Historia a contrapelo del arte argentino
En esto, creo, podemos ponernos de acuerdo: al igual que el amor, una obra de arte abre un espacio entre nosotros y nuestras vidas, y nos deja respirar. Algunos han llamado a este espacio el “aura” de la obra de arte. Otros lo han considerado como aquello que permite diferenciar lo auténtico de lo falso. Están también quienes han creído que las imágenes son portales a otras dimensiones y quienes las han pensado como vehículos para conocer insospechados resquicios de nuestra psiquis. Aunque durante el último siglo y medio se haya insistido en lo contrario, una obra de arte siempre ocurre dentro de cierto límite que define lo que está fuera de lo que está dentro de ella. En muchos casos, el límite es el marco, el pedestal, las paredes de la galería, el museo o la calle. En otros casos, sin embargo, el marco deviene un modo de negociar el adentro y el afuera de la obra para generar nuevos modos de relación con el espectador.
Ser otro es la experiencia que una gran obra de arte nos puede brindar. Salir de nuestra piel para que lo otro entre y nos muestre una manera diferente de ver el mundo es de lo que se trata el arte. Podemos creer que estamos en presencia de Dios y sentir que nos transformamos en él. Incluso podemos llegar a ser el artista por un momento. Cuando experimentamos una buena obra de arte, sentimos que algo se mueve dentro de nosotros y que nos devuelve a un estado primigenio, preverbal. Al marcharnos de la galería o el museo, nos reencontramos con nosotros mismos como si halláramos a un medio hermano desconocido en un lugar extraño. La experiencia de una obra de arte puede acecharnos como un fantasma.
Pero el arte no solo nos devuelve a un estado originario; también genera fluidez. Los primeros pintores rupestres no se limitaron a dibujar sus búfalos como realmente eran, sino que lo hicieron con una determinada forma. Durante siglos, el aspecto estético ha hecho que nos detengamos frente a una obra de arte para contemplarla y rumiar acerca de ella. Precisamente, esta reacción ante la obra es lo que me propongo explorar en este libro, que busca ser un laboratorio de ideas para pensar cómo analizar el arte argentino sin caer en la lógica neutralizante de las instituciones ni abonar a una concepción de la imagen como simple ilustración de los fenómenos del mundo social.
La experiencia de la obra de arte, sea un objeto o una acción, no termina cuando dejamos de mirarla. Su recuerdo permanece con nosotros, a la deriva, sin que sepamos dónde ni cuándo acabará. El arte nos demanda tiempo. Sin embargo, el mayor rival hoy es justamente la falta de tiempo y nuestra reducida capacidad para prestar atención. Las distracciones infinitas en la pantalla titilante de los teléfonos celulares son enemigas del arte, aunque algunos artistas hayan decidido tematizarlas en los últimos años; lo son al menos del arte que nos invita a permanecer quietos y sentir con los ojos y con el cuerpo. En épocas en las que la idea del tiempo ha cambiado hasta el punto de amenazar con convertirse en un eterno presente hiperconectivo, reeducarnos en la capacidad de mirar arte fue una de las principales motivaciones que he tenido para escribir este libro. En esta historia particular del arte argentino, entonces, la prioridad estará puesta en las obras y en su análisis visual como mecanismo de aproximación. Si bien esto puede ser algo obvio, no lo es. La mayoría de lo que se ha escrito sobre el tema se focaliza en lo institucional, lo personal o lo sociológico, ignorando a la obra en sí.
Esta es una época en que los artistas son evaluados según su corrección política, incluso de manera retrospectiva y aun estando muertos. Vivimos en tiempos en los que aquello que se dice equivale a su significado. Tal vez la cuestión de la intencionalidad artística sea un buen lugar para comenzar. Pablo Picasso dijo que él empezaba una pintura pensando que iba a hacer una cosa, pero enseguida se transformaba en algo completamente diferente. La voluntad del artista, al fin y al cabo, importa poco. Todos se preguntan al terminar una obra cómo pueden haber hecho lo que hicieron. Solíamos creer que por inspiración divina. Lo cierto es que si bien la voluntad de Picasso importó poco al momento de hacer lo que hizo, nadie lo hizo como él. La diferencia que él establece es importante y es la que existe entre lo intencional y lo involuntario. El arte no es el resultado de lo intencional, sino de lo involuntario, y debemos tener esto presente en esta época de cálculos de probabilidades y algoritmos.
La cuestión moral es de fundamental importancia en este libro y en el ámbito de la crítica cultural ha habido dos posiciones respecto de si alguien moralmente reprobable puede ser considerado un buen artista. Por un lado, están quienes acusan a artistas y escritores de no hacerse cargo del esclavismo o colonialismo en el que sus personajes se desenvuelven. Por otro, hay quienes plantean que aun si este tipo de acusación puede ser relevante desde un punto de vista político, es irrelevante desde una perspectiva artística. Henry James dijo que las cuestiones artísticas remiten solo a cuestiones de ejecución. Las cuestiones de moralidad son otro tema. Esto no significa que debamos reducir la apreciación de la obra de arte a una cuestión de estilo, sino que, recordando a Picasso, la obra de arte es el triunfo de lo involuntario sobre lo intencional y, en definitiva, lo que importa es, precisamente, esa lucha. Aquellos que piensan así creen que no es prerrogativa del espectador acusar al artista de colonialista, misógino, antisemita, etcétera. Por poco que nos gusten esos artistas como personas, las suyas no serían ofensas contra el arte. Si esos artistas deciden expresar misoginia o antisemitismo, es su modo de elegir lo que es enjuiciable. Sin embargo, podría contraargumentarse que el riesgo de las lecturas que separan el arte de la decisión de ser racista, colonialista o misógino es que lo relegan a la pura forma y nos impiden usarlo como testimonio de un pasado de cuya experiencia podemos aprender para mejorar el futuro. ¿Dónde colocarse entre estos dos extremos en una época en que las discusiones se vuelven más y más acaloradas y el juicio precoz en las redes pende sobre nuestra cultura como una espada de Damocles? ¿Qué debemos hacer? ¿Evitar la responsabilidad del contexto social refugiándonos en los aspectos formales del arte o comprometernos socialmente? Esta es, sin duda, una pregunta de difícil respuesta, tal vez imposible, pero este libro hace de este tipo de problemas su fuente de sentido.
Otra de las preguntas constitutivas de este libro es si se puede hablar de un arte argentino cuando los artistas incluidos oficialmente en nuestro Parnaso provienen, casi en su totalidad, de la ciudad de Buenos Aires y, en un menor número, de la ciudad de Rosario. ¿A qué se debe esta identificación del arte nacional con el porteño? ¿Cómo llegamos a la naturalización de ese error y cómo influye en nuestro sentido del gusto? ¿Sobre qué base decimos que algo nos gusta o no? La cuestión moral es fundamental para esta reflexión sobre una historia del arte nacional.
El libro comienza con una exploración de lo que llamo el “trauma fundacional” del arte argentino, en el que se expresa la antinomia civilización-barbarie y la tensión entre ambos conceptos. Como veremos, durante el siglo XIX, la barbarie (o, al menos, algunas de sus formas) fue presentada estéticamente bajo el signo de la civilización. Los primeros coleccionistas sabían que el arte era un instrumento casi tan efectivo como las armas para lograr la disciplina de los pueblos y alcanzar el objetivo de la creación de la nación. En este sentido, mi análisis está atravesado por la discusión entre dos corrientes: la que acusa a los artistas de no hacerse cargo del esclavismo o colonialismo que representan en sus pinturas, y la que plantea la irrelevancia artística de esas acusaciones.
Además, me detendré en el análisis de la figura del artista. Comprender a los artistas como seres humanos, nacidos en circunstancias específicas y con tantas potencialidades como limitaciones, nos permite sacarlos de la categoría de genios. El riesgo de humanizarlos es, desde ya, bajarlos del panteón construido por aquellas instituciones que necesitaron canonizar sus propios héroes para garantizar su propia subsistencia, fijando las lecturas de sus obras y eliminando lo que hace valioso al arte: su imprevisibilidad. Pero no son únicamente personas de carne y hueso, sino también actores dentro de un entramado de transacciones de poder e influencias. Resulta interesante analizar los modos en que sus reputaciones son explotadas (tanto por otros como por ellos mismos) para la obtención de ciertos fines: ¿por qué Enio Iommi se autoproclamó hasta sus últimos días como un artista de vanguardia si dedicó la mayor parte de su carrera a la comercialización de objetos commodities serializados? ¿Cuál es el verdadero objeto artístico de Marta Minujín, la imagen en tensión a punto de ser consumida, como muchas veces manifestó, o el aprovechamiento de contextos favorables para lograr más visibilidad? ¿Es productivo considerar a Antonio Berni como un artista nacional y popular?
Otro eje de análisis será la relación entre la obra —o el artista— y el espectador en el contexto de un país marcado por la desaparición de los cuerpos, primero de miembros de pueblos originarios y un siglo más tarde, durante la década de 1970, de jóvenes militantes. Partiendo de la pregunta fundamental de para qué sirve la pintura en la Argentina, me propongo explorar el rol del cuerpo en la nueva figuración y la manera en que una crítica mujer, desde el exterior del país, puso en cuestión como nadie antes el modelo de masculinidad dominante en el sistema artístico argentino. Reflexionaré sobre las formas en las que la nueva imagen de Jorge Glusberg (y algunos de sus artistas representativos, como Guillermo Kuitca y Ana Eckell) trabajó con el dolor provocado por la desaparición de personas durante la dictadura y su diferencia con las obras de otros artistas como Carlos Gorriarena, Carlos Alonso, Juan Carlos Castagnino y Ricardo Carpani, que transformaron su arte en un instrumento de acción política. También me detendré en figuras como la de Juan Carlos Distéfano, que vio una oportunidad para repensar el lugar del arte en tiempos de tortura y la reproducción de la imagen como simulacro que sobreviene al advenimiento del tardocapitalismo en la obra de Nicola Constantino. Durante los años del gobierno kirchnerista, por otra parte, se generaron las condiciones para que se incluyeran dentro del canon del arte argentino acciones estéticas similares a las de El siluetazo de 1983, pero es importante analizar quiénes las llevaron adelante y cuáles fueron sus motivaciones: el intento de institucionalización obliga a no perder de vista el contexto político y las significaciones que de este se desprenden.
Una exploración preliminar de la evolución de la historia del arte abstracto argentino en el contexto global nos permitirá poner el foco en la emergencia de un mercado del arte latinoamericano en el hemisferio y de un puñado de coleccionistas que aprovecharon las oportunidades del financiamiento privado por parte de los grandes bastiones del modernismo internacional (como el Museo de Arte Moderno de Nueva York [MoMA] o el Tate Modern) para alcanzar visibilidad global. Analizaré cómo este fenómeno alimentó la consolidación de un gusto privado por el arte abstracto sudamericano en el que los problemas sociales e individuales de los habitantes de la región son, literalmente, ignorados. La pregunta por las causas y los efectos de la imposición de un determinado gusto y de cierta noción del arte latinoamericano será central en este libro. ¿Contra qué otras nociones de arte latinoamericano compiten esos intentos privados? ¿Qué consecuencias ha tenido este fenómeno en la producción de arte a nivel regional? En esta línea, me propongo reflexionar sobre los cruces entre el gusto dominante por una estética particular que llamaré “desarrollista” y la existencia de un círculo de arquitectos progresistas neoliberales que se presenta como meritocrático, pero que en realidad es nepótico y tradicionalista. Exploraré la relación entre este encumbramiento de la estética neodesarrollista en la década de 1970 y la emergencia de una idea de creatividad artística entendida como la destreza para traducir ciertas preferencias subjetivas en valor de mercado a partir de la década de 1990.
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