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Al final, no era tan así

La prometedora libertad de conducir un Uber

Hoy se vive una situación parecida a lo que sucedía en los años 90 con el menemismo y los taxis.
9 de febrero de 2025 00:01 h

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Esta semana, el gobierno español aprobó un anteproyecto de ley para reducir la jornada laboral en el país ibérico de 40 horas semanales a 37 y media. El acuerdo, trabajado junto a los dos sindicatos mayoritarios, deberá aprobarse en el Congreso de los Diputados. 

“Es un día histórico”, dijo la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, al momento de presentar el proyecto. Es cierto, en algún punto podría ser una victoria histórica para los trabajadores. Si las perspectivas señalan que seguirán cobrando salarios de miseria durante varios años más, que por lo menos trabajen menos horas.

En cualquier caso, la noticia es la contracara de lo que vi en Buenos Aires días atrás. Varios de los Uber y Cabify que me trasladaron estaban conducidos por personas que se habían convertido en choferes en las últimas semanas o meses. Una mujer, por ejemplo, de unos sesenta años, tuvo que subirse al auto porque el maní que distribuía en kioscos ya no se vende como antes. Me explicó que pagaba un alquiler de unos $40.000 diarios para usar el auto (un modelo viejo y en no muy buen estado). Este nuevo trabajo le permitía compensar las pérdidas que sufrió con las ventas del maní. Otro, un hombre, dijo que esperaba alcanzar una cierta categoría que le permitiera elegir la franja horario de trabajo. Ahora debía adaptarse a las demandas de la aplicación.

Es lo que sucedía en los años 90 con el menemismo y los taxis, solo que ahora la salida parece más accesible. Si antes un desempleado debía usar sus ahorros o la indemnización para comprarse un taxi o encontrar un taxista o remisería que le alquilara el auto, ahora las plataformas facilitan el proceso. ¿Cómo? Precarizándote y obligándote a pasarte el día trabajando. 

El exministro de Economía Martín Guzmán lo explicó en una entrevista de unas semanas atrás en Cenital. “Alguien que perdió el empleo en el sector formal, encuentra algo rápidamente en plataformas como Uber, Rappi, Didi, etc.; tenés que trabajar más horas para ganar lo mismo, pero como bajó la inflación, la gente dice, bueno, espero a ver qué pasa…”. 

Quizás en Argentina sea un fenómeno relativamente nuevo, sobre todo por su extensión, pero esto ya sucede desde hace años en muchos otros países. Existen varios libros sobre la “uberización de la economía” e instituciones como la Organización Internacional del Trabajo advirtieron sobre el limbo laboral en el que trabajan los choferes, además de la pérdida de derechos y estabilidad. 

Vuelvo al caso de la mujer chofer para reflexionar sobre algo más amplio que el caso de los Uber. La señora precisó que cada día era más difícil encontrar gente dispuesta a alquilar un auto por $40.000 diarios —que es lo que ella paga— porque muchos venezolanos están dispuestos a aceptar el monto de alquiler que les pidan. El caso es sintomático de lo que sucede en estos días con muchos votantes de Milei, y de la ultraderecha en Europa. ¿Cuánto falta para que algún político argentino le eche la culpa de la falta de trabajo a los inmigrantes latinoamericanos?

La cuestión, sin embargo, no está en los inmigrantes por supuesto, sino en un mercado salvajemente desregulado, donde los que más tienen determinan las condiciones del trabajo, y de muchos otros intercambios. Es el marco que estimulan Elon Musk y sus aliados billonarios, que reniega de los sindicatos europeos y cortejan a las fuerzas de ultraderecha con la esperanza de que alguno de ellos llegue al gobierno y le de luz verde para convertir las fábricas de Tesla en centros de esclavitud modernos.

El caso de Milei es que, sin lugar a dudas, es el máximo representante político de ese salvajismo de mercado. Ninguno de sus aliados internacionales expresa como él la idea de retirar al Estado de cualquier control, arbitraje, o siquiera balance entre los ciudadanos y el poder cada vez más descontrolado de las grandes empresas y el sector financiero. 

Donald Trump quiere reindustrializar el país. Giorgia Meloni, con quien Milei suele besarse y abrazarse en las cumbres internacionales, persiguió al grupo dueño de FIAT durante más de un año para lograr que unas semanas atrás anunciara una inversión de 2.000 millones de euros en suelo italiano. Distinto a lo que sucedió esta semana en la planta cordobesa de Nissan, donde cientos de empleados podrían quedar en la calle. 

Como sucede desde hace muchos años, Argentina suele ir a contramano del mundo. Un ejemplo actual es el de las reacciones de distintos países ante las amenazas de Donald Trump de aplicar tarifas a la importación de productos. China desempolvó los casos judiciales dormidos contra grandes empresas tecnológicas estadounidenses por supuestos casos de delitos de la competencia. Bruselas prometió responder con dureza y creó una lista secreta de productos norteamericanos que podrían ser afectados. Incluso Canadá, cuyo principal mercado de importantes y exportaciones es Estados Unidos, lanzó campañas de compre nacional y celebró reuniones de alto nivel con empresas y sindicatos para reforzar el comercio con terceros países. Cada una de estas grandes naciones o bloques de naciones se apresta a encarar duras negociaciones con el magnate norteamericano con el fin de defender de la mejor forma sus industrias y empleos. 

¿Planea hacer algo Javier Milei además de viajar a DC para fotografiarse maquillado con Donald Trump? Probablemente no. Y lo hará consciente y seguro de sí mismo. 

Desde el día en que asumió, el presidente argentino intenta crear las condiciones para que el mercado arrase el país sin freno. Lo más paradójico es que, por el momento, la libertad irrestricta que profesa no ha materializado grandes inversiones, ni de sus “amigos” ni de otros. Mucho menos existe un plan sobre cómo canalizar esas inversiones eventuales, o sobre qué modelo productivo tendrá Argentina. Lo que veremos, probablemente, es el buitreo desordenado y esporádico de grandes empresas en aquellos sectores que presenten grandes oportunidades de retorno. Un Uber, Cabify o Didi que campee a sus anchas en un mercado laboral argentino que ya sufría de una informalidad endémica.

El gran misterio político frente a este escenario es quién y cómo podrá representar a los ciudadanos que, como los y las choferes de las plataformas de estos días, puedan preguntarse para qué trabajar tanto si al final de cuentas siguen siendo pobres.

AF/DTC

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