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La edad de oro de EE.UU. y los años dorados de Donald Trump

Donald Trump, la semana pasada, hablando durante una conferencia de prensa en la Casa Blanca.
10 de febrero de 2025 11:50 h

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Con el magnate Donald J. Trump nunca fue fácil distinguir entre actuación y sobreactuación, drama y melodrama, egoísmo y narcisismo. Ni siquiera cuando payasadas siniestras y sadismo social se limitaban a la televisión chatarra y al reality-show del mundo corporativo, empresario y financiero de la Nueva York codiciosa y ochentosa. Este siglo, este año, estas semanas, regresado el 20 de enero a Washington como presidente n°45 de Estados Unidos y reinstalado como presidente n°47 en la Casa Blanca que había abandonado en 2021, la discriminación entre acción y reacción espectaculares se ha vuelto a la vez más urgente y necesaria que en 2016. Y mucho más difícil y decisiva que en el pasado milenio, cuando el estudio central del especulador inmobiliario devenido figura mass-mediática no era todavía la Oficina Oval.

El presidente de 79 años ha ganado y concentrado más poder que cualquiera de sus antecesores en el Ejecutivo. Pasivamente, cada presidente ve acrecido su arbitrio en un proceso que sin jamás detenerse amplía de hecho y de derecho las facultades de su cargo. Activamente, Trump goza del mandato de su victoria electoral de 2024. Sin embargo, el motivo mayor y más importante que hay por detrás del espectacular despliegue de omnipotencia al desnudo de tres semanas de administración sin filtro está callado. Es que EE.UU. conoce hoy una edad áurea de recobrado status de hiperpotencia económica y militar sin rival de un brillo único en este siglo: es más fácil prometer una edad dorada si ya vivimos una década de oro, pero es más conveniente posdatar su inicio para así usurpar o monopolizar el bronce y el mármol monumentales de un futuro que nos grita “adelante” porque ya ha llegado.

Así en Ottawa como en Jerusalén

No termina de estallar el lunes la tan anticipada guerra comercial mundial una vez anunciados por Trump los promiscuos aranceles aduaneros que castigan a amigos (25% a México y Canadá) y enemigos (10% adicional a los impuestos que gravan las importaciones de China), que el renunciante premier liberal Justin Trudeau anunciaba desde Ottawa una batería de aranceles contra las importaciones de EE.UU. simétricos en la retaliación (también de 25%) pero asimétricos en la selección (castigan la producción de estados republicanos).

Característicamente, la expresión escrita presidencial, lejos de clarificar y allanar el panorama, aporta nuevas alarmas y digresiones. El bombardeo de decretos, cada uno de ellos tan bien redactado como inconexo con los restantes, no despeja ninguna incógnita de ecuaciones de la profusa y despareja comunicación verbal de la flamante Administración republicana bis de Donald J. Trump.

Al día siguiente se conocía desde Ciudad de México que Claudia Sheinbaum había obtenido una prórroga a la condena comercial a cambio de una movilización aun mayor de las FF.AA. en el combate a los narcos y al tráfico de fentanilo (lucha para la cual la presidenta admitió que no será inútil la compra de equipos y armamentos de punta a quien los produce -los estados “rojos” del otro lado de la frontera Norte a hacia la cual se traslada la tropa convenida-) el que admitió de un mes al castigo.

Súbita, imprevistamente, el martes el foco pasa a la guerra militar de Gaza. Y al anuncio de los planes revolucionarios de la Casa Blanca para israelíes, palestinos, egipcios y jordanos una vez consolidado en paz el alto-el-fuego precario entre Hamas y Jerusalén.  

Las palabras vuelan y las letras también 

Característicamente, la expresión escrita presidencial, lejos de clarificar y allanar el panorama, aporta nuevas alarmas y digresiones. El bombardeo de decretos, cada uno de ellos tan bien redactado como inconexo con los restantes, no despeja ninguna incógnita de ecuaciones de la profusa y despareja comunicación verbal de la flamante Administración republicana bis de Donald J. Trump.

A la logorrea presidencial se ha sumado la grafomanía en forma de decretos (executive orders). De necesidad y urgencia dudosas y vigencia y logística improbables. Así nos lo aseguran medios mainstream y juristas constitucionales. Es un pronóstico de tranquilizador escepticismo sobre la viabilidad final de un programa que cada hora crece en sus ambiciones y se expande a más y más escenarios. Quienes nos tranquilizan no llegan a tranquilizarse por entero. Trump actúa con una fe en su omnipotencia que la derrota del oficialismo demócrata y su doble triunfo en el voto electoral y popular en las presidenciales y legislativas de noviembre ha tornado inconmovible. Su aprobación nunca llegó, en los sondeos, a un 50% de favor, pero tampoco estuvo nunca antes tan cerca de esa mitad de los sufragios. Es el amo y señor del Partido Republicano y el partido Demócrata ha iniciado un proceso de reconstrucción sin líderes ni objetivos exactos. 

Gimme todo todo el Power

Donald Trump es el beneficiario de un aumento de atribuciones y funciones de su cargo ejecutivo que no ha dejado de crecer y consolidarse desde tiempos de Richard Nixon. El presidente republicano renunció en 1974 para evitar ser destituido por un impeachment del Congreso una vez conocidos por una investigación periodística del diario Washington Post los hechos del caso Watergate (el espionaje de las oficinas en Washington de la oposición demócrata organizado y financiado desde la Oficina Oval). Lo sucedió su vicepresidente, Gerald Ford, que lo indultó (como Trump a los condenados por los disturbios de la manifestación de protesta que asaltó el Capitolio el miércoles 6 de enero de 2021, y como Joe Biden, el presidente demócrata que sucedió y precedió al republicano en la Casa Blanca, a toda su familia y a sus colaboradores más estrechos, el lunes 20 de enero).

A la discrecionalidad obtenida por la oficina presidencial en el ejercicio del poder ejecutivo se atribuyeron los abusos de Nixon en su espionaje de la oposición. Para corregir esos abusos del Ejecutivo, su sucesor demócrata Jimmy Carter fortaleció al Ejecutivo dotándolo de más agencias de control, algunas de las cuales después desmontaría su propio sucesor el republicano Ronald Reagan, que montaría otras a su juicio más eficientes (como busca hacer hoy Elon Musk con su reforma radical de la gestión austera) y crearía otras nuevas en el ámbito de la Defensa (como Trump que en 2019 sumó una nueva arma a las FFAA de EEUU, la primera en sumarse al núcleo de Ejército, Marina y Aeronáutica desde 1947, la Fuerza del Espacio, United States Space Force -civiles y militares que trabajan en ella se llaman Guardianes, Guardians-).

La clase obrera va al paraíso (más vale grieta tóxica que cinturón oxidado)

En las décadas de 1970 y 1980 empezó a abrirse y ensancharse una grieta entre republicanos y demócratas. La batalla política se convirtió en guerra cultural y el resultado último es el que ratificaron las últimas elecciones: los electorados originarios invirtieron sus adhesiones. En una simplificación grosera pero no deformante, en 2025 el demócrata es el partido de los ricos e instruidos y el republicano el de los pobres sin educación universitaria.

Durante los tres últimos tercios del siglo XX y la primera década del XXI había sido básicamente al revés. Red-necks (peones y campesinos de cuello enrojecido por trabajar al aire libre) y blue-collars (operarios y obreros industriales de overol azul) votaban demócrata y los white-collars (trabajadores del sector privado y corporativo de camisa de cuello y puños blancos) votaban republicano. Pero estas categorías perdieron el empuje clasificatorio del que gozaban sin mayor examen cuando el país a cuya sociedad dividía la grieta ideológica daba en su economía el giro post-industrial que a su vez iba a contribuir a profundizarla.

Fue Walter Mondale, otro vicepresidente y candidato presidencial demócrata derrotado por un republicano (Reagan), precursor de la fórmula rust-belt. El cinturón de orín de las fábricas cerradas y el desempleo proletario que Trump quiere des-oxidar a fuerza de impuestos aduaneros. Quiere revertir el proceso globalizador que ganó ímpetu con Clinton y los Bush Sr y Jr. Quiere forzar una relocalización productiva en los estados industriales del Medio Oeste. Quiere cemento, petróleo y automotores (curiosamente, el eco argentino que estas palabras hacen resonar es el del presidente desarrollista Arturo Frondizi).

Las fábricas con chimeneas cayeron víctimas de la mundialización, el libre comercio y la economía de la inteligencia de Musk y los magnates del Silicon Valley que en 2016 fueron sus adversarios irónicos y en 2024 sus fans sin distancia. Y el tejido comunitario cayó víctima del fentanilo, en una narrativa a la cual el vicepresidente J.D.Vance dedicó su autobiografía en forma de elegía rural blanca -el libro es un long-seller-. Los acuerdos militares con México para combatir el tráfico de opiodes en un Armagedón buscan trocar el llanto elegíaco (en la patria) por el furor épico (en tierra extranjera). 

Un Capitolio en cámara lenta y una Casa Blanca con esteroides

Una consecuencia inesperada de la grieta en el país bipartidista gobierno y oposición contaban siempre con mayorías penosas e ínfimas en la Cámara de Representantes fue estructural. El sistema de tres Poderes de la Constitución norteamericana no significa un reparto equitativo del poder entre el Ejecutivo, el Judicial y el Legislativo. El Poder más poderoso es el Legislativo: puede deshacerse del Ejecutivo si su titular es condenado en un juicio político. Es el dueño del presupuesto: decide cuánto dinero puede gastar el Estado y en qué debe gastarlo. Sin embargo, esa superioridad es letra agonizante en un Congreso donde los acuerdos son excepcionales porque el resultado de cada votación se conoce de antemano. El Capitolio no alberga un órgano deliberativo: las cuestiones no se discuten, se someten al voto de senadores y representantes cuando se sabe que hay quórum y votos. A veces se corre un riesgo, cuando se apuesta a que un ligero desequilibrio de las fuerzas puede sumar el voto de diferencia que convierta un proyecto en ley. Como presidenta del Senado, la ex vicepresidenta Kamala Harris desempató con su voto final más votaciones empatadas que ninguno de sus predecesores en la función.

El demócrata Bill Clinton fue sometido a un juicio político por haberle mentido a un Grand Jury sobre sus relaciones con Monica Lewinsky en la Oficina Oval, y no fue condenado por negar las salpicaduras de semen sobre el traje azul de su subordinada -una pasante en la Casa Blanca- porque en el Senado los oficialistas contaban con el voto salvador. Trump fue el único presidente sometido a dos juicios políticos (el primero por un confuso episodio en Ucrania que involucraba a Hunter Biden, el hijo de Joe hoy ya indultado por su padre presidente, el segundo por los hechos del asalto al Senado en enero de 2021): en los dos fue absuelto gracias a la mayoría decisiva republicana en las bancas del Senado. En el caso de Clinton, todos los demócratas votaron a favor y los republicanos en contra; en el de Trump, a la inversa.

En EEUU es muy trabajoso legislar, pero incluso en el país hay que gobernar, con leyes o sin ellas. Los dos partidos se han resignado, o han favorecido, que el presidente dicte las reglas para la administración sobre asuntos o materias donde el disenso es norma entre los dos grandes partidos.

Nixon inició una política que Trump anunció que reanudará. Según ambos, el presidente tiene derecho a subejecutar la asignación de recursos si estos se dirigen a financiar programas sociales o de estímulo que el Ejecutivo juzga erróneos. Nixon lo hizo sistemáticamente; los perjudicados, no menos sistemáticamente, recurrieron a la Justicia; la Justicia, sistemáticamente, les dio la razón: el Presidente debe ejecutar las leyes en los términos en que fueron sancionadas, no sustituirlas por reglas a su arbitrio. ¿Actuará del mismo modo ahora, anulando de inmediato el valor de decretos como el que niega el ius soli, el derecho a la ciudadanía a los nacidos en suelo de EEUU? La cuestión ya está en litigio. La segunda presidencia de Trump augura ser muy litigiosa.

Bill Clinton había establecido como regla de su conducta ejecutiva lo que se llamó con elegancia line ítem veto. Es decir, el veto línea por línea de una ley: los artículos que le gustaban, hacía cumplir, los que no, los suprimía. En su fallo en el caso Clinton v. City of New York, la Corte Suprema condenó a la presidencia por esta tarea legiferante. Lo que no significa que el poder presidencial disminuya.

As You Like It, Mr President

En 1974, el Congreso votó el Impoundment Control Act: una Ley de control de la subejecución presupuestaria por el Ejecutivo. El Congreso no legalizó la subejecución, que es inconstitucional. Pero estableció una serie de reglas y procedimientos sobre cómo debe ser el diálogo entre el Capitolio y la Casa Blanca cuando el Presidente no quiera gastar los fondos asignados a un fin por una ley del Congreso (tanto Nixon como Reagan como Musk creen que la administración más eficiente es la más tacaña). Es un mecanismo de control de daños, una suerte de dispositivo de conciliación para evitar la catarata de demandas ante la Corte Suprema. Es decir, la ley de 1974 prevé que el supuesto más frecuente será que el Presidente gaste a su arbitrio.

Para evitar incluso esos diálogos, esas idas y vueltas, en sectores trumpistas del Congreso empieza a lucir como una solución genial e irreprochable, que le ahorraría disgustos al Presidente, lo que es una claudicación letal para el Legislativo. La idea es que las normas presupuestarias incluyan una cláusula de discrecionalidad, de confianza en el buen juicio de la Majestad presidencial. Gaste así, si le parece bien: como aquellas recetas antiguas de dulces de fruta que indicaban, a propósito de un ingrediente esencial: azúcar, cantidad necesaria.

Así en el Mapocho como en el Potomac

Todavía no ha pasado un mes al frente de un gobierno que ejerce con el oxigenado albedrío que es el don de su victoria electoral en noviembre. Sin embargo, la renta que más paga entre las que ha recibido en herencia es una que jamás menciona: que EE.UU. conoce en 2025 una edad de oro más brillante que cualquiera anterior en el siglo. Cuando en 2016 Trump quebró la complacencia de los votantes más ricos y derrotó a la doctora, senadora, ex primera dama y ex secretaria de Estado Hillary Clinton, la victoria republicana era el resultado de cambios que el candidato opositor no guiaba sino que lo guiaban. Cuando el 20 de enero de 2025 Trump proclamó que ese día, el de su asunción, era la fecha del inicio de una nueva edad dorada, el oro ya lo estaba esperando.

La popularidad del chileno Sebastián Piñera se elevaba al 54% meses antes del estallido de octubre de 2019, del que no previó siquiera la posibilidad y cuyas causas sólo vio cuando la élite política ya había sufrido sus efectos devastadores. La violencia social acaso se habría visto amortiguada sin el enérgico estilo personal de gobernar que el presidente chileno había hecho suyo, creyéndose sostenido por un mandato de una fuerza, una legitimidad y, sobre todo, una sustancialidad que se le antojaban evidentes e incontrovertibles tras la victoria electoral. Veían prolongarse pacíficamente hacia el porvenir la continuidad del apoyo del electorado en su segundo período no consecutivo en la Moneda. Había vencido no ya a la Concertación de democristianos y socialistas que gobernó Chile por más tiempo que Pinochet. Era el vencedor de la Nueva Mayoría que Michelle Bachelet había creado en su segundo mandato, y que por primera vez había incorporado al PC chileno a la coalición gobernante.

La situación del multimillonario chileno llegado de la empresa a la política no deja de ofrecer  analogías con el triunfalismo de Trump en la Casa Blanca, redentor nacional que humilló al “marxismo” de Kamala Harris. A pesar de que Santiago gestionó mejor que Washington la crisis sanitaria de la pandemia (un factor coyuntural que, incidentalmente, también acreció el poder de los Ejecutivos en las democracias), Piñera sufrió en el Congreso de Valparaíso más pedidos de destitución que Trump en el Capitolio. Sobrevivió a los juicios políticos manejados por la izquierda que hoy preside Gabriel Boric, pero no al accidente de un helicóptero que él mismo piloteaba y que se desplomó en los Andes sin dejar sobrevivientes. En las encuestas de intención de voto para las presidenciales chilenas de noviembre, Michelle Bachelet va primera.  

AGB/MC

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