Miss Ormerod, una excéntrica de Virginia Woolf
Los árboles se erguían enormes con todo su follaje estival dispersos y en grupos en una pradera que caía en una suave pendiente desde la casona blanca. Había señales inconfundibles del año 1835 tanto en los árboles como en el cielo, porque los árboles modernos no son tan voluminosos, y el cielo de aquellos días tenía una textura pálida y difusa, distinta del tono más concentrado de los cielos que conocemos hoy.
Mr. George Ormerod entró por la puerta de vidrio de la sala de Sedbury House, en Gloucestershire; llevaba un sombrero alto y afelpado, y pantalones blancos ajustados al empeine; lo seguían de cerca, aunque con deferencia, una mujer de vestido a lunares amarillos y crinolina, y detrás de ella, solos o tomados del brazo, venían nueve niños con chaquetas de nanquín y largos pantalones bombachos blancos. Iban a ver cómo sacaban el agua de un estanque.
A la hija más pequeña, Eleanor, una niña de cara pálida, rasgos más bien alargados y pelo negro, la dejaron sola en la sala, un ambiente grande y amarillento con dos columnas, dos candelabros que por algún motivo habían envuelto en bolsas de holandilla, y varias mesas octogonales, algunas de madera taraceada y otras de malaquita verdosa. Frente a una de estas mesas estaba sentada la pequeña Eleanor Ormerod, en una sillita alta.
—Ahora, Eleanor —dijo la madre, mientras los demás se agrupaban para la excursión al estanque—, aquí te dejo unos escarabajos muy lindos. No toques el vaso. No te bajes de la sillita, y cuando volvamos George te va a contar todo.
Y mientras le decía esto, Mrs. Ormerod puso un vaso de agua con una media docena de larvas en medio de la mesa de malaquita, a una distancia prudente de la niña, y siguió a su marido por la ladera de césped tradicional hasta un rebaño de ovejas extremadamente tradicionales; abrió y pasó directamente a la explanada, con un pequeño parasol de seda verde botella con flecos verde botella, aunque el cielo era como un colchón de terciopelo cubierto con una colcha de fustán blanco.
Las larvas, pálidas y robustas, giraban lentamente una y otra vez en el vaso. Algo tan simple sin duda se volvería repetitivo al poco tiempo. Sin duda Eleanor agitaría el vaso, molestaría a las larvas y se bajaría como pudiera de la sillita. Ni siquiera un adulto puede ver por mucho tiempo cómo esas larvas se arrastran hacia abajo contra el vidrio y después flotan otra vez hacia la superficie sin sentir un aburrimiento no desprovisto de cierto rechazo. Pero la niña se quedó sentada, totalmente quieta. ¿Estaba acostumbrada, entonces, a divertirse viendo cómo daban vuelta las larvas? Su mirada era pensativa, incluso crítica. Pero empezaron a brillarle los ojos de entusiasmo. Golpeó el borde de la mesa con la mano. ¿Cuál era el motivo? Una de las larvas había dejado de flotar, y había quedado en el fondo; las demás habían bajado y la estaban despedazando.
—¿Y cómo la pasó la pequeña Eleanor? —preguntó Mr. Ormerod, con una voz grave, cuando entró a la sala, con cierto aire acalorado y cara de cansancio.
—¡Papá! —dijo Eleanor, casi interrumpiendo a su padre por lo ansiosa que estaba de compartirle sus observaciones—. ¡Vi cómo una de las larvas se cayó y el resto vino a comérsela!
—Qué disparate, Eleanor —dijo Mr. Ormerod—. No estás diciendo la verdad.
El hombre miró, serio, el vaso donde las larvas seguían girando como antes.
—¡Papá, es cierto!
—Eleanor, las niñas no pueden contradecir al padre —dijo Mrs. Ormerod, cruzando la puerta de vidrio y cerrando su parasol verde de golpe.
—Que esto les sirva de lección —empezó a decir Mr. Ormerod, señalándoles a los otros niños que se acercaran, cuando se abrió la puerta de la sala y el sirviente anunció:
—El capitán Fenton.
El capitán Fenton “a veces caía pesado por su costumbre de aludir a la carga de los Scots Greys, en la que él había participado durante la batalla de Waterloo”.
¿Pero qué hace esa multitud alrededor de la puerta del George Hotel en Chepstow? Un débil vitoreo llega desde el pie de la colina. Ahí sube la diligencia del correo, con los caballos echando humo, los paneles salpicados de barro. “¡Abran paso! ¡Abran paso!”, grita el caballerizo, y el vehículo entra a toda velocidad al patio y se detiene de golpe ante la puerta. El cochero baja de un salto, se llevan a los caballos, y se los reemplaza con cuatro espléndidos tordos, poniéndoles los arneses a una velocidad increíble. Todo esto —el cochero, los caballos, la diligencia y los pasajeros— es observado con gran admiración por la multitud cada miércoles por la tarde a lo largo del año entero. Pero hoy, 12 de marzo de 1852, mientras el cochero se acomodaba la peluca, y estiraba las manos para las riendas, se dio cuenta de que, en lugar de mirarlo a él, el pueblo de Chepstow dirigía la vista hacia un lado y hacia el otro. La gente apartaba la cabeza. Sacudía los brazos. Un sombrero trazó un semicírculo en el aire. La diligencia volvió a partir casi sin que nadie lo notara. Cuando dobló, todos los pasajeros del lado de afuera estiraron el cuello, y un hombre se puso de pie y gritó: “¡Ahí, ahí, ahí!”, antes de caer y pasar a mejor vida. Era un insecto, un insecto de alas rojas. La gente de Chepstow salió a la carretera y se puso a correr colina abajo, con el insecto volando siempre frente a ellos; al final, cuando llegaron al puente, un joven puso su bandana sobre la pala de un remo, lo capturó vivo y se lo presentó a un caballero entrado en años, muy respetable, que apareció jadeando en ese momento: Samuel Budge, médico de Chespstow. Samuel Budge se lo presentó a Miss Ormerod, y ella se lo envió a un profesor de Oxford. Y luego de declarar que se trataba de “un excelente espécimen de langosta de reverso alar rosado”, el profesor añadió el gratificante dato de que era “el primero de su especie capturado tan al oeste”.
Y así, a los veinticuatro años de edad, Miss Eleanor Ormerod fue considerada la persona adecuada para recibir como regalo una langosta.
[Publicado en The Dial, vol. 77, diciembre de 1924]
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