Qué hacer para parar a Putin: las ideas de cinco voces expertas
Tom Burgis
“Para hacer frente a la cleptocracia de Putin, primero debemos dejar de ser cómplices de ella”
Tom Burgis es corresponsal de investigación del Financial Times y autor de Kleptopia.
Érase una vez un hombre cuya tierra era rica en petróleo y gas, pero que creció rodeado de pobreza y a diario tenía en mente que las cosas podían desmoronarse, y periódicamente lo hacían. Se alistó en las fuerzas de seguridad y luego entró en el servicio público. “Servicio público” es el término equivocado: empezó a participar en el saqueo que es la ocupación incesante de quienes ocupan cargos públicos en su país. A eso dedicó su vida entera, para seguir siendo alguien del establishment, para no cambiar el reducto de la riqueza y la seguridad por el turbulento mundo exterior.
Se enriqueció. Ascendió. Se hizo más rico. También lo hicieron aquellos a los que concedió sus favores, aquellos a los que dio licencia para saquear. Lo adulaban, hablaban de su grandeza. En cuanto al resto, aquellos en cuyo nombre gobernaba, no había necesidad de obtener su consentimiento. En cambio, para mantener el control, los alimentaba con miedo mientras les prometía el antídoto. Que vienen los otros, los que quieren hacernos daño y quieren quitarnos lo que tenemos, pero yo os mantendré a salvo. Era una doble vida: era a la vez el ladrón y el guardián.
El hombre que tengo en mente era el gobernador de un estado nigeriano. Mientras engullía petrodólares, los pueblos ardían en su nombre. Pero este esbozo se aplica, con pequeñas variaciones, a muchos dirigentes del mundo. Desde la República Democrática del Congo (RDC) hasta Kazajstán, la principal forma de ganar dinero en la economía global es la venta de sus materias primas: combustible, metales preciosos e industriales, ciertas piedras. Los ingresos están a disposición de quien ostenta el poder. Toman lo que quieren, luego contratan banqueros y abogados para que eliminen sus huellas del botín y lo esconden en países ricos. No tienen necesidad de recaudar impuestos de su propio pueblo, por lo que éste no tiene forma de pedirles que rindan cuentas. La corrupción es lo opuesto al consentimiento.
La idoneidad de Vladimir Putin para este club de cleptócratas queda patente en En primera persona, un libro escrito por tres periodistas rusos poco después de que Putin asumiera la presidencia en 2000, basado en entrevistas con él, su mujer y algunos de sus amigos. Al crecer entre ratas y retretes en condiciones deplorables, Putin soñaba con un lugar en la clase dirigente del imperio soviético como oficial de la organización que protegía su poder, la KGB. Un día de Pascua, Putin, por entonces un joven recluta, estaba vigilando una procesión religiosa a la salida de una iglesia. “Me preguntó”, recuerda un amigo violonchelista, “si quería subir al altar y echar un vistazo. Por supuesto, acepté. Había algo tan infantil en su gesto… ‘Nadie puede ir allí, pero nosotros sí’”. Más tarde, un estudiante borracho le pidió un cigarrillo. Putin, campeón de judo, dijo que no y, acto seguido, tiró al estudiante al suelo. El poder sirve para conseguir cosas que otros no pueden tener. Si otros piden algo que no quieres dar, responde con violencia.
Enviado a Dresde, Putin pasó a vivir allí con su joven familia en un apartamento con servicios incluidos. Había chofer, buena cerveza y perritos calientes en el campo los fines de semana. Entonces cayó el Muro de Berlín. Multitudes enfurecidas se agolparon frente a la estación de la KGB. Se puso en contacto con sus mandos y le dijeron: “Moscú está en silencio”. El viejo orden había caído, él tenía que unirse al nuevo. Regresó a casa, a San Petersburgo, y se aseguró un puesto en el Gobierno local con poderes para decidir a quién se le permitía ganar dinero haciendo negocios con capitalistas occidentales. Naturalmente, decidió que debían ser él y sus amigotes. Ascendió. Una década más tarde, era presidente. Se llevó a su banda de cleptócratas al Kremlin. Algunos de ellos, como Igor Sechin, hoy están en las listas de sanciones.
Los gobernantes de Occidente aplicaron con Putin la misma lógica que aplicaron con los gobernantes de la RDC o de Kazajistán. Querían comprar las mercancías de estos países, así que fingieron que los cleptócratas eran líderes legítimos con los que podían hacer negocios. Siguieron haciéndolo cuando Putin asesinó a disidentes exiliados en el extranjero, cuando invadió Osetia del Sur en 2008 y Crimea en 2014, todo ello mientras desarrollaba una perorata imperialista tribal con el fin de incitar la lealtad en casa. Después de 22 años, Putin evidentemente cree en su propia propaganda según la cual él es un estadista en lugar de un personaje de El Padrino. Mientras sus fuerzas destruyen Ucrania, le pregunto a un exoficial de inteligencia ruso qué quiere Putin. “Respeto”, dice. “Todo es cuestión de respeto”.
Además de aceptar que lo hemos envalentonado tanto que bien podríamos tener que enfrentarnos a él en el campo de batalla, para hacer frente a la cleptocracia de Putin, primero debemos dejar de ser cómplices de ella. ¿Qué creemos que pasa con el dinero que pagamos por el gas ruso? ¿Cómo imaginamos que las multinacionales occidentales se aseguran los derechos de perforación petrolífera dispensados por un régimen que sabemos que es corrupto? ¿Quién creemos que está detrás de las empresas de propiedad anónima, registradas en lugares como Guernsey, Chipre y las Islas Vírgenes Británicas, a las que seguimos permitiendo participar en nuestras economías? Los Papeles de Panamá revelaron que uno de los seres humanos detrás del camuflaje corporativo era el violonchelista que Putin llevó a ver un altar prohibido. De alguna manera, amasó una fortuna millonaria en secreto.
Hace tiempo que sabemos las respuestas a estas preguntas, pero era demasiado lucrativo decirnos que no las conocíamos. Dos fuentes de dinero sostienen a Putin y a sus colegas cleptócratas. Una lleva el dinero occidental a las cleptocracias para pagar por los recursos naturales; la otra lleva el dinero de vuelta, después de haber sido robado, para preservarlo en los mercados inmobiliarios, las universidades y los partidos políticos de Occidente. Si queremos debilitarlo a él y a su sistema de poder corrupto, debemos interrumpir ambas fuentes. Eso significa incrementar y mantener la reducción de nuestro consumo de petróleo y gas ruso. Si no queremos simplemente pasar de apoyar a una cleptocracia a apoyar otra, debemos sustituir este suministro energético por algo distinto a los combustibles fósiles que son el sustento de los cleptócratas de todo el mundo. En cuanto a la segunda fuente, las declaraciones en Reino Unido de que lo estamos desactivando —que, como dijo Boris Johnson, “no hay lugar para el dinero sucio en Reino Unido”— son risibles. Unos cuantos nombres en las listas de sanciones y algunas reformas con lagunas jurídicas de las leyes sobre delitos económicos que no cuenten con el respaldo presupuestario para aplicarlas son prácticamente insignificantes mientras sigamos permitiendo el secretismo financiero.
Sin embargo, el peligro es que, al expulsar a más y más personas de la economía global, aceleramos la creación de una economía en la sombra. Los acuerdos que violan las sanciones internacionales pactados entre Irán, Venezuela y Rusia —cleptocracias con máscara islamista, socialista e imperialista, respectivamente— revelan que esta alternativa ya está tomando forma. Los líderes de la cleptocracia china aprovecharán esta oportunidad para reafirmar su posición a la cabeza de este nuevo orden.
Estamos asistiendo al surgimiento de lo que di a llamar “cleptopía”. Una guerra no declarada y no convencional entre la cleptocracia y la democracia ha estado en marcha desde mucho antes de que las tropas de Putin entraran en Ucrania. Los dos bandos no están determinados por mera geografía. Los cleptócratas tienen muchos aliados en Occidente, desde los abogados que cubren sus saqueos hasta los políticos que promueven su influencia en los gobiernos democráticos. Sus víctimas son tanto los civiles ucranianos como los reclutas rusos. ¿De qué lado estamos?
Catriona Kelly
“Debemos intentar comprender la compleja historia del imperialismo ruso”
Catriona Kelly es profesora honoraria de cultura rusa y soviética e investigadora senior en el Trinity College de Cambridge y autora de St Petersburg: Shadows of the Past (San Petesburgo: Sombras del pasado).
Salí de San Petersburgo el pasado 22 de febrero y llegué a Londres apenas 27 horas antes de que las tropas rusas cruzaran la frontera con Ucrania. Hacía días que estaba segura de que la invasión se produciría. La cuestión era a qué escala. Había leído especulaciones en la prensa rusa sobre la intención de ocupar todo el país. Seguramente aquello era imposible… De todos modos, con mis amigos en Petersburgo brindamos con el viejo brindis soviético “¡Por la paz!”, aunque dicho en voz baja.
Lo ocurrido desde ese momento destruyó la esperanza y confirmó el miedo. Este ataque no provocado, brutal y chapucero contra un vecino cercano fue el peor desastre de la política exterior rusa en décadas. Para los que conocemos y amamos Ucrania, pero también Rusia, es una tragedia tan personal como humana. Un gran número de rusos no apoya la guerra, que también es un ataque a la independencia de Rusia. Muchos huyen de su patria, cada vez más hostil, hacia donde aún haya vuelos y las fronteras estén abiertas.
Aunque comparto el escepticismo de Tolstoi sobre el impacto del individuo en la historia, en gran medida esta guerra es de Vladímir Putin. Decidido a revertir la entropía de la que culpa a Gorbachov, Putin cree en la unidad transhistórica de la Gran Rusia, la Pequeña Rusia y la Rusia Blanca. Ucrania como tal no existe.
En el mejor de los casos, “Pequeña Rusia” es una provincia que tiene derecho a sus propias tradiciones pintorescas. Pero autonomía equivale a deslealtad. Los que la buscan son “nazis”. El término asimila a los defensores de la independencia ucraniana con los invasores derrotados por la Unión Soviética (léase, Rusia) en la gran guerra patriótica entre 1941 y 1945. Al mismo tiempo, borra de la historia la contribución crucial de los propios ucranianos para la victoria en esa guerra. Solo un olvido tan intencionado podría permitir a Putin, nacido en la antigua Leningrado, infligir a Járkov, Mariúpol, Kiev y Mykolaiv un asedio como el que devastó su lugar de nacimiento en 1941-1944.
Después de 1991, los políticos rusos aprendieron rápidamente de Occidente cómo gobernar mediante la propaganda. La campaña de 2012 para restablecer los “lazos espirituales”, de la que se burlaban los sofisticados de las grandes ciudades, estaba tan orientada a los grupos clave según las encuestas como cualquier cosa ideada por el estratega político británico y artífice del Brexit Dominic Cummings. Se dirigía a quienes sentían que la globalización les había dejado atrás, cuando incluso los productos fabricados en Rusia procedían a menudo de fábricas propiedad de empresas internacionales: Danone, Ford, Ikea, Heineken.
Cuando Putin empezó a hablar de la unidad histórica de Rusia y Ucrania en la primavera de 2014, esto también pareció un recurso oportuno, un intento de justificar post factum la improvisada anexión de Crimea. Una vez pasado el primer aniversario de la anexión, la retórica fue apagándose. Pero en el verano de 2021, el discurso de Putin sobre la “unidad histórica” resurgió muy en serio. Las protestas electorales de 2020 en Bielorrusia parecen haber sido un factor determinante. Si eso pudo ocurrir en un país cuya lealtad a Rusia parecía absoluta, ¿dónde podrían operar después los “poderes externos” (Putin no cree en la disidencia sin ellos)?
La primera dificultad para resolver “el problema Putin” es, pues, que éste está decidido a derrotar y purgar a la Ucrania independiente. Las conversaciones de paz han sido una iteración de certezas por parte de los delegados rusos, fijados en su posición de no compromiso. Un ejemplo de ello es Vladímir Medinski, que fue ministro de Cultura y es un ideólogo del supremacismo ruso apoyado en la distorsión de la historia.
Es tentador pensar que si Putin y sus aliados desaparecieran habría una solución racional. Sin embargo, grandes sectores de la población siguen apoyando a Putin: los que comparten sus prejuicios sobre Ucrania, los que están convencidos de que Occidente busca destruir a Rusia, aquellos para los que las cosas han mejorado desde 1991, los que temen que las cosas puedan empeorar.
Putin no es un problema de fácil solución. Pero concentrémonos en lo que podríamos lograr. He aquí una lista breve e imperfecta:
–Impulsar conversaciones de paz adecuadas, acompañadas de un alto el fuego total, y con la participación de observadores de confianza para ambas partes. A medida que la guerra se prolonga, las bajas aumentan y los costes económicos empiezan a hacerse notar, podría haber un cambio de opinión en el lado ruso. Incluso ahora ya hay algunas señales de desunión en la cúpula del poder.
–Escuchar a las voces de la región. Un buen punto de partida es el ensayo del activista e historiador ucraniano Taras Bilous, A Letter to the Western Left from Kyiv (Una carta desde Kiev a la izquierda de Occidente), publicado recientemente en el medio progresista openDemocracy, que corrige muchos de los clichés presentes en los medios de comunicación británicos sobre las insuperables divisiones lingüísticas, culturales, históricas y geográficas y la influencia de la extrema derecha.
–Reconocer los esfuerzos, con su gran coste personal, de los rusos que se oponen a la guerra: los manifestantes expuestos a la violencia policial, los artistas y administradores que renuncian a sus puestos de trabajo, los sacerdotes que hablan en sus sermones cuando la jerarquía calla, algunos miembros de la élite empresarial. No organizar boicots generalizados tomando la nacionalidad como criterio.
–Tampoco organizar boicots por lugar de origen. En lugar de condenar al ostracismo las obras de arte, intentar comprender la compleja historia del imperialismo ruso. La obra de Pushkin Calumniadores de Rusia (1831) decía a los críticos occidentales que la represión rusa a Polonia era un asunto de familia. Pero Matrimonio forzado (1845) de Evdokiya Rostopchina presentaba a Rusia como un marido abusivo y a Polonia una esposa desafiante, lo que provocó la indignación de Nicolás I.
–Mantener la notable efusión de apoyo a Ucrania. Asegurarse de que las caravanas mediáticas no pasen lo más rápido posible a la siguiente noticia. Después de la campaña por la “paz con honor”, debe haber una ayuda generosa de Occidente para ayudar a los ucranianos a reconstruir sus ciudades destrozadas y la democracia que tanto luchan por preservar.
En un escrito dirigido al país, la Unión Rusa de Rectores describió la decisión de Putin de embarcarse en la “operación militar” como “nacida del sufrimiento”. Cuando pienso en el sufrimiento, no veo a un hombre pequeño sentado solo al final de una larga mesa. Veo a personas refugiadas en sótanos y estaciones de metro, separadas de sus seres queridos y de sus amigos, o huyendo de sus casas bajo los disparos.
Una amiga ucraniana, crítica literaria de gran talento, cogió un libro antes de huir de Kiev junto a su marido. Más tarde descubrió que se trataba de El ruido y la furia. No podría ir mejor con el estado de ánimo de los opositores a la guerra, que son elocuentes en su indignación. Tal vez Tolstoi tenía razón después de todo: son los aparentemente poderosos los que carecen de una humanidad plena y no aquellos a quienes intentan dañar.
Oliver Bullough
“Podemos privarles a él y a sus compinches del acceso a su riqueza”
Oliver Bullough es el autor de Moneyland: Why Thieves and Crooks Now Rule the World and How to Take It Back. (Moneyland: Por qué los ladrones y delincuentes dominan el mundo hoy y cómo recuperarlo). Su nuevo libro es Butler to the World (Mayordomo del mundo).
Todo el horror que Putin está desatando —la muerte, las mentiras, la violencia, los refugiados que atraviesan a duras penas los paisajes desteñidos por la nieve y la artillería— recuerda a los años 40. El propio Putin llama nazis a los ucranianos, como si esta agresión no provocada fuera de alguna manera una repetición de la autodefensa del pueblo soviético en la Segunda Guerra Mundial. Esa acusación es repugnante, pero más difícil es desatender los paralelismos entre el propio comportamiento de Putin y los dictadores de mediados del siglo XX.
Una lectura perversa y errónea de la historia es lo que da impulso a Putin para negar la humanidad de sus vecinos. Los funcionarios y políticos rusos son agresivos en su patriotismo. La medalla con una cinta a rayas naranjas y negras se convirtió en el símbolo nacionalista cuando Putin invadió Ucrania en 2014 y la “Z” se ha transformado rápidamente en su equivalente para esta nueva guerra. Putin es un matón que invade a sus vecinos y mata a sus críticos, y cuyo Gobierno miente compulsivamente, incluso sobre hechos que son tan evidentemente ciertos que negarlos parece un gesto de autodestrucción. Está llevando sus tanques a través de Ucrania, el principal campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Dadas las circunstancias, ¿cómo podríamos comprender a Putin si no es a través del tamiz de la historia del siglo XX? Y, por supuesto, esa época tiene lecciones para nosotros sobre la inutilidad del apaciguamiento y sobre el heroísmo de los seres humanos ordinarios atrapados en la inhumanidad. Pero Putin no es Hitler ni Mussolini, ni siquiera es Stalin. Es un problema moderno y resolver un problema como él requiere nuevas habilidades, nuevos sacrificios y nuevas leyes.
En primer lugar, el patriotismo y las posturas antioccidentales de la élite rusa son una pantomima. El activista anticorrupción Alexéi Navalni se ha dedicado a revelar cómo funcionarios de alto rango o propagandistas del régimen tienen propiedades en países que son el supuesto enemigo. Después de una dura semana de hacer campaña contra el malvado Occidente, que está socavando la civilización cristiana al permitir que los homosexuales se casen, pueden volar a sus villas en Italia o a sus mansiones en Londres. Puede que piensen que creen en lo que dicen, pero sus acciones les desmienten: la ideología es solo una cantinela para confundir a los extranjeros y mantener a los rusos a raya.
Rusia es un país asombrosamente desigual, en el que la élite es dueña de una parte de la riqueza tan grande como, si no mayor, la que poseían los aristócratas prerrevolucionarios. Estos cleptócratas se aprovecharon de sus contactos en el Gobierno para conseguir lucrativos contratos o propiedades estatales, pero no confían en el sistema legal, que ha permitido esta monstruosa oleada de robos, como tampoco lo hace ningún otro ruso. Por eso han trasladado al menos la mitad de su riqueza fuera de Rusia y la han gastado en casas, yates, clubes de fútbol, obras de arte y mucho más. Los gestores de sus inversiones han estado en Londres, Luxemburgo y Nueva York, y son un complemento para las habilidades más duras que los oligarcas aprendieron en el clima comercial ruso.
¿Qué sería de Rusia sin estos servicios offshore o extraterritoriales? Sería una potencia en decadencia, con una población en declive, dirigida por una clase política envejecida y leal a un imperio muerto. Sus únicos activos de categoría mundial son sus recursos de petróleo, gas y minerales, muchos de los cuales serán irrelevantes en el mundo descarbonizado hacia el que nos dirigimos. El poder blando de la URSS fue en su día enorme, con su ideología comunista, sus sublimes compañías de ballet, sus directores de cine y sus músicos. ¿Pero con qué cuenta ahora el Kremlin? Con una maquinaria de desinformación y una alianza desigual con una élite china que debe estar mirando al botín de Rusia y relamiéndose.
Putin afirma estar defendiendo los derechos de los rusoparlantes en todo el mundo. Sin embargo, durante la pandemia, Rusia tuvo la peor tasa de exceso de mortalidad a nivel mundial: una tasa dos veces peor que la de Estados Unidos y tres veces peor que la de Reino Unido. Si realmente se preocupara por el país al que sirve, se concentraría en la catástrofe sanitaria de Rusia en lugar de enviar a sus hijos a morir a Ucrania.
No podemos resolver el problema Putin. Solo los rusos pueden hacerlo. Pero podemos dejar de ayudarle a ser un problema mayor del que tiene que ser. El primer paso es privarle a él y a sus compinches de su acceso a nuestro sistema financiero. Poder enterrar sus fortunas en nuestras economías ha permitido a los gobernantes rusos esquivar las consecuencias de su propia codicia: sus hijos han estudiado en colegios ingleses, su riqueza se ha invertido en fondos occidentales, sus yates construidos en Alemania vuelan bajo las banderas de los paraísos fiscales británicos.
La manera de hacerlo es despojándolos del escudo que consiguen mediante sus sospechosas empresas fantasma. Los paraísos fiscales británicos venden secretismo a cualquiera que pueda permitírselo, mientras que Companies House, el registro mercantil de Reino Unido, ha dado cobertura a cientos de miles de millones de libras de riqueza robada que ha salido de Rusia. Una vez levantado el escudo sobre los activos, debemos dar a nuestras fuerzas del orden los recursos que necesitan para investigar la procedencia de los activos y confiscar todo lo que tenga un origen delictivo.
Despojados de su acceso al sistema financiero internacional y de sus fortunas robadas, los oligarcas de Putin no serán plutócratas sino mafiosos. Privados de sus escondrijos, se verán obligados a mejorar Rusia para todos los que viven en ella, o serán barridos del poder.
Ruth Deyermond
“Cerrar todo contacto no hará más que confirmar la narrativa de Putin de que Occidente quiere destruir a Rusia”
Ruth Deyermond es profesora titular de seguridad postsoviética en el Departamento de Estudios de Guerra del King's College de Londres
Aunque la guerra de Rusia contra Ucrania comenzó hace un mes, el debate sobre lo que vendrá después ya ha llegado.
Hasta ahora, la guerra parece estar yendo muy mal para Rusia. Sus suposiciones sobre el país que eligió invadir han quedado expuestas como fatalmente erróneas; años de costosas reformas militares no han logrado producir un ejército capaz de luchar eficazmente en una guerra elegida; y ha tenido que negar haber pedido al Gobierno chino que alimente y arme a sus tropas.
A pesar de esta letanía de humillaciones, la fuerza relativa de las fuerzas armadas rusas hace que no se pueda descartar que Rusia consiga la victoria militar. Probablemente habrá una resistencia sostenida, lo que obligaría a Rusia a elegir entre agotar su economía y sus capacidades militares, catastróficamente dañadas, en una ocupación de extensión indefinida, o retirarse. A menos que se levanten las sanciones, sus relaciones comerciales y diplomáticas más importantes —sobre todo, con China— se inclinarán a favor de sus socios, que podrán tratar con Rusia en condiciones mucho más favorables que en el pasado.
Pase lo que pase en Ucrania, parece probable que Putin siga en el poder en el futuro próximo. Nada en su comportamiento a lo largo de la última década ha indicado que esté dispuesto a abandonar el poder por voluntad propia, y parece poco probable que quienes están en la mejor posición para destituirlo lo hagan, entre otras cosas porque ellos mismos están estrechamente vinculados a Putin y sus crímenes.
Esto plantea la cuestión de cómo responden los Estados occidentales a una Rusia dirigida por Putin y cómo organizan sus relaciones entre sí. En primer lugar, la UE, Reino Unido y Estados Unidos deben reconocer que no hay vuelta atrás al mundo anterior a febrero de 2022. En cuestiones de estabilidad estratégica, cooperación, seguridad energética e indulgencia hacia el dinero de los oligarcas que ha corrompido su política, tiene que haber compromiso con un cambio para siempre.
Algo de esto ya está ocurriendo, pero habrá presiones de otros gobiernos, de lobistas de diversa índole y de la opinión pública en una época donde el coste de vida va en aumento, para deshacer muchos de los cambios recientes lo antes posible, en especial en lo que a las sanciones se refiere. Esto sería un error, entre otras cosas porque es probable que Putin lo vea como una confirmación más de la debilidad y la desunión de Occidente, un supuesto de larga data en su política exterior y uno de los factores que parece haberlo conducido a su enorme error de cálculo en Ucrania.
Los Estados occidentales también tienen que reconocer sus propios errores de juicio tanto en lo respectivo a su relación con Rusia como a la importancia internacional de las relaciones de Rusia con sus vecinos postsoviéticos. En los 30 años transcurridos desde el colapso de la URSS, Estados Unidos, Reino Unido y otros países han tratado a Rusia como poco más que un irritante obstáculo para seguir adelante con asuntos más serios de la política mundial en Oriente Medio o Asia oriental. A su vez, algunos Estados europeos han dado clara prioridad a las relaciones energéticas con Rusia por encima de los interrogantes sobre el rumbo de la política exterior rusa.
Como resultado, y debido a la vergonzosa idea de que lo que estaba ocurriendo en Ucrania, Bielorrusia o el Cáucaso Meridional no resultaba una preocupación importante para Europa ni para Estados Unidos, no respondieron adecuadamente a la primera oleada de agresiones rusas contra Ucrania en 2014, ni pensaron con suficiente seriedad en las implicaciones para la seguridad europea en general.
Esas implicaciones no deben ser subestimadas. La reacción a la guerra en Ucrania ha demostrado que, a pesar de las repetidas afirmaciones de las dos últimas décadas, solo ahora se ha trazado un verdadero límite en la era post-Guerra Fría. Por primera vez desde finales de la década de los 80, los Estados occidentales se ven obligados a enfrentarse al hecho de que una guerra europea de mayor alcance es posible (aunque todavía poco probable) y que implicaría un conflicto entre Estados con armas nucleares.
La gravedad de estos riesgos implica la necesidad de volver a comprometerse cuanto antes con la OTAN como alianza militar defensiva, lo que incluye el compromiso de todos los miembros de cumplir con sus obligaciones en materia de gastos destinados a la defensa. Aquellos Estados europeos que no se han adherido, en particular los que están cerca de Rusia, deben decidir si quieren o no permanecer fuera del bloque en una época despojada de las reglas relativamente estables de la Guerra Fría y en la que la ambigüedad de los últimos 30 años es un lujo que ha desaparecido. La neutralidad está, en gran medida, en los ojos de quien mira, y si el Kremlin considera a estos países como aliados de facto de Estados Unidos, es poco probable que su no pertenencia a la OTAN les proteja de cualquier forma de agresión de la que Rusia sea capaz después de Ucrania.
La cuestión de las relaciones con los demás Estados europeos de la antigua Unión Soviética también debe tratarse como una prioridad. Uno de los desencadenantes de la agresión rusa contra Ucrania parece haber sido las señales contradictorias sobre la pertenencia de Ucrania a la OTAN, que no estaba ni descartada ni firmemente establecida. Tanto la OTAN como la UE tienen que decidir, y comunicar con claridad, si tienen pensado admitir a los restantes Estados postsoviéticos que quieren ser miembros y cómo será la relación con ellos en caso de que no lo deseen.
Al mismo tiempo, por más difícil de aceptar que sea hablar de ello ahora, también será necesario un compromiso con el Gobierno ruso en algunos aspectos, como lo hubo entre Occidente y la URSS incluso en períodos oscuros de la Guerra Fría y como sucedió a principios de la década de los 80.
Probablemente, el aspecto más importante sea el control de las armas nucleares. El debate occidental sobre una zona de exclusión aérea y las incendiarias, aunque vagas, amenazas del Gobierno ruso sobre las armas nucleares son un alarmante recordatorio de la amenaza de escalada entre las superpotencias nucleares; una amenaza que muchos parecían haber olvidado o desestimado. Por muy hostiles que sean las relaciones entre Rusia y Occidente, es necesario mantener el diálogo sobre cuestiones nucleares.
Del mismo modo, un cierto nivel de contacto diplomático continuo de militar a militar para discutir otras cuestiones seguirá siendo importante. Más importante, de hecho, de lo que ha sido en períodos de mejores relaciones. Los canales de comunicación entre militares son importantes para reducir el riesgo de errores de cálculo, incluso cuando es poco probable que construyan mucha confianza entre sí.
Por último, Occidente tendrá que reflexionar sobre cómo intenta relacionarse con la sociedad rusa. Cerrar todo contacto no hará más que confirmar la narrativa de Putin de que Occidente quiere destruir a Rusia. Los Estados deben mantener sus puertas abiertas a los rusos que quieran estudiar o visitar, así como a los que escapan de la represión.
Nada de esto será fácil, y gran parte de ello puede chocar con las presiones internas, los anhelos y las divisiones dentro de la UE y la OTAN. Pero la seguridad futura de Europa y Estados Unidos depende de que reconozcamos que nos encontramos en un momento de grave peligro y que estamos todos juntos en esto.
Peter Pomerantsev
“Resolver el problema implica enfrentarse al control psicológico que Putin ejerce sobre la gente”
Peter Pomerantsev es el autor de Nothing Is True and Everything Is Possible: The Surreal Heart of the New Russia (Nada es verdad y todo es posible: El corazón surrealista de la nueva Rusia) y This Is Not Propaganda: Adventures in the War Against Reality (Esto no es propaganda: Aventuras en la guerra contra la realidad).
Hace unos días, una productora del informativo ruso en horario central entró en el plató durante la transmisión en directo y agitó una pancarta en la que protestaba contra la invasión rusa en Ucrania y animaba a la audiencia a no creer en la propaganda de su propio canal. Rápidamente la sacaron del plató y estuvo dos días desaparecida bajo custodia policial. Describió su acto como un intento desesperado de limpiar su conciencia por haber “zombificado” al pueblo ruso.
Algunos la califican de heroína, otros dicen que su gesto fue demasiado poco y llegó demasiado tarde. Pero, en cualquier caso, resolver el problema de Putin y crear un cambio en Rusia implica, básicamente, enfrentarse al control psicológico que Putin ejerce sobre su propio pueblo. El modelo mental del putinismo, la visión del mundo que construye con propaganda de palabra y de obra para mantener a los rusos bajo control, se basa en varios fundamentos: apela a la nostalgia, proyecta una perspectiva de conspiración e insiste en que Putin puede salirse con la suya, que no hay alternativa a Putin. Cuando los rusos que piensan lo opuesto, los medios de comunicación pro-democráticos, los activistas de la sociedad civil y los diplomáticos públicos de Occidente tratan de involucrar al pueblo ruso, deben tener en cuenta los puntos fuertes y débiles de estos fundamentos. Aunque Putin consiga limitar aún más la Internet rusa (ya ha cerrado Instagram, Facebook, Twitter y las últimas emisoras de radio y televisión online independientes), siempre habrá formas de llegar al pueblo ruso, desde las redes virtuales privadas hasta la televisión por satélite. La cuestión es de qué hablar con ellos.
Actualmente, la mayoría de los rusos apoyan la guerra y las razones de Putin para embarcarse en ella. Es difícil confiar en las encuestas en una dictadura en la que te pueden caer 12 años de cárcel por mencionar la palabra “guerra”. Además, siempre es cómodo esconderse detrás de la propaganda: fingir que no se sabe lo que está ocurriendo permite evitar la responsabilidad y tomar cualquier decisión difícil o peligrosa. Pero incluso si estos sesgos cognitivos, miedos y motivaciones para esquivar la realidad no cambian de inmediato, ya existen vulnerabilidades en las principales estrategias propagandísticas de Putin.
Empecemos por el uso que Putin hace de la nostalgia. Su misión siempre ha sido “que Rusia deje de estar de rodillas”, la versión del Kremlin del Make America Great Again de Trump. Esto ha llegado a un punto álgido: en su incoherente discurso histórico para dar justificar la invasión de Ucrania, invocó su misión de restaurar el imperio ruso, y presentó su guerra como una Segunda Guerra Mundial renovada para luchar contra los (totalmente inventados) nazis.
Además del placer de regodearse en glorias pasadas y a menudo ficticias, esta propaganda de la nostalgia también es psicológicamente eficaz de otras maneras. Plantea que el gran pueblo ruso ha sido humillado por malignas potencias externas y que ahora Putin está restaurando el orgullo.
La humillación más importante que sufren los rusos, tanto históricamente como en la actualidad, es por supuesto interna. Pero la narrativa de la nostalgia permite al Kremlin transferir su propia brutalidad a un sombrío “enemigo” exterior, para después ayudar a la gente a aliviar su ira contenida a través de la agresión. El tono agresivo y sádico de los discursos de Putin y de sus principales propagandistas televisivos, como Vladímir Soloviov, ofrece a la gente una vía emocional para articular y validar sus sentimientos más oscuros y violentos. Esta propaganda implica que ser despiadado y mezquino está bien, que es todo culpa de la historia.
Pero esta propaganda de la nostalgia también existe para encubrir el gran talón de Aquiles de Putin: su falta de visión de futuro. El futuro hace tiempo que desapareció del discurso político ruso. Pensar en el futuro significa concentrarse en las reformas políticas, en la limpieza de los tribunales, en la abolición de la corrupción. Cosas que Putin no puede conseguir, ya que pondrían en peligro su propio sistema. Con la nueva realidad económica posterior a la invasión, cualquier esperanza de futuro ha sido erradicada por completo. Pero la gente seguirá pensando en ello. ¿Qué significan las sanciones, que aún no han entrado por completo en vigor, para el futuro de sus hijos?
Los medios de comunicación y la comunicación con el pueblo ruso deben centrarse en estas preguntas sobre el futuro. Tanto en el plano personal como en el nacional. ¿Cuál debe ser, en definitiva, el papel de Rusia en el mundo del futuro? Una de las frases que más resuenan en los medios de comunicación rusos es: “¿Qué sentido tiene el mundo si no hay lugar para Rusia en él?”. La “Rusia” que esta idea invoca es imperial, con una identidad ligada a aplastar a los demás. ¿Existe otro camino?
Para seguir abriendo estos interrogantes, un grupo de académicos rusos dirigidos por el historiador Alexander Etkind propone crear una universidad en el Báltico que reúna a estudiantes de Rusia y sus vecinos para trabajar en desafíos comunes, como el medio ambiente. Proyectos como este son, por supuesto, objetivos a largo plazo, pero sin el lenguaje y las ideas con los que hablar del futuro no podemos siquiera empezar a emprender el camino hacia él.
Esta idea de una Rusia futura tiene que desarrollarse en colaboración con sus vecinos, de tal modo que equilibre las necesidades de todos ellos y escape a la visión conspirativa y de suma cero del mundo que promueve la propaganda de Putin.
El pensamiento basado en las conspiraciones es otra de las bases en el manual de estrategia de Putin. Sirve para muchas cosas. Ayuda a solidificar la comunidad, promoviendo un sentido de “nosotros” atacados por “ellos”. Ayuda a explicar un mundo confuso. También elimina cualquier sentido de responsabilidad. Nuevos y grandes carteles alrededor de Moscú dicen que Rusia “no tuvo otra opción” que empezar la guerra, lo que da a entender que todo es culpa de las potencias enemigas. En última instancia, el pensamiento conspirativo también difunde la sensación de que la gente es impotente para cambiar algo en el mundo, lo que a su vez siembra la pasividad. Esto a menudo puede ser beneficioso para el Kremlin, que quiere un país dócil.
Pero este tipo de pensamiento también puede ser perjudicial para el Gobierno. Fomenta una cultura de sospecha y desconfianza. Esto explica por qué pese a la epidemia de COVID los rusos se han negado a recibir la vacuna del Kremlin entre sospechas de que el propio Gobierno estaba tramando algo maligno contra ellos.
Una vez que las sanciones surtan efecto, y si el pueblo sea dolorosamente consciente de que su experiencia es mucho más ardua que la de las élites, podría producirse una crisis en la motivación. El sistema de Putin siempre ha motivado a la gente dándole un trozo del pastel de la corrupción cotidiana: desde el policía de tráfico hasta el ministro. Siempre y cuando mostraras tu lealtad de vez en cuando, eras libre de perseguir tus propios objetivos financieros. Ahora esa motivación ha desaparecido y pretenden que hagas grandes sacrificios por una pseudoideología conspirativa. La gente podría renunciar a mantener el sistema en marcha. Esto es lo que ocurrió al final de la URSS, cuando mucha gente simplemente dejó de cumplir con sus responsabilidades profesionales. No se trata tanto de una huelga como de falta de motivación y desánimo.
Revelar esta disparidad entre las élites y la gente normal requerirá un periodismo ruso independiente y de investigación. Sin embargo, desde que inició la guerra, gran parte de este periodismo se halla en el extranjero. Los periodistas tendrán que basarse en el rastreo de documentos y en investigaciones de fuente abierta. Necesitaremos una nueva iteración de lo que el periodista y editor ruso Roman Badanin, fundador del medio de investigación Agentstvo, denomina “periodismo en el extranjero”: medios de comunicación en el exilio que utilizan herramientas modernas para mantenerse lo más cerca posible de su país de origen.
A medida que la situación económica empeore y la propaganda se debilite, Putin recurrirá a los ministerios más poderosos para emplear la opresión en lugar de las ideas. Este ha sido siempre su argumento definitivo: que puede llevar a cabo cualquier crimen en su país, cualquier invasión en el extranjero, cualquier crimen de guerra desde Grozni hasta Alepo, y salirse con la suya. En Ucrania, Putin está atacando intencionalmente los corredores humanitarios, bombardeando a los refugiados y los hospitales para quebrantar la voluntad del pueblo. Es un mensaje para el mundo: todas las declaraciones sobre los valores humanitarios, la “responsabilidad de proteger” de la ONU y las “zonas seguras” son una tontería. Su argumento es que el poder tiene la razón y que en el nuevo mundo sin futuro prosperarán los más despiadados, desde Pekín hasta Riad y Moscú.
Un primer paso que, aunque pequeño, esperamos que importante, fue dado por el abogado de derechos humanos y escritor Philippe Sands, que está tratando de crear un tribunal al estilo de Nuremberg para los que comenzaron esta guerra. No solo por sus crímenes de guerra, sino también por haber iniciado una invasión no provocada en primer lugar.
Mientras tanto, sin embargo, hay una broma que circula por los círculos pro-Putin dentro de Rusia:
Dos soldados rusos están bebiendo champán en una París ocupada por los rusos. Toda Europa ha sido conquistada. “¿Te has enterado?”, le dice sonriendo uno al otro. “Hemos perdido la guerra de información”. Este humor es en sí mismo una forma de propaganda: ayuda a alejar a los rusos de la idea de que la “operación especial” no está saliendo como se había planeado. Pero pone de manifiesto una verdad más profunda: en tiempos de guerra, la propaganda de las obras supera a la de las palabras.
Traducción de Julián Cnochaert
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