Jimmy Carter, un adversario tenaz de la dictadura argentina
Jimmy Carter, quien falleció hace pocos días, a los 100 años, llevaba en febrero de 1977 pocos días como presidente de Estados Unidos, cuando su gobierno anunció que reduciría la ayuda militar a la Argentina y otros dos países (Uruguay y Etiopía) por violaciones a los derechos humanos. La novedad resultó no solo humillante, sino también desconcertante para la dictadura argentina, que nunca entendería por qué Carter abandonó su tradicional política de respaldo sin condicionamientos a las dictaduras anticomunistas latinoamericanas.
“Le duele a la Argentina la incomprensión de sus amigos”, le dijo en una reunión privada el vicealmirante César Guzzetti, canciller de la dictadura, al embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, Robert Hill, según se lee en documentos desclasificados por la embajada. La respuesta pública la dio el dictador Jorge Videla, quien trató de encender el nacionalismo, al afirmar que el país enfrentaba una “campaña mundial sobre presuntas violaciones a los derechos humanos en la Argentina, encaminada a robustecer a las fuerzas subversivas”.
El relato de esos días corresponde a lo que fue apenas el primer capítulo de largos desencuentros entre Carter y la dictadura. Durante sus cuatro años en el poder, el gobierno demócrata reclamó en forma privada y pública que la dictadura revelara la lista de detenidos en poder de las Fuerzas Armadas y llevara ante la Justicia a los acusados de violaciones a los derechos humanos. Impuso, además, sanciones económicas relevantes.
Así, Carter no solo se diferenció fuertemente del gobierno republicano que lo antecedió (el de Gerald Ford, con Henry Kissinger como Secretario de Estado) y el que lo sucedió (Ronald Reagan), que apoyaron la represión ilegal, sino también de todos los demás países. Algunos solo denunciaron y presionaron a la dictadura argentina cuando las víctimas fueron sus propios nacionales, como hizo Francia cuando desaparecieron las monjas Alice Domon y Leonie Duquet o Suecia, cuando fue secuestrada Dagmar Hagelin. Otros directamente respaldaron al gobierno militar, como la Unión Soviética, que le dio su apoyo en foros internacionales, mientras el Partido Comunista Argentino defendía ardorosamente al régimen de las críticas externas. De hecho, cuando Estados Unidos impuso la sanción contada al principio de esta nota, el PC se quejó de que el gobierno de Carter “interfiere en asuntos internos de nuestro país esgrimiendo hipócritamente el argumento de las violaciones a los derechos humanos”, en un comunicado firmado por sus principales dirigentes, Rodolfo Ghildi, Rubens Iscaro y Fernando Nadra.
Derian, la punta de lanza
Ya desde su campaña electoral, Carter fue crítico del combate al comunismo a cualquier costo que había caracterizado a la política exterior estadounidense desde los inicios de la Guerra Fría. Una vez que asumió la presidencia, hizo saber que el respeto a los derechos humanos era un valor universal , en el que no debían reconocerse fronteras, lo que tendría fuertes implicancias para la Argentina.
El presidente norteamericano lo explicitó cuando habló ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en marzo de 1977, y avisó que ningún país “puede afirmar que el maltrato a sus ciudadanos es un asunto exclusivamente suyo. Ninguno puede eludir su responsabilidad de examinar y denunciar casos de tortura o privaciones injustificadas de la vida en cualquier parte del mundo”.
Ese mismo mes visitó por primera vez la Argentina la coordinadora de Derechos Humanos de Carter, Patricia Derian, quien se convertiría en una enemiga tenaz de la dictadura. En ese primer viaje, Derian se reunió con familiares desaparecidos y también con distintos actores de la realidad argentina, muchos de los cuales le aseguraron que Videla era un “moderado” al que convenía cuidar, porque si no vendrían los “duros”. Derian, sin embargo, nunca creyó esa versión, tan extendida en la época, y no solo enfrentó personalmente a los mayores jerarcas de la dictadura -Videla, Massera y Harguindeguy- sino que motorizó todo tipo de denuncias y de sanciones económicas contra el país.
Carter y Videla se vieron las caras por primera y única vez en septiembre de 1977, cuando los presidentes del continente fueron invitados a Washington, en ocasión de la firma del Tratado del Canal de Panamá, con Omar Torrijos. El líder estadounidense dio una entrevista al dictador argentino en la Casa Blanca y después los dos hablaron con la prensa.
“Discutimos extensamente la cuestión de los derechos humanos: la cantidad de personas que están detenidas en la Argentina, la necesidad de juicios rápidos y de que el país haga conocer al mundo la situación de los prisioneros”, explicó Carter. Videla, como otras veces, hizo gala de su cinismo, cuando dijo: “La guerra contra la acción subversiva está llegando a su fin y la Argentina pasará una Navidad mucho más feliz”. Era falso, por supuesto. Hacia fin de año la represión ilegal no sólo no cesó, sino que se apuntó a los familiares que se atrevían a buscar a sus seres queridos y fueron desaparecidas las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo.
El país herido por la incomprensión
La presión del gobierno de Carter tampoco cesó y tuvo una de sus expresiones más fuertes cuando el Secretario de Estado, Cyrus Vance, realizó una visita a la Argentina y trajo en su valija una lista con los nombres de 7.500 desaparecidos, elaborada por organismos de derechos humanos.
A partir de 1978, la estrategia de Carter se centró en lograr una visita de una misión investigadora de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esto fue considerado en principio inaceptable por los jerarcas de la dictadura argentina, que seguían desconcertados y furiosos por la actitud norteamericana. “Ningún argentino que ame su patria puede aceptar los cuestionamientos de Estados Unidos en materia de derechos humanos. Todo el país está herido por tanta incomprensión”, casi le gritó una tarde el entonces secretario general del Ejército –y más tarde presidente– Reynaldo Bignone al embajador norteamericano, Raúl Castro, cuentan los cables de la embajada.
Derian, mientras tanto, continuaba su tarea con la misma determinación. Luego del triunfo en el Mundial 78, que había dado al relato de la dictadura –según entendía el régimen– un barniz de legitimidad, la coordinadora de Derechos Humanos se presentó ante el Capitolio para afirmar que continuaba en la Argentina la tortura sistemática de prisioneros políticos.
Esa audiencia generó una respuesta enérgica de la prensa que acompañaba a la dictadura. El diario Clarín pidió que fuera rechazada “la intromisión en los asuntos internos” y señaló que, después de todo, la represión ilegal había sido necesaria, contaba con apoyo social y eso clausuraba cualquier discusión. “Los expedientes de excepción a los que fue necesario recurrir, por las modalidades de la batalla empeñada, concitan la comprensión de la ciudadanía que quiere vivir en un ambiente de tranquilidad y paz”, editorializó el diario más vendido.
Finalmente, la dictadura aceptó la visita de la CIDH, para sorpresa de muchos, que se concretaría en 1979. Poco antes de su muerte, en una entrevista, Videla señaló que se admitió a la misión investigadora debido “a la presión de gente como Patricia Derian, que jorobaba tanto”.
La visita de la CIDH tuvo un impacto profundo, que desarticuló lo que quedaba en pie de las mentiras de la dictadura y sus apologistas. Miles de familiares se presentaron en oficinas instaladas en Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y Rosario para denunciar y dar detalles de la desaparición de sus seres queridos. Se denunciaron 5.580 casos. En abril de 1980 el organismo hizo público su informe, en el que señaló que “la lucha desatada con el objeto de aniquilar totalmente la subversión tuvo su más sensible, cruel e inhumana expresión en los miles de desaparecidos, hoy presumiblemente muertos, que ella originó”.
Sin embargo, para esa época ya se había morigerado la presión de Carter, debilitada por la contraofensiva de corporaciones norteamericanas que habían perdido negocios en la Argentina. Una columna publicada en el Washington Post cuantificó en 1.400 millones de dólares el monto que las empresas dejaron de ganar debido a las sanciones económicas y eso resultaba intolerable. El New York Times explicó el escenario de esta manera: “La administración Carter, luego de provocar indignadas reacciones de los militares y de la comunidad local de negocios americana con criticas públicas y sanciones económicas, aparentemente ha decidido que la persuasión silenciosa puede ser un método más exitoso”.
Carter terminó su gobierno golpeado por un aumento de la inflación en Estados Unidos y por la crisis de los rehenes en la embajada norteamericana en Teherán. Cuando Unión Soviética invadió Afganistán y la Casa Blanca decretó un embargo de exportaciones de cereales a su rival en la Guerra Fría, intentó sumar a la Argentina. El presidente norteamericano se lo pidió a Videla en una carta personal, en la que le recordó los términos razonables en que los que siempre habían discutidos sus diferencias en los temas de derechos humanos. El dictador argentino dijo que no. Poco después, la agencia de créditos para las exportaciones de Estados Unidos -el Eximbank- aceptó financiar con 700 millones de dólares la participación de empresas norteamericanas en la construcción de la represa Yacyretá, que un año y medio antes había rechazado por la cuestión de los derechos humanos.
En marzo de 1980, al cumplirse el cuarto aniversario del golpe militar de 1976, el New York Times informó: “El régimen militar argentino empieza su quinto año en el poder, cortejado diplomáticamente tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética y unido sólidamente en sus objetivos políticos y económicos”.
Los días de la presión del gobierno de Jimmy Carter por las violaciones a los derechos humanos se terminaban y para la dictadura argentina era un gran alivio. Ronald Reagan ya asomaba en el horizonte.
DG/MG
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