Tamara Tenenbaum, entre una serie con Lali y un libro sobre Virginia Woolf: “No me importa que confundan mi vida con mis personajes”

Tamara Tenenbaum es como una antena antigua que deja que en la radio de los hits se cuelen las canciones del pasado. Los 40 Principales con un par de zambas y tangos de fondo. Es decir, es una persona capaz de hacer un mashup entre pasado y presente para imaginar o especular acerca del futuro. Quizás por eso tuvo que ir a releer Un cuarto propio, el ensayo de Virginia Woolf publicado en 1929, para poder pensar algunas claves sobre el mundo contemporáneo. Y además de ser una antena que sintoniza un poco de todo al mismo tiempo, es una maestra del engaño; una espía de la KGB que flota con soltura por mundos completamente diferentes y antagónicos.
Algo de esa soltura se traduce en su escritura también, quizás por eso produce en diversos formatos. Puede escribir una serie para que sea protagonizada por Lali Espósito, al mismo tiempo que escribe obras de teatro inspiradas en el mito judío del Dibuk y un puñado de textos acerca del dinero, el trabajo, la comida, el resentimiento y la nostalgia, entre otros temas. Recientemente, estrenó la segunda temporada de El fin del amor, la serie producida por Amazon Prime e inspirada en su libro homónimo –como así también en su novela Todas nuestras maldiciones se cumplieron–, y ganó el premio Paidós con su antología de ensayos Un millón de cuartos propios. Entre las dos cosas se generó una suerte conversación invisible, sostenida por la habilidad de su autora para el tráfico de ideas entre un formato y otro.

–En la segunda temporada de la serie aparecen otros tipos de vínculos que no estaban antes y que nutren la trama de la protagonista.
–Después de la primera temporada entendí que quería que la serie fuera lo más coral posible y lo menos organizada alrededor de la protagonista; algo que no es fácil, sobre todo por cómo se escriben este tipo de proyectos. Sin embargo, cuando querés hacer un fresco generacional, tenés que mostrar vidas distintas, ya sea sexuales, materiales o en términos de edad. A la vez, todas las tramas tienen algún reflejo en la protagonista, incluso aquellas que Tamara no registra. Por ejemplo, la trama de Ofelia incluye la búsqueda de un vínculo que espeja al que está armando el personaje de Lali, como también espeja su relación con el judaísmo. A la vez, Sarita está en medio de una relación de pareja de la cual, de una forma u otra, quisiera intentar separarse, de la manera que lo hace la protagonista en la primera temporada.

–En una entrevista sobre la temporada pasada dijiste que uno es “esclavo de la historia que cuenta” ¿Te convertiste en una esclava de esta historia?
–Creo que una se vuelve esclava de la historia en este sentido: lo único que importa es lo que se quiere contar, mostrar y, sobre todo, el formato que tenés adelante. Por ejemplo, creo que todas las escenas de la noche las hicimos porque nos gustaban, yo no tengo una vida tan nocturna como esa aunque la protagonista lleve mi nombre. Queríamos filmar una nocturnidad de Buenos Aires porque sentimos que es algo que no está tan representado, o al menos las fiestas, las locaciones y la gente que nos gusta cruzarnos en la noche. Obviamente hay ficción, entonces muchas están muy montadas, pero eso es una decisión estética. Sin embargo, lo gracioso de esas escenas es que las protagonistas nunca están montadas, lo cual es algo muy porteño: vas a Brandon y hay unas que están montadas y otras que están de jean y zapatillas.
–La escritora Marina Yuszczuk dijo que a raíz del avance de las “literaturas del yo” se confunden como una misma cosa narrador, protagonista y autor ¿Vos cómo te llevás con eso? ¿Qué pasa con esa posible confusión y tu trabajo?
–No me importa mucho, ni es la lectura que uso para leer cosas de otros. Tampoco me preocupa demasiado. Cada quien puede interpretar las cosas como quiera. Lo que sí me parece importante es el pacto de lectura del momento en el que uno ve o lee algo. Que algo sea verdad o no, es secundario. Hace unos días una amiga me contaba que fue a ver el documental de Bel Gatti, No puedo tener sexo, y una amiga que estaba con ella interpretó todo como una ficción y le decía a cada persona que aparecía y que era del elenco: “¡Qué bien actuaste!”. Y a mí me pareció bárbaro, genial, por eso creo que hay que abandonar posturas como “a mí no me gusta que mi obra se lea de tal o cual manera”. Por favor, who cares.
–Hay líneas de diálogo que aparecen textualmente en tu libro Un millón de cuartos propios ¿Cómo fue ese pasaje de una cosa a la otra?
–Siendo honesta, a veces ni me acuerdo si hay una frase en un guion que sale de un libro o al revés. Son cosas que voy haciendo al mismo tiempo y reciclo cosas que ya usé. Cada uno tiene su yeite como artista y con esas repeticiones se va armando la voz de una misma. De alguna manera armar un collage de lo que vas haciendo es una forma de crear una marca personal sin pensar en “cómo hago para que esto sea mío”.

–¿Por qué priorizas al momento de escribir un tono más dubitativo que asertivo? ¿Por qué preferís la duda en una época que defiende la asertividad?
–Me resultaría muy raro decir algo muy tajante, generalmente mis opiniones son transitorias y están abiertas a aceptar que las circunstancias cambien y que, por lo tanto, una tenga que cambiar de opinión. Pienso que lo bueno de hacer un libro es que su extensión te permite presentar una posición y su contraria. Eso en un tuit o un reel no existe. A su vez, en la serie, los personajes afirman ideas y las defienden y las sostienen porque es lo que necesita la escena. Sin embargo, pensando en el personaje de Lali, eso llega muy tamizado y no queda siempre como la heroína, sino todo lo contrario y las visiones del mundo más interesante no las tiene ella, sino otros personajes.
–¿Esa defensa anti asertividad te llevó a casi no mencionar a Javier Milei o La Libertad Avanza cuando hablás en tu libro de la “Argentina actual”?
–Lo hice porque creo que lo que pasa acá responde a un clima global. No quiero que una persona lea esto en otro lugar y piense que no aplica porque la pregunta sobre todo esto tiene más que ver con cuánto depende realmente esta situación de Javier Milei o de Donald Trump, sea el caso. Yo no creo que cuando no estén gobernando las personas de derecha no van a estar más o se vayan a hacer progres. De hecho, muchos espacios progresistas están repitiendo discursos machistas y están retomando una línea antifeminista, aunque se reconozcan “nacionales y populares”. Por eso creo que el fenómeno actual no tiene que ver sólo con Milei. Lo interesante es que lo que más quieren captar los progresistas de La Libertad Avanza es la parte anti-progre, piensan: “Bueno, para ganar votantes tenemos que ser de derecha”. No se les ocurre que, tal vez, lo que tienen que prometer es una baja de la inflación. O por lo menos yo todavía no los escuché.
–En tu libro hablás mucho de cómo hoy el consumo define las identidades de las personas ¿Podrías hipotetizar sobre cuál sería una posible salida de esa lógica?
–Pienso que una salida de eso es definirse por lo que uno produce. Y no lo pienso en el sentido del arte porque producir puede ser hacer una comida, criar dos hijos sola, arreglar los muebles de tu casa, dedicarte a cualquier oficio. Yo no estoy tan de acuerdo con los relatos sobre la hiperproductividad porque no veo a la gente tan productiva, de hecho la veo scrolleando hipnotizada por el teléfono. Me veo a mí misma así. Decir que alguien fue hiperproductivo porque mandó muchos mails es algo medio falaz, en todo caso, reconozcamos que tiene muchos supuestos decir que alguien que hizo varios powerpoints y mandó mails es alguien muy productivo. Al mundo de hoy le sirve mucho más que estemos todo el día haciendo clicks o comprando cosas, antes de estar arreglándonos un mueble. Sigamos con este ejemplo de los muebles: arreglar una mesa o directamente hacerla te va a convertir en alguien diferente. Primero porque tenés que ir a la ferretería, comprar cosas, hablar con gente, aprender a hacer algo nuevo; es decir, te inserta socialmente de otra manera incluso si apenas salís de tu casa para resolverlo. Pienso que tener una vida más así puede llegar a generar cambios políticos, sociales y culturales.
–¿Por qué te interesa tanto reflexionar sobre la nostalgia que, junto con el resentimiento, decís que es de las emociones más pregnantes de esta época?
–Porque se volvió muy difícil pensar desde el progresismo una idea de futuro. Vivimos en un mundo muy solipsista, la mayoría de la gente se pregunta “qué ofrece el futuro para mí” y es poco común escuchar posturas que digan “quiero que el futuro le ofrezca a todo el mundo las posibilidades que hoy tengo yo”. Aclaro: un “yo” de clase media que no tiene posibilidades infinitas, pero que lo que tiene es mejor que lo que tiene la mayoría. Creo que una utopía atractiva para mí sería que todo el mundo pudiera vivir una vida de clase media: tener comida, agua potable, escuela, universidad, amigos, una jornada de trabajo decente y vacaciones pagas. Una vida de clase media en una sociedad democrática no es perfecta, pero si todo el mundo la tuviera viviríamos en una sociedad increíble. Sin embargo, me parece que para pensar que eso es deseable hay que reconocer que nosotros dos no somos el sujeto de la utopía. Quizás el obstáculo de las utopías progresistas es que toman algo que ya existe e intentan universalizar y lo problemático de eso es que para quien ya tiene esas cosas no hay nada. La utopía progresista te está diciendo que vos te quedes en tu dos ambientes, porque eso está muy bien, pero vos estás pensando que querés una mansión en Marte. Quizás deberíamos moderar nuestras ambiciones para que otros puedan ampliarlas.
–¿Qué ves de atractivo en esos personajes que, tanto en la serie como en los ensayos, le escapan a la polarización?
–Me interesan porque esos cruces son cada vez menos frecuentes. Yo intento moverme en espacios diversos: tengo amigos de izquierda y también de derecha; me junto con gente que gana mucho más que yo y mucho menos. Así y todo no transito por lugares que me sean incómodos, como podría ser para un cura ir a una casa trans. Esos cruces son cada vez más escasos porque este es un mundo donde cada quien elige cuándo y cómo socializar. La sociedad contemporánea te permite ignorar a la gente que te incomoda, pero a la larga si vos te vinculás con gente que no es distinta a vos, el que es diferente se va a transformar en una abstracción, en una idea, en algo que te va a dar miedo porque es desconocido. Pasa mucho esto con los progresistas y “el votante de Milei”: al tipo lo votó casi el 56% del país, no es probable que toda esa gente comparta muchas cosas en común –como tampoco el 54% que votó a Cristina en su momento–. Armar un arquetipo para representar a esas personas es querer demonizar y poner en evidencia que quien lo hace no conoce ni a uno, por eso no rodearse de personas diferentes no es algo inocuo.
–Cuando termina el libro mencionás tus ganas de “escribir cada vez mejor” ¿Esa es tu manera de tratar de acercarte a una “mente incandescente” en los términos que lo pensaba Virginia?
–Creo que el concepto de Virginia condensa mucho de lo que nosotros pensamos por “escribir bien”, que es poder poner todo lo que está en tu mente, en tu persona, en tu alma, en función de lo que escribís. Que nada quede fuera de eso, que nada quede mal puesto. Todo el mundo debería inventarse un concepto que refleje ese horizonte –aunque no lo pueda definir– y tratar de mejorar cada vez más lo que uno hace. Sí comparto con Virgina la idea de la “mente incandescente” cuando veo que en mis textos no tropiezo, cuando descubro que las palabras fluyen y van de un lugar a otro sin que yo me de cuenta de por qué pasó eso, ni cómo lo hice. Me gusta cuando no veo la maquinaria que se usó para lograr un texto. Pienso que escribir bien es encontrar una manera elegante de esconder la mano.

ISS/DTC
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