Cansancio
Una de las cosas que más se escuchan últimamente es que estamos cansados. El cansancio viene siendo el nombre de un estado del cuerpo, un estado un tanto difuso. También se escucha que estamos agotados, o quemados, cuando no rotos. “Cansancio” es la síntesis, la cifra de eso que les pasa a nuestros cuerpos hoy. Y digo hoy porque no es el mismo cansancio de siempre. Se escucha en ese cansancio la manera en la que estamos abrumados, agobiados, apremiados y cargándonos en el cuerpo -además de lo que usualmente cargábamos- nada menos que una pandemia. Darío Charaf escribió una columna sobre este mismo asunto. Cuando la abrí para releerla y citarla, encontré dos cosas que me sorprendieron mucho: la fecha en la que fue publicada -28 de febrero de 2021- y que empezara exactamente como empieza esta columna. Es decir: hace por lo menos 15 meses que venimos diciendo, de esta forma estridente, de esta forma que no se puede no escuchar, que estamos cansados. Sin embargo, el cansancio de hoy no es el del 2020, ni el del 2021: quizás sea peor, porque el de hoy acarrea también esos otros cansancios. Y, a la vez, son cansancios que de ningún modo empezaron por la pandemia, ni en la pandemia. Aunque ahora haya que incluirla como una de las piezas con las que este nuevo cansancio está ensamblado. Como subraya Charaf, “sería impreciso e inadecuado atribuir esta prevalencia del cansancio en nuestra época a la pandemia: ya antes de ella, bajo distintos anglicismos (”estrés“, ”síndrome de burn out“, etcétera), el cansancio parecía ser un correlato necesario de nuestro modo de vida y de producción. Si, como señala Mark Fisher, el aburrimiento era el afecto dominante en la época fordista, los afectos que parecen prevalecer en el capitalismo tardío son la depresión y la ansiedad (..). El desdibujamiento de las fronteras entre el trabajo y el ocio, la invasión de los hogares por el trabajo (real, aunque su medio sea virtual), la no existencia de horarios laborales y límites a nuestro tiempo de trabajo eran todas cuestiones preexistentes, inherentes al capitalismo tardío, que la pandemia profundizó y extendió. Si nos supimos acomodar y adaptar tan rápido a las nuevas condiciones que la pandemia impuso es porque ellas no eran tan nuevas. El saldo de esta extensión del ”american way of life“ es el imperio de esa sensación de agotamiento generalizado. Poblaciones empobrecidas económica, psíquica y físicamente, vidas precarizadas y confinadas en una lucha constante por la supervivencia, encierro en un ritmo imposible de sostener, cuyas consecuencias son mucho más devastadoras que las medidas de confinamiento dispuestas para hacer frente a la pandemia (medidas inexistentes, en la práctica, hace rato)”. Más de un año pasó desde que Charaf publicó este texto, un lapso en el que, si bien se alivió la amenaza del covid gracias a la vacunación, algunas otras cosas se agudizaron. Hace poco, en una columna Martín Rodríguez citaba a Florencia Angilletta: “Cuanto más crece la pobreza pero también la precariedad y el universo de servicios, a más tareas llamamos trabajo. Si se compara lo que era ‘trabajo’ hace cincuenta años y lo que es hoy, cada vez más partes de la vida son trabajo, además de la monetización del cuidado”. Nunca no estamos trabajando. Angilletta luego escribió acá: “La pregunta por el futuro, esa que se parece a pasarle un raspador a la incertidumbre, puede ser también la pregunta por el futuro del trabajo. Más que el ”fin“ del trabajo, vivimos una época en la que todo se parece a trabajar (hasta conocer pareja o compartir las fotos del cumpleaños, todo está a medio minuto de tener la forma de una ”ocupación“) o cada vez más personas tienen más de un trabajo”.
Por otra parte, las demandas cada vez más enloquecidas y enloquecedoras, en cualquier momento, a cualquier hora, sin distinguir día hábil de fin de semana ni de feriado, arrasan y resultan imparables. Decir que no también conlleva un trabajo. Porque aunque no contestemos, cuando ya no damos más, tampoco funciona. Hay una especie de desmadre y desborde que lo va tomando todo y que viene a mostrar el modo en que el registro del otro está cada vez más desdibujado. La pandemia ha subrayado aún más eso que ya estaba agazapado, al acecho, de manera inminente: el individualismo y la poca consideración por los demás. Por eso, Florencia Angilletta también dijo que, en pandemia, las escenas se desordenaron y que hay que volver a ordenarlas, Y se refería a las escenas, sobre todo, públicas.
Decir que no también conlleva un trabajo. Porque aunque no contestemos, cuando ya no damos más, tampoco funciona. Hay una especie de desmadre y desborde que lo va tomando todo
Sin desconocer un aspecto orgánico del cansancio -“estuvimos dos años en alerta”, me dijo Paula Garland, alguien que conoce mucho y muy bien los modos que tiene el cuerpo para manifestarse, alguien a quien además agradezco cómo cuida amorosa y rigurosamente el mío-, me interesa desbrozar las hebras con las que está tejido el cansancio hoy.
Porque hoy parece que todo es trabajo, o todo se está viviendo como un trabajo. Porque resulta que también se ha perdido un poco la espontaneidad. Hay más cálculo, y por lo tanto más trabajo, en muchas de las actividades que uno emprende, porque hay que calcular la pandemia. Todo o casi todo es un trabajo o, quizás, trabajoso. Y también pienso que las cosas que siempre fueron trabajosas, ahora quedaron más en evidencia y, como estamos más cansados, las notamos mucho más que antes. En ese sentido, el cansancio cobra un valor: opera de tope, de resistencia a ese imperativo, tan pero tan nocivo, que dicta que tenemos que poder con todo. No sólo no tenemos que poder con todo, sino que es imposible que podamos con todo. Es ahí que entonces el cansancio podría convertirse un poco en ese palito en la rueda de la hiperproductividad. Aunque, entiendo, el costo es alto. Tenemos que ser capaces de encontrar modos menos costosos de decir que no.
Entre las muchas cosas que se han vuelto un trabajo -no nuevo- se encuentra, por ejemplo, cobrar trabajos, difundir actividades propias o de otros, hacer la tarea administrativa para participar de alguna actividad a la que hemos sido invitados, grabar una clase y subirla a algún lado para que aquellos que no pudieron asistir no se la pierdan -son pocos los que están dispuestos a perder algo-, grabar audios y mandarlos para colaborar con una persona que está haciendo una nota, etc. etc. etc. Pero lo que creo de muchas de estas escenas es que lo trabajoso está en que el otro se desentiende de su parte y produce una especie de inversión de la demanda: y entonces recae sobre nosotros algo que nosotros no hemos pedido. Quedamos, muchas veces, trabajando para otro que se desentendió del asunto. Nos deja a nuestro cargo el trabajo que implica eso que nos pidió. Lo que cansa en esos casos no es el trabajo en sí -que a veces podemos elegir no hacer, porque no siempre estamos obligados-, sino sobre todo el desparpajo con el que ese alguien que necesita algo de nosotros, nos deja solos con todo, desentendiéndose de que nos pidió algo, borrándose de la escena, no poniéndose en juego. Y ese modo de correrse de la escena, ese modo de no registrar que es domingo, que es feriado, que es muy temprano para llamar por teléfono, que grabar audios de whatsapp o filmarnos con el teléfono horizontal y mandarlo por no sé qué dispositivo puede resultar agotador. Y muchísimo peor en los casos en los que ni siquiera se puede decir que no, porque se trata de relaciones de dependencia y del ejercicio de un poder. Este dispositivo está presente en todos los ámbitos y casi no hay resquicio por donde no se cuele.
“El futuro ya fue”, decía Héctor Libertella. Fabián Casas lo dice de este modo: “Hay una idea de que la distopía sucede en el futuro, pero la distopía es no llegar a fin de mes con la poca plata que ganás, o que la extensión de tu cuerpo sea el contenedor de basura de la calle, es tener un cuerpo que no te gusta o no le gusta a la sociedad en la que querés encajar, es el bullying que te hacen si pensás un poco corrido de la norma, es la intranquilidad de ya no poder aceptar que somos en el fondo una máquina de carne y hueso con fecha de vencimiento incierta”. Somos titanes en el ring.
Y resulta que también se ha vuelto trabajoso dormir, descansar. El insomnio o las alteraciones del sueño se han acrecentado en estos últimos dos años. En su reciente libro Hacer la noche. Dormir y despertar en un mundo que se pierde -me gusta mucho el título porque subraya la idea de que la noche, soñar, dormir, son actos, hay que hacerlos-, editado en Chile por Paidós, Constanza Michelson dice: “la palabra ‘insomnio’ y la frase ‘no puedo dormir’ se dispararon en el buscador a nivel mundial en 2020, según Google Trends. Podría ser bastante obvio que el miedo y la incertidumbre durante el primer año de la pandemia obstaculizaran el relajo necesario para entregarse a la noche. Pero eso no era lo único. En esos días muchas personas describían que, además de la dificultad para dormir, tenían sueños más intensos y más vívidos”. Y formula una pregunta muy precisa cuya pista va a seguir a lo largo del libro: “¿Qué tiene que ver la catástrofe con dormir y soñar?”. El libro también recorre, creo yo, qué tiene que ver la catástrofe con despertar.
“Lo neutro”, tal y como Roland Barthes lo usa, se trata de todo aquello que desbarata el paradigma binario. Me gusta que en ese seminario Barthes se haya detenido en la fatiga y destaque, siguiendo a Blanchot, una paradoja: “parece que por cansados que estemos, no dejamos de cumplir nuestra tarea, exactamente como es debido. Se diría que no solamente la fatiga no entorpece el trabajo, sino que el trabajo exige eso, estar cansado sin medida”. También dice: “se comprende que fatiga, en un sentido, sea lo contrario de la muerte, pues muerte= lo definitivo, impensable; (su contrario): fatiga, la infinitud soportable del cuerpo”. Y también: “la fatiga es, pues, creadora, a partir del momento en que, quizá, se acepta acatar sus órdenes. El derecho a la fatiga (no se trata de un problema de seguridad social) forma parte de lo nuevo, las cosas nuevas nacen de la lasitud- del hartazgo.
“Exit la fatiga”. El cansancio, entonces, siguiendo la idea de lo neutro, es las dos cosas a la vez: lo soportable y lo insoportable, lo que nos deja en el mismo lugar y lo que nos puede mover hacia otra cosa.
Cada uno de nosotros ensayará las formas particulares de lidiar con ese arrasamiento de los cuerpos; ensayaremos formas de que no persista la infinitud de lo soportable; ensayaremos maneras de ponerles límites a las desorientaciones de los otros, de acomodar las escenas que se desbandaron; ensayaremos los modos de poder pasar del hartazgo a otra cosa. No hay fórmulas, sólo ensayos posibles.
Mientras tanto, cantemos con Francisca y los exploradores, Quiero dormir.
AK
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