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Opinión

Lugano nos vuelve a recordar dónde está

Lugano tranquilo, después del tiroteo.

Alejandro Marinelli

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Lugano se encargó de nuevo de que sepamos dónde queda. Porque Lugano sigue siendo Lugano, como cuando hace dos meses desapareció M. Pero esta vez no es el Lugano con la cara de la nena a la que buscaban todos. Es la cara más brava. El barrio de los que sufren a los chorros y a los narcos. El lugar más lejano de la Ciudad, el triángulo que se arma entre Castañares, la General Paz y la autopista, donde ni los políticos se animan en campaña. Ese territorio en el que todos los días hay tiros pero que solo entra en el mapa cuando prenden gomas y frenan a los autos. 

Esta vez fue en la casa de una vecina, que se había cansado de denunciar a las bandas de la zona. Era madrugada y todos dormían, los balazos dieron al lado de las ventanas. Su perro, aturdido, corrió hacia afuera, y también le dispararon. Los pibes armados siguieron corriendo pero el perro no. Tenía la lengua afuera, respiraba despacio, la vecina lo levantó en brazos, como una Piedad de barrio bajo. La escena desató la indignación en ese polvorín al que le sobra fuego cotidiano.

El primer reflejo es pedirles a las fuerzas que les garanticen la vida ahí adentro. Es un reclamo de existencia, más elemental que cualquier otro. Esta vez no es por comida, trabajo, educación o salud. Pero lo que hoy les sucede lo provocó la ausencia de todo eso junto. Hace un tiempo, en otro reclamo, pidieron patrulleros y les pusieron una enorme reja, denunciaron a las bandas y los mandaron a hablar a Tribunales. Anoche, mientras atrás ardía un contenedor, otra mujer dijo una frase que le repicó al periodista que la entrevistaba: “Queremos el pedazo de Estado que nos toca”. Simple y sencilla y dolorosa también. Porque, en el fondo, se sabe que difícilmente le toque algo.

Otra mujer dijo una frase que le repicó al periodista que la entrevistaba: “Queremos el pedazo de Estado que nos toca”. Simple y sencilla y dolorosa también. Porque, en el fondo, se sabe que difícilmente le toque algo.

Eso que reclama no es para ella. A su lado estaba su hijo, con barbijo, escuchándola. Su miedo es que se lo maten, pero también que se tiente porque no vea otra y termine con alguna de las bandas, o robando o vendiendo. De la guerra que se desató en la madrugada de ayer aún no quedan claros los detalles más finos. Se sabe que fue entre narcos y ladrones, que se tiraron en la oscuridad, pero los que lo investigan no entienden si fue porque los narcos pasaron a territorio vecino o porque no toleran que los ladrones roben a sus clientes. Esta es una de las razones por la que los negocios de narcos y chorros estallan en los barrios cada vez más seguido. 

Los disparos de ayer son esquirlas de una guerra mayor. El control por la droga en el Bajo Flores, allí donde la Gendarmería tiene todos los meses 700 hombres. El grupo que perdió la batalla está ahora en Lugano, se refuerza y espera su momento para volver. Los vecinos lo miran como una serie de Netflix, pero de la que les toca ser parte. Sus chances de que el guión cambie son muy pocas. En estos días de estridencia en los medios intentarán sacar lo que más puedan. Porque saben que en breve volverán a olvidarse de Lugano, como se olvidaron de M. Hasta la próxima vez que Lugano se encargue de recordarnos que sigue ahí. 

AM

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