200 años del voto popular que nació con la desconfianza de las élites
Entre todas las celebraciones y conmemoraciones de hitos históricos que vimos en los últimos tiempos, hubo uno de enorme importancia que sin embargo pasó inadvertido. Hace 200 años, los representantes de la provincia de Buenos Aires dieron a luz una ley electoral de avanzada. El artículo segundo de la Ley de Elecciones, aprobada el 14 de agosto de 1821, disponía que “todo hombre libre, natural del país, o avecindado en él, desde la edad de 20 años, o antes si fuere emancipado, será hábil para elegir”. Con esa breve oración la ley establecía que en las elecciones votaban todos los varones –salvo los esclavos, por supuesto– sin importar la posición social, el color de la piel o el nivel educativo alcanzado. Votaban los pobres, los negros libres, los analfabetos, todos. Es lo que tiempo después se denominó “sufragio universal (masculino)”. Casi al mismo tiempo Corrientes concedió derechos ciudadanos igual de amplios y en años subsiguientes las seguirían el resto de las provincias, salvo Córdoba y Tucumán.
La enorme trascendencia de la norma aparece cuando uno compara con lo que sucedía en la mayor parte del mundo. Para empezar, no había elecciones en absoluto ni las habría por mucho tiempo. Y en los sitios en los que sí las había, los más pobres estaban excluidos. En Francia, solamente durante un brevísimo período luego de la gran Revolución se había levantado la restricción que establecía que sólo los propietarios tenían derecho a votar, limitación que se mantuvo en vigor hasta 1848. En el Reino Unido el voto censitario existió hasta 1918. Entre medio de esas fechas el sufragio universal masculino se había ido abriendo camino en algunos otros países europeos, pero en ninguno tan temprano como en el Río de la Plata. En América Latina en general se excluyó a los analfabetos del derecho al voto, lo que en los hechos dejaba afuera a la mayor parte de las clases bajas y a los no-blancos. También fue el caso de los Estados Unidos, algunos de cuyos estados-miembro exigían ser contribuyente o una prueba de alfabetización todavía en la década de 1960. La de Buenos Aires no sólo fue la primera norma de ese tipo en América Latina, sino que se adelantó a lo que sucedía en los países más avanzados. Si el grado de democratización se toma, como suele hacerse, como índice de modernidad, debería concluirse que, en 1821, el Río de la Plata era más “moderno” que nadie (aunque hay que decir que esa prioridad se revirtió en referencia al voto femenino, aprobado tardíamente en la Argentina en 1947).
La notable ley de 1821 fue impulsada por el gobierno rivadaviano, en un momento naciente del liberalismo argentino marcado por el optimismo. Sería inexacto, sin embargo, afirmar que fue una ley de inspiración democrática o signo de un compromiso férreo con la voluntad popular. Poco antes, en 1817, el Congreso de Tucumán había establecido que el voto excluiría a los más pobres y hubo en 1826 un nuevo intento en el mismo sentido. La Sala de Representantes porteña no aprobó la ley por compromiso democrático: en los debates, de hecho, se afirmaba que los indigentes carecían de capacidad para ejercer la ciudadanía, pero que el problema era que, si se intentaba excluirlos, era muy complicado trazar la línea de separación entre los que estaban o no habilitados a votar. De todos modos, la norma otorgaba el derecho a todos los varones libres, pero reservaba la posibilidad de competir por cargos públicos a quien “posea alguna propiedad inmueble, o industrial”. Votan todos pero gobiernan sólo los propietarios.
“Democracia” era un término que, en estos años, las élites usaban en sentido negativo para referirse a las asambleas populares, a las prácticas de deliberación callejera y de acción colectiva propias de las clases bajas. Aunque riesgoso, ponerlas a votar por políticos, delegando en ellos las decisiones, era un modo de desactivar esa “amenaza democrática”. Por lo demás, había muchas formas de controlar a los votantes: el voto no era individual ni secreto y los jueces de paz o los comisarios solían conducir a grandes grupos de personas a las mesas electorales para que manifestaran su preferencia en forma pública y registrada por conteo de cabezas.
Si el sufragio universal masculino quedó entonces legalmente sancionado fue no sólo por el optimismo de los liberales, sino también por la importancia que había ganado el bajo pueblo como protagonista de la política
Pero nada de esto desmerece la ley de 1821, que fue un hito en nuestra historia política. Si el sufragio universal masculino quedó entonces legalmente sancionado fue no sólo por el optimismo de los liberales, sino también por la importancia que había ganado el bajo pueblo como protagonista de la política en medio de una revolución social de la magnitud que tuvo la que se inició en 1810. La participación plebeya en la vida política, que se abrió paso de manera turbulenta entonces, sería en adelante el rasgo distintivo de la política rioplatense. Fue ella la que garantizó para nuestra sociedad los rasgos igualitaristas que, deshilachados, todavía conserva. La participación de las clases populares estuvo directamente asociada a toda una serie de mejoras democráticas, desde las garantías que se erigieron contra el fraude electoral luego de 1912 hasta la primera legislación laboral que por esos años debió conceder el Estado. Fue la presión popular la que motivó la expansión de las políticas de bienestar desde la década de 1930 y en tiempos del peronismo, y la que puso en jaque a las dictaduras que siguieron. Incluso bajo el terrorismo de Estado, luego de 1976, fueron el movimiento obrero, las manifestaciones de vecinos y las organizaciones de derechos humanos los que primero salieron a decir “basta”. Fue también la presión popular la que resistió el avance de las políticas neoliberales en tiempos de Menem, la que comenzó a cuestionar el extractivismo minero y sojero y la que abrió horizontes políticos impensados tras 2001. Cierto, una presión que se expresó más bien en las calles, pero que también contó con el voto como modo de incidir en la vida política.
No es casual, entonces, que las élites locales, pasado el momento de optimismo rivadaviano, miraran el sufragio universal con tanto recelo. Se notó ya en tiempos de la Generación del 37 y de Esteban Echeverría, en cuyas ideas se combinaba la admiración por las ideas progresivas y democráticas europeas con un marcado escepticismo respecto de la capacidad de las clases bajas criollas de estar a la altura de ellas. Se proclamaron democráticos, pero al mismo tiempo pidieron la supresión o limitación del sufragio universal, ya que para ellos el bajo pueblo aún no estaba preparado para ejercer la ciudadanía. En opinión de Echeverría, la concesión prematura del voto en 1821 había terminado por acabar con los unitarios y había dado paso a la tiranía de Rosas. El mismo escepticismo respecto del voto popular se notó en uno de los padres fundadores del liberalismo argentino, Juan Bautista Alberdi, y también en la generación del ’80, que tuvo que contentarse con ejercer el fraude a falta de una ley electoral que impusiera el voto calificado, algo con lo que habrían preferido contar. Y para qué hablar del resentimiento profundo que sintieron al perder el poder en 1916 y la manera sistemática con la que, desde discursos que ensalzaban el republicanismo y las ideas liberales, apoyaron y sostuvieron cuanto golpe de Estado hubo en nuestro país.
La historia sigue en curso y hemos visto en los últimos años que se vuelve a poner en la agenda mediática el voto calificado a través de la garganta de algún cantante o actor partidarios de Macri, de esos que dejan de ser desquiciados sueltos cuando vemos que los diarios y canales de TV les dan la voz todo el tiempo. O también de la de esos liberales autoritarios autodenominados libertarios con serios problemas para responder si apoyan o no la democracia (o peor, que llaman abiertamente a “deslegitimarla” como modo de gobierno). En este escenario, no está de más conmemorar hoy la ley que hace 200 años colocó un mojón democrático que todavía resiste.
EA
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