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CRÓNICA DE VIAJE

Jujuy, crónica de paisajes bestiales, humita y wifi

Jujuy, paisajes bestiales

Ayelén Berdiñas

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Un artesano jujeño asegura que tarda hasta cinco días en hacer una vasija de barro. Trabaja con el torno, los pedales y las moldea con agua. Necesita esos cinco días para tener la vasija lista y a la venta. Muchas veces el esfuerzo se mide en unidad de tiempo. Llegar desde San Salvador a Tilcara le toma una hora y media. La ruta nacional 9 nace en Buenos Aires y llega hasta la Quiaca y, en este tramo, el camino es de paisajes bestiales, con montañas que desde la ruta pareciera que fueran a caer encima de los autos. La temperatura puede oscilar seis o siete grados de un pueblo a otro y de la tarde a la noche. Jujuy sortea desafíos de todo orden, pero son las contingencias de la naturaleza los temas de conversación constantes para los habitantes de la provincia. La sequía, los humedales, la altura, la selva y las yungas, los cardales, la quebrada, el calor abrasador y la crueldad del frío partiendo la noche. Todo conversa en Jujuy, o al menos lo intenta.  

Al volante de un Renault viejo va un jujeño corpulento que toma jugo de pomelo de una marca desconocida en Buenos Aires y lleva pasajeras que viajan a Maimará, Purmamarca y Tilcara. Tres son jóvenes, podrían ser universitarias. Una de ellas, por lo que le dice a su madre al teléfono, parece que lo es. El paisaje se manifiesta imponente, pero las pasajeras lo ignoran: dos no desvían la mirada del teléfono (una traduce un texto con chat GPT) y la otra, en ese mismo camino que puede entrecortar la respiración, encuentra la posición indicada para quedarse dormida. El “taxi compartido” funciona así: una hilera de autos “a partir del auto rojo” estacionan en las afueras de la vieja terminal de San Salvador. Cuando los choferes logran juntar cuatro pasajeros, le cobran cinco mil pesos a cada uno y arranca el viaje. El conductor habló tres veces en todo el trayecto: dos para confirmar destinos y una para verbalizar el hediondo calor que se instala en pleno otoño. “Pica como en enero”, soltó, pero nadie le respondió.

La última parada se abre camino a un pueblo de historia indígena y sacrificio. Ahora está atestado por el turismo con precios para extranjeros. El futuro ya llegó a Tilcara, pero se encontró con un pasado que habita con cierto rigor un presente difuso. Justo al lado de una larga fila de medias coya, un puesto ofrece sombreros rojos con el logo de Tik Tok. Seis vasijas de barro cuestan lo que en internet nos cobran por una. 

Tilcara vende y produce recuerdos. Tiene tradiciones, ferias, la garganta del diablo y ex alcaldes acusados de malversación de fondos. Habitantes nativos o nómades de paso arman y desarman sus puestos en la plaza para venderles a los turistas artesanías, tejidos, medias. A pocas cuadras de la terminal de ómnibus, en una esquina, Sandra despliega su puesto e informa en una pizarra negra con tiza roja todas las opciones de tortillas que ofrece: de choclo, queso, calabaza, salame. Solo tortillas. Tiene 37 años, la voz suave y la piel arrugada. Hace veinte años que todas las mañanas prepara la masa, los rellenos, arma el carro y sale de su casa ubicada en el acceso al pueblo, hacia la esquina donde monta su negocio. Los rellenos los comienza a hacer al amanecer, pero no los termina hasta que lo pidan los comensales. Los rellenos y las masas, potenciales tortillas. Tiene dos hijas, una está por terminar la escuela y a veces atiende el puesto, pero se dedica a sus cosas. Quiere ser policía. Sandra todavía no le preguntó por qué. La tortilla de choclo es rica, pero le falta un poco de sal. 

Mientras revuelve con parsimonia una sopa de maíz morado, limón y canela, que prepara para ella al reparo de una sombrilla, responde sobre cómo se las arregla con el paso de las horas cuando trabaja en su puesto de tortillas: “me entretengo con la gente que me cuenta sus historias, me la paso charlando”, y después pregunta cómo anda todo por Buenos Aires. A veces, como reflejo, Sandra toma el palo de la sombrilla como si necesitase asegurarla, protegerla de algo. Se debe haber volado más de una vez. Sobre política mucho no habla. “De Milei acá nada”. Tras una pausa de unos segundos agrega: “vi que andaba por los Estados Unidos”. 

La escritora y docente Hebe Uhart dijo una vez en una charla magistral que una de las cosas que le gustan y mucho cuando viaja es conversar: “Me gusta la conversación con la gente de campo, porque tienen un saber que yo no tengo. Tienen un saber y una forma de pensar que no tengo porque vengo de otro lado, de otra cosa”. 

Si tienen la fortuna de llegar a Tilcara, un día de sol notarán como la paleta de tonos bordó se apodera del lugar. Un mural de los Beatles cruzando Abbey Road y vestidos con ropa coya se impone en la esquina por donde ingresan los colectivos, frente al club Belgrano, donde los tilcareños van a bailar y beber los sábados por la noche. Si querés tradición, vení a bailar a Belgrano, propuso con gracia de bailarina la compañera de puesto de Sandra. Según ella, no hace falta mucho: unas zapatillas cómodas y llegar antes de las 12 para acceder a la entrada libre y gratuita. Cumbia, música norteña, empanadas y vino. “No hace falta más”, repite. Los domingos, y a veces los lunes, se ve pasear por Tilcara a hombres caminando en zig zag, todavía borrachos. Las mujeres no. Ellas el día después abren sus comercios o puestos y trabajan otra vez.

En la Plaza principal, María cuelga tejidos y acomoda precios. Es artesana nacida en Valle el Durazno, pero vive en Tilcara hace treinta años. Desde chica, todos los años para la época de carnaval, bajaba a Tilcara junto con su familia tras horas de caminata para los torneos de fútbol mixto. Todavía hoy se siguen haciendo, pero María ya no va. Lo hizo toda su vida y la de sus hijos. A sus nietos no los llevan. Tiene cinco hijos y cinco nietos, es maestra de hilado. Durante la semana da clases y los fines de semana abre el puesto para vender sus tejidos, que hace con la lana bruta que compra a medida que va vendiendo. Su mercancía le da orgullo. Hila mientras relata y aclara: “un sweater me puede llevar una semana de trabajo”. Un turista le compra medias y María acepta Mercado Pago. Le pasa el alias y resuelve la compra en un minuto, sin dejar de hilar con delicadeza y detalle. 

La artesana crió a sus hijos sola,  tuvo “un marido fantasma”. Hace veinte años lo echó de la casa porque tomaba mucho. Los hijos iban a ayudar a que su padre se intalara en San Salvador, pero ella los detuvo. “Me di cuenta que si se iba para allá mis hijos iban a tener que ir y venir todo el tiempo para ver que esté bien, para ayudarlo. Al final iba a ser con plata de mi bolsillo. Le terminé dando una pieza en mi casa, al fondo. Entra y sale, ni lo veo. Esto fue hace veinte años y ahí está pero no está”. Da la sensación de que para María las cosas no son complejas. Más bien parecen sencillas. “Yo siempre le digo a mis hijos que de hambre no se van a morir. Todos trabajan, hacen sus vidas. Yo siempre les digo que si no hay plata no me importa. Con una bolsa de harina y unas papas lo resuelvo. Pero ellos no, ellos no quieren un guiso, ellos quieren otras cosas, quieren más, y siempre andan sufriendo”.

Sara Gallardo viajó y escribió durante casi toda su vida sobre los lugares, las historias y las personas que conoció. Alguna vez dijo que no tenía sentido viajar sin adentrarse en los lugares, pasar sin atravesarlos. En definitiva, irte lejos de casa para sacar una foto o simplemente sumar un sello en el pasaporte era algo vago, inútil.

Una rubia alta y voluminosa, posiblemente noruega o sueca, le indica a otra mujer el punto donde debe agacharse para tomar la foto. Ella se aleja, se ubica al lado de un cartel que dice “Pura vida” y se contornea. Saca cola, levanta el mentón, abre el pecho y sonríe a media asta. Lleva puestas unas calzas brillantes, unos tacos extraños y un gorro coya con lentes de sol modernos y tornasolados. A medida que suceden los disparos del celular, la rubia va cambiando milimétricamente la posición de su mentón. Cuando se cansa, va hasta la fotógrafa, se saca los lentes y mira detenidamente las imágenes, da unas indicaciones y ofuscada vuelve a su puesto. Cuando llega el momento del “disparo”, vuelve a sonreír. La escena se repite de cuadra en cuadra pero con norteamericanos, chinos, alemanes. Pura vida en Tilcara. 

Susana en el olvido 

En diciembre de 2023 se hizo viral la historia de Susana Gutierrez en las redes sociales, una habitante de Tilcara que se encadenó a su casa para que el gobierno provincial no derribara la vivienda. Ella y varias familias más corrían el riesgo de ser desalojadas debido a las obras del tren solar, un proyecto que buscaba incorporar el tren a un complejo de comercios para fomentar el turismo. Actualmente la obra se encuentra detenida. Algunos vecinos del barrio Estación aceptaron dejar sus hogares a cambio de unas habitaciones de 3x3 sin servicios esenciales que les ofreció el gobierno (algunos hasta denunciaron amenazas). Susana se negó, y al parecer ese fue su mayor pecado. “Yo no podía aceptar irme de mi casa donde además vivía la familia de mi hermano, yo tenía mi kiosco, espacio para mis hijos, por una habitación donde no entrábamos y no tenía ni agua corriente”. 

El 15 de enero golpearon a su puerta infantería y la brigada de Tilcara para que abandonara la propiedad. Susana pidió ver la orden, pero no se la mostraron. No alcanzó ni siquiera a vestir a su hija, los arrancaron de forma violenta. Algunos oficiales, cuenta, incluso se reían. Ella armó una carpa en la puerta de su propia  casa e insistió durante todo el día para que al menos le dieran sus cosas. Resistió toda la noche bajo el viento y la lluvia. Al otro día le dejaron recuperar algunas pocas pertenencias. Horas después llegaron las máquinas y derribaron las casas. Susana vio caer el hogar donde había vivido durante 32 años.  

Es un sábado de junio por la noche y abriga a su hija con una campera extra mientras atiende un puesto de artesanías. Deja a su nena al cuidado de la puestera de al lado para poder dar testimonio. Desde el día del desalojo lleva cinco meses viviendo en una habitación que le prestaron, junto a sus tres hijos. Sandra está embarazada de seis meses. A pesar de haber barrido con su principal ingreso económico, el mayor impacto para ella fue anímico. “Mi hija estaba ilusionada con que este año era su cumpleaños de quince. Hace poco me dijo que ella ya puede morirse, que ya vio lo peor que podía ver en la vida. No me recupero de eso”, murmura Susana y se limpia la cara con el puño del buzo. Llora, como si llorar fuese algo que hiciera todo el día, como si no hubiese diferencia entre hacerlo y no hacerlo. Llora mientras habla, distraída, mientras camina. Su único rayo de tenue esperanza radica en la causa que se encuentra radicada en el juzgado general n°2 de Jujuy,  atraviesa ahora la intervención de nación que se declaró competente y le pide explicaciones a la provincia sobre qué fue lo que pasó ese 15 de enero con la destrucción de los hogares en cuestión. “No me queda más que esperar a ver si me devuelven algo”, murmura Susana y agrega: “Nos tiraron al olvido”. 

Orgullo de Purmamarca 

Podría decirse que pocas cosas diferencian a Tilcara de Purmamarca, pero el aire corre a otra velocidad, los colores son más vivos y el pueblo tiene un estilo de maqueta. Purmamarca es pequeño, concentrado en energía humana y tiene música, se mueve más rápido. 

Desde la plaza central se ve el cerro de los siete colores. Los turistas hacen filas improvisadas para tomarse fotos en la esquina donde mejor se luce la maravilla. Ahí mismo un comercio ofrece humita y Wifi. “Es una fruta madura Jujuy, es un jazmín o tal vez un rayito de luna o de sol. A Jujuy esta zamba le quiero cantar, con el alma”, entona un conjunto musical que hace vibrar a los comensales de una cantina cercana. Las medias, las especias, los tejidos y las mochilas salen al por mayor, se venden con celeridad. Casi pegado a la plaza, un local bien montado ofrece artesanías, cuchillas, llaveros y morrales. Un hombre de porte prolijo y pantalones de jean limpia la vidriera. En el local, un niño de no más de siete años dibuja, en una cartulina blanca, una casa entre montañas y habla solo, se ríe. Gustavo Geréz lleva una vida en Purmamarca. Una vida como hijo de la tierra que vio nacer a sus padres y a sus abuelos. “Antes, las familias históricas del pueblo no tenían sus comercios porque estaba mal visto ser comerciante. Eras artesano, no comerciante. Pero el turista empezó a demandar un lugar para comer, después uno para dormir, y así, de a poco,  el pueblo se empezó a adaptar”.

Gustavo cuenta con orgullo que su madre fue la primera mujer monotributista de Purmamarca, y su hijo, sin quitar la mirada de su dibujo, acota: “hacía cerámica mi abuelita”. También explica que sus hermanos y él estudiaron en la ciudad, que sus padres hicieron el esfuerzo de llevarlos y traerlos durante años para que tuvieran opciones, para que volver a Purmamarca fuera una elección y no un mandato. Gustavo habla del orgullo del pueblo, de volver para hacerlo crecer, desarrollarse en un lugar que te da posibilidades y no te las quita. De lo importante que es adaptarse a los cambios. No todos piensan como él en el pueblo, pero quienes lo hacen avanzan, como avanza la vida. 

Cuando la política llegó a Purmamarca en 2023, a los candidatos de Milei se les dijo (según cuenta Gustavo), con mucha claridad: el pueblo seguirá trabajando para el turismo, seguirá empujando para adelante, quien venga a hacerlo crecer, que venga, pero con las reglas de Purmamarca. “Está costando, pero Purmamarca aguanta porque subsiste del turismo. Nosotros les dijimos que los apoyamos, pero que no nos aumenten los impuestos porque sino no los vamos a apoyar. No se habla tanto de política porque se vive laburando. Todos los días es igual, desde temprano hasta la noche”.   

En un recorrido veloz por los pueblos cercanos a  San Salvador de Jujuy, notás que el comercio y la vida en general ya no tiene tantos paisajes ni tantos colores. “A Perico ni vayas, no pasa nada”, aconsejaron un par de turistas que suelen recorrer el norte. Pero en Perico sí pasan cosas.  A 34.5 km de la capital, el tráfico de camiones que viene desde Bolivia es enloquecedor y alimenta a la gran feria del pueblo: galpones enormes con cientos de puestos que reciben toneladas de ropa y productos de toda índole. “Es como el salón de cartas de Susana Gimenez, no tiene fondo”, explica un puestero mientras rompe la cinta de un pack de pantalones y le da una pitada al cigarrillo que tiene adherido a la comisura de los labios. Los comerciantes compran containers a veces sin saber qué tienen adentro. Lo descargan en tablones enormes y se ponen a vender. La gente ataca las mesas como depredadores, buscando petróleo en el fondo, escarbando en busca de la pepita de oro. A pocas cuadras funciona otra feria, pero de ropa usada. La metodología es parecida aunque la ropa lógicamente es más barata. Montañas de jeans, camperas, poleras, se montan sobre mesas y la gente bucea. Cuando cae la noche, el escenario es post apocalíptico. Las calles se destierran, ya no se escucha la cumbia norteña y la oscuridad es total. Hay un silencio que abruma. Perico se transforma en ese pueblo donde no pasa nada. 

Leila Guerriero dirá en “Los suicidas del fin del mundo”, que entre 1980 y mediados de los ´90, en pleno auge del petróleo, los 7000 modestos habitantes de Las Heras llegaron a 16000: “Los dueños de las estancias invirtieron también en ese oficio: dejarse perforar”.

Saliendo de Perico podés seguir el camino hacia Libertador General San Martín, más conocido como Ledesma, por la Ruta Nacional 34. Ledesma es el famoso pueblo que se compone alrededor de una parte del imperio de la familia Blaquier. Lo primero que percibís al llegar es el olor. Antes era nauseabundo, ahora es soportable. La empresa Ledesma lleva unos años lavándose la cara a nivel ambiental: tienen una estructura de economía circular, su propia planta de reciclado, fuentes de trabajo destinadas a la biodegradación y el cuidado de las yungas. Lo muestran en su sitio web y lo repiten en los recorridos por la fábrica. Aseguran que preservan el ambiente de los animales que habitan alrededor de las 40 mil hectáreas jujeñas destinadas a pura producción azucarera. Es difícil encontrar en el pueblo alguien que no tenga relación laboral o de algún tipo con el gigante azucarero. Alrededor de la empresa se crearon escuelas, clubes, barrios que por décadas vio crecer al pueblo al ritmo de la fábrica que fue cambiando de tamaño y de olor. El tema ambiental es una preocupación para los jujeños. Hay disputas por tierras para rellenos sanitarios, negociados posibles, comunidades originarias en contra. La basura, la corrupción y los pasos con Bolivia son grandes tópicos para ellos. 

Aunque sostengan que no quieren hablar de política, de eso sí quieren hablar. Aunque sostengan que nada cambia por sus lares, ellos también cambian. Todo cambia también en Jujuy.

AB/MG

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