Estrategias para ahorrar el mango: terapia cada 15 días, ropa usada, paltas en el freezer y menos “baroffice”
¿Qué es hoy la clase media? ¿Dónde está, quiénes son? Clase media es una docente sindicalizada y el dueño de una pyme, y también un camarero y un productor de radio. Podría decirse que la clase media es un promedio de muchas cosas, un promedio de ciertos consumos -culturales y de los otros-, ciertos barrios, ciertos looks, ciertos temas de conversación. Y entre todo eso, están los datos (oficiales): una familia integrada por dos adultos y dos niños necesitó 191.228 pesos para no ser pobre. Esa cifra no contempla el alquiler de la vivienda.
Y hablando de alquileres, Lucila - profesional, contratada en el Estado, 36 años- dejó el departamento que habitó los últimos años hace unos días. Hasta abril inclusive pagó 52 mil pesos de alquiler. Cuando averiguó cuáles eran las condiciones para renovar el contrato, el dueño le pidió 99 mil. Lucila decidió dejar el departamento pero, curiosa, buscó en los sitios de alquileres a cuánto lo habían publicado: 160 mil pesos por mes, un dos ambientes sin balcón, lateral, en Palermo. Dejar el departamento en el que vivía fue, para ella, una decisión de vida -se mudaría con su pareja- pero también una forma de recortar gastos. Si en 2003 se metieron con los ahorros de esa gran clase media argentina, ahora, veinte años después, la clase media directamente no puede ahorrar. elDiarioAR salió a preguntar a personas que se autoperciben de clase media cuáles son sus maneras de estirar la guita. Una aclaración: hemos reservado sus apellidos a pedido de los entrevistados. Algunos no quieren ser identificados en sus trabajos, a otros les da vergüenza que se enteren que ya no pueden lo que antes podían. Esto es interesante dado que la mayoría de ellos están en el pico de sus carreras, es decir, trabajaron mucho y tienen experiencia suficiente. Para este momento de sus vidas esperaban una economía que les permita proyectar a mediano plazo.
Juliana: tupper, menos recitales y tarjeta de crédito
Tiene 35 años y dos empleos, ambos registrados. Pasa la mayor parte del día fuera del departamento que alquila. Y a elDiarioAR dice: “Estoy mucho más atenta a llevarme de mi casa lo que pueda hacerme evitar gastos, por ejemplo el almuerzo. También presto más atención a las promociones en gastos fijos, como la nafta y el teléfono. Algunas salidas las pienso más que antes. Me refiero a salir a comer, pero sobre todo a ir a recitales. Uso más la tarjeta de crédito porque pago en 15 días o un mes, es decir 4 o 7 puntos de inflación después”, dice Juliana.
Romina: “Me tiño en casa y me cambié de prepaga”
Vecina de Paternal, propietaria del departamento en el que vive con su pareja e hija de dos años, Romina tiene un trabajo en relación de dependencia y otros dos para los que factura. En marzo se dio de baja del plan de salud que había elegido y se pasó el que le ofrece la empresa que la emplea. Esa fue una primera reducción de gastos, ni más ni menos que en salud, que le dio un margen. Después vinieron otros, los personales: “Antes iba a la peluquería a teñirme las canas pero ahora compro la tintura en la farmacia y me tiño en casa. Es un tema de presupuesto: sólo las raíces cuesta unos 8 mil pesos. También dejé de hacerme el esmaltado semi permanente en las uñas”.
Natalia: menos baroffice y las paltas al freezer
Una costumbre que se arraigó en el ocaso de la pandemia: ir a trabajar a una confitería. Por un desayuno, el trabajador podía ocupar una mesa, enchufar la computadora y usar el wifi del lugar. Natalia lo hace cada vez menos. Es cuentapropista y trabaja en la comunicación digital de emprendimientos. Sentarse en un bar a trabajar tenía ventajas como salir de su casa y socializar, al menos, con el camarero. Pero redujo la cantidad de salidas después de hacer cuentas de plata y de horas. “Bancar seis horas de trabajo con un desayuno es difícil, sumado a que si lo hacía unas tres veces por semana el presupuesto rondaba los 18 mil pesos. Pagar para trabajar es una cuenta que no da”, dice a elDiarioAR. A Natalia le gustan las paltas. Una vez, haciendo la fila para comprar en un puesto en la calle -estaban a un buen precio- supo por una chica que, como ella, hacía fila que podía freezar las paltas. “Me dijo que cuando quiera comerlas, puedo sacarlas del freezer, ponerlas en agua a temperatura ambiente y al ratito la cáscara se despega sola. Todo un tip”, agrega.
Alejandro: “No me privo, pero reduje la frecuencia”
“No me privo de casi nada de lo que quiero, pero algunas cosas las reduje en frecuencia: ceno afuera cada tanto, cuando antes lo hacia semanalmente. Cocino más y pido menos delivery. Empecé a darle bola a los precios de lo que compro en el supermercado”, cuenta Alejandro, 45 años, dos empleos. Alquila un departamento en Saavedra, barrio al que se mudó luego de que la actualización de su contrato de alquiler -un dos ambientes en Colegiales- subiera tanto que no pudo costearlo.
Carla: “Entré en el circuito de la ropa usada”
“Antes iba al hipermercado y resolvía la compra en el mismo lugar. Ahora no: 'Camine, señora, camine más que nunca'. Compro quesos en un lugar determinado y en la verdulería ya no compro por kilo sino por unidad. No salgo tanto como antes y dejé el delivery. Llevo mi comida al trabajo. ¿Vacaciones? Antes podía bancarlas con mi sueldo, ahora tengo que usar mis ahorros. ¿Ropa? Entré en el circuito de la ropa usada, ya no compro más. ¿Qué cosas no resigno? El café de la marca que me gusta y la leche sin lactosa”, cuenta Carla y se ríe un poco. Tiene 43 años y un trabajo registrado, el primero en más de veinte años de carrera. Alquila un departamento que puede pagar gracias a que una amiga se lo ofreció a un precio, para ella, accesible.
Sebastián: “Pasé a hacer terapia cada 15 días”
“En la última sesión con mi analista fui muy sincero. Me dio vergüenza pero también pensé que era parte de la terapia. Le dije que no podía pagar cuatro sesiones al mes, pero que tampoco quiero dejar de hacerlo. Así que le propuse que las sesiones sean cada quince días”, dice Sebastián. Hace análisis con el mismo profesional hace cuatro años. Construyeron juntos un espacio de confianza en el que pudo decirle que ya no podía costear su salud mental. El analista comprendió la situación y acordaron que en cuanto Sebastián se acomodara económicamente, volverían a verse una vez por semana. Los honorarios de su analista son de seis mil pesos por sesión. “Fue muy difícil para mi plantearlo. Tenía muy claro que no quería regatearle su precio, porque es su trabajo y además porque creo que él la rema igual que todos. Pero no me quedó opción. Cuando pienso que tuve que recortar algo que no considero un gasto sino una inversión en mi salud mental, me pone triste”, suma Sebastián. Tiene 46 años, ocupa un puesto jerárquico en una empresa y está en pareja, pero no convive.
VDM/MG
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