investigando si había alguna manera de alargarle la vida”, cuenta Edul. “Todavía no pude llorarlo como necesitaría, empezar a hacer el duelo tranquila, porque me impongo la responsabilidad de atender en la terapia como se debe. Ver que en ese contexto hay gente que viaja, se reúne, se descuida, es muy doloroso”, suma.
“Intensivista en extinción”, dice la bio de Twitter de Edul, tal vez en relación al devenir que supone para su especialización. “La terapia intensiva es una especialidad maravillosa. Da la posibilidad de devolverle la vida a alguien que cuando entra a la UTI tiene sus funciones orgánicas en claro peligro, y está en permanente revisión científica, lo que implica un desafío intelectual muy importante: es donde más investigación podés hacer”, describe.
En ese mismo perfil, Vanina suma información: “Próximamente cocinera”. “Cocino cada vez que puedo. No es que piense en dedicarme a eso, pero he hecho cursos, y vengo de una familia árabe: preparar una comida es preparar diez platos, agasajar”, cuenta. Elige un plato como una de sus especialidades, y lo recita como si prescribiera un tratamiento: “Es una especie de torta marroquí. Lleva frutas secas y desecadas, nueces, almendras, avellanas, castañas, pasas rubias y negras remojadas en cognac, higos, ciruelas, dátiles. De todo eso, un total de medio kilo. Lo unís con dos huevos, le ponés apenas azúcar, ralladura de cáscara de limón y naranja, agua de azahar y de rosas, un ratito de horno”, enumera. De todo lo que Vanina es capaz de cocinar, ese nougat marroquí era el preferido de Leonardo, su hermano, un poco comerciante de telas, otro poco -sobre todo- músico, con disco en Spotify y todo.
Cocinar algo o hacer una hora de yoga por semana es todo lo que Edul hace por fuera de ir y venir de las terapias intensivas en las que trabaja e investigar: sobre Covid-19 y también para el equipo que integra en la Universidad Nacional de La Plata, que se especializa en buscar formas de bajar la mortalidad de los pacientes que sufren shock séptico o hemorrágico. Ya no hay tiempo para el taller de literatura al que iba, ni para entrenar las tres disciplinas de triatlón como antes, ni para perfeccionar el inglés.
“Las fuerzas para seguir salen de la responsabilidad y la vocación. Uno sabe que si no hay un intensivista ese paciente no va a estar tan bien tratado en su momento crítico. Saber que podemos hacer esas pequeñas cosas que tuercen el destino de alguien entre morirse o vivir te hace ir a trabajar. Y el equipo. Mi jefe, Dubin, no se tomó un día de descanso desde marzo del año pasado. Vamos todos para no sobrecargar a nuestros compañeros, el compañerismo nos sostiene y la familia también”, define Edul, y se apura a completar la idea: “Pero los aplausos no. Preferiría prescindir de eso. Me genera rechazo. Es como cuando alguien está mal y le mandan abrazos por Facebook. ‘Mando mi cariño desde acá, ya hice mi parte’. Y hacer cada uno su parte es cuidarse, tener responsabilidad cívica, pensar en los demás. Si todos hubiéramos hecho nuestra parte no habría 100.000 muertos. Esto podría haber salido mejor”.
JR
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