Casi me asocio a un club de quesos
El mes pasado casi me suscribo a un club de quesos. Era completamente absurdo; te mandaban tres hormas chicas, mucho más queso del que puede consumirse por mes en mi casa, y así y todo me parecía un gran plan. Se lo conté a una amiga mientras hablábamos del boom de los clubes de libros, que han llegado a tener una importancia tal que las editoriales les anticipan los lanzamientos antes de que los libros estén impresos, para asegurarse un lugar en el calendario: en un contexto de crisis económica y con las librerías trabajando como pueden de acuerdo a los protocolos de cada etapa pandémica, si alguien puede asegurarte una venta de quinientos, mil o dos mil ejemplares (lo que en algunos casos será una tirada entera) es inevitable que se vuelva un actor relevante en la industria. Mi amiga me comentó que ella, en la ciudad donde vive, está suscripta a un club de semillas: todos los meses le llega un paquetito de semillas diferente para plantar, con las que la mitad de las veces no llega a hacer nada. Cada tanto piensa en bajarse, pero después prefiere seguir pagando.
¿Cómo fue que las suscripciones se convirtieron en la pasión número 1 de la burguesía aspiracional? Es como si de pronto el nuevo ideal hipster fuera una especie de economía dirigida en la que todos los meses algún organismo te envía lo que tenés que consumir en cada rubro: el vino que hay que tomar, el queso que hay comer, lo que hay que leer, lo que hay que plantar. Por lo que estuve leyendo en el Wall Street Journal o en la revista de la escuela de negocios de Stanford, una hipótesis que me atrevería a esbozar es que esta es la forma que terminó tomando internet, los modelos de negocios en los que se basan prácticamente todas las apps que utilizamos. Pero no siempre fue así.
Cuando empezamos a bajar música ilegalmente había que descargar un disco o una canción, y los primeros modelos pagos (o al menos los primeros masivos, como iTunes) se basaban en pagar también así, de a canciones o de discos: no funcionó. Las suscripciones mensuales, en cambio, se volvieron la norma: por alguna razón, resultó más fácil convencernos de pagar suscripciones mensuales (a muy bajo costo, es cierto, comparado con lo que salía comprar un disco o ir al cine) a Netflix, Spotify o Amazon que hacernos pagar por consumir cada película o canción cuando nos dan ganas de hacerlo (de hecho, cuando Flow me muestra una película por la que tengo que pagar un costo adicional, por más bajo que sea, me pongo a buscar otra cosa para ver). Es probable que este hábito de pagar mensualmente, fogoneado por los gigantes de la industria cultural, se nos haya hecho costumbre de manera tal que se ‘derramó’ a prácticamente todos los rubros disponibles en el mundo del entretenimiento o el ocio en general.
Sin embargo, el caso de los clubes de los que hablaba al principio tiene una particularidad. Si el atractivo de una plataforma como Spotify es que cuenta (al menos en teoría) con un catálogo gigantesco, puesto a disposición del usuario por una suma que en general no excede el precio de un café con medialunas en un bar de microcentro, la gracia del club de quesos o de libros es justamente la contraria: que reduce las opciones al mínimo común denominador, ahorrándote cada mes la elección de lo que deberías probar. Lo que te ofrecen (la palabra clave) es curaduría: no hace falta que pierdas tiempo tomando esa decisión con tu propio gusto, que encima puede equivocarse; nosotros lo hacemos por vos. No venden variedad, sino todo lo contrario.
Hay una explicación que he leído muchas veces sobre la angustia que nos produce elegir y el modo en que la oferta, cuando es demasiado grande, nos marea y nos confunde, desalentando así el consumo: debe ser cierto, y lo he experimentado. También entiendo que esto de la curaduría está asociado a cierta ‘cognitivización’ de los consumos. Ahora, por ejemplo, decimos no solo que una persona ‘sabe cocinar bien’ sino que ‘sabe comer bien’, un concepto que hace algunas décadas habría sido ininteligible. Cada vez más pensamos que hay ‘un queso correcto’ o ‘un vino correcto’, que no se trata sencillamente de una cuestión de gustos sobre la que no hay ningún criterio superador, sino que se pueden decir verdades sobre esas cosas, y de hecho el tiempo que los millennials podemos pasar scrolleando sobre esto en nuestras oficinas o en el transporte público es simplemente vergonzoso. Pero me interesa más la otra palabra que creo que viene reemplazando a curaduría en las conversaciones de todos los servicios que intentan vender suscripciones mensuales: comunidad. No importa si se trata de una radio, una revista, un bolsón de verduras o velas aromáticas; ya no se busca solamente que el consumidor se identifique con la identidad de tu marca, sino que el objetivo es proveerle lo más preciado en el siglo XXI: la sensación de ser parte de algo.
No pretendo despachar en los caracteres que me quedan todo lo que se ha escrito sobre la noción de comunidad; pero la Navidad, uno de los pocos momentos de encuentro familiar y comunitario colectivo que ofreció el 2020 (y en el que, además, se deben haber regalado muchas suscripciones), me hizo pensar sobre todo en algunos pensadores y pensadoras que intentaron desarmar el concepto, desconfiar de su atractivo.
En un artículo de 1986, la filósofa feminista Iris Marion Young urgía a los activistas y pensadores de izquierda a abandonar el concepto de comunidad como única alternativa al capitalismo y al patriarcado, y a pensar en cambio en una sociedad de la diferencia; a contramano de los nostálgicos que lamentaban eso que llamaban de modo impreciso la pérdida de la comunidad, Young reivindicaba the unopressive city, “la ciudad que no oprime”: la gran ciudad en la que se construyen lazos pero todos son invisibles y pueden hacer lo que quieran (quienes alguna vez vivimos en un barrio, pueblo o comunidad donde todo el mundo está pendiente de a qué hora entrás y con quién salís sabemos exactamente a qué se refiere). Por la misma época, Jacques Derrida dijo en una entrevista que no le gustaba la palabra comunidad, “y no estoy ni siquiera seguro de que me guste el objeto”. Casi inmediatamente, Derrida agrega que sin dudas, hay un “deseo irreprimible” de formar comunidad, pero también de conocer su límite, y ese límite es su apertura.
Pienso que en esta especie de aporía reside el atractivo comercial de la comunidad, y de estos clubes que nos quieren vender. Las comunidades tal como las conocimos durante tanto tiempo (organizadas en torno de valores en común, de culturas, religiones y, por supuesto, de exclusiones) eran contenedoras en la misma medida en que eran opresivas: si querés que a todos en el barrio les importe lo que te pasa vas a tener que aguantarte que a todos en el barrio les importe lo que te pasa. Hace mucho que esos mundos se vienen desarmando por diversos procesos culturales, políticos, económicos, demográficos; muchos seguimos teniendo ese deseo irreprimible de pertenecer a algo, pero ya no estamos dispuestos a pagar los costos, y nos preguntamos si es posible eso, la comunidad que recibe sin excluir, que acoge sin disciplinar. Creo que los clubes de cosas diversas nos seducen por eso, explotando ese anhelo que tenemos y que en el mundo secular muchas veces no sabemos cómo saciar: nos dan la sensación de ser parte de algo, sin tener que soportar la parte complicada, la parte en la que se te exige y se te juzga, la parte en la que hay contribuir. Mientras pagues la cuota, nadie te va a dejar de hablar ni te va a pedir que renuncies a ninguna otra cosa, que hagas ningún favor, ningún sacrificio. Lo que el aviso del club de quesos no dice, por supuesto, es que esas comunidades organizadas en torno de consumos que no nos exigen nada tampoco nos dan nada, o al menos no nos dan eso que buscamos, esa sensación de pertenencia, que quizás sea una quimera, que tal vez nunca se pueda sentir con plenitud. Y quizás, como dice también Young, sea una cuestión de vocabulario si elegimos llamar “comunidad” a los vínculos que creamos con otras personas, y lo bueno de abandonar el término sea dejar atrás también la idea de que para vincularnos necesitamos tener “algo en común”. Puede ser: quizás el mejor resultado sea regalarle esa palabra al marketing y organizarnos en torno de otra. Sigo pensando, igual, que Derrida tiene razón con lo del deseo irreprimible, y que a los que piensan que a todos nos alcanza con ser “ciudadano del mundo” se les está escapando una realidad muy importante y muy densa, a la que los que no somos religiosos y queremos vivir en sociedades diversas también tenemos que encontrarle una respuesta, aunque sea una respuesta modesta, provisoria, liviana; al menos, una respuesta mejor que la de reunirse en torno de la compra mensual de cosas.
TT
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