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Opinión

Elogio del riesgo

El aborto ya es legal en la Argentina

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El famoso historiador británico Eric Hobsbawm ha distinguido entre el “largo siglo XIX” –desde la Revolución francesa hasta la caída de los grandes imperios– del “corto siglo XX” –desde la primera guerra mundial a la caída del muro de Berlín–. Este gesto de pensar el siglo XX apenas como short twentieth century muestra que los tiempos, aunque parezcan tan macizos, tienen algo de invento. Diríamos: período y época no son sinónimos, ni equivalentes, a veces entre sí se empastan, se pisan, pero raramente comienzan y culminan juntos. La periodización, aunque no está dada y pueda construirse, es una cronología, una cuenta, un lapso que empieza y termina, mientras que lo epocal es –como ha dicho la crítica literaria Josefina Ludmer– “la fábrica de presente que es la imaginación pública”, algo escurridiza, hecha de espectros y promesas (un ejemplo obvio: las presidencias están fechadas pero los “ciclos políticos” desbajaran ese mazo y lo rearman con lógicas, a veces, superpuestas). Entonces: ¿cuántos 2020 hubo en 2020? ¿Vivimos un diciembre realmente existente? ¿Ha empezado el 2021? ¿Enero,estás ahí? Y lo más crudo: los tiempos calendario no son los tiempos de la pandemia, que –apuntemos otra obviedad– no se toma vacaciones y asoma de nuevo con su monstruo de dos cabezas (más aperturas, más casos), poniendo en jaque las proyecciones políticas y nuestros propios planes.

La política siempre hace algo con el tiempo: lo corta y lo organiza de algún modo (“Hay que pasar el invierno”, una –adjetivemos rápido– inolvidable de esa serie) y en esa operatoria, diciembre es un mes “especial”, de historial caliente en la democracia reciente. Balance a la vez del año, del gobierno –cada 10– y de la democracia misma –desde 1983–. Eso hace que diciembre se vuelva un poco el perro del hortelano, agobiando la escena final con la pregunta del “margen” que un gobierno tiene para su diciembre.

Balance a la vez del año, del gobierno –cada 10– y de la democracia misma –desde 1983–. Eso hace que diciembre se vuelva un poco el perro del hortelano, agobiando la escena final con la pregunta del “margen” que un gobierno tiene para su diciembre.

Este año insólito, ¿qué 31 días finales tenía por delante? Pero un año inesperado, inesperado termina. La última semana del año –aunque no faltó el apagón de Edesur– tiene algo de short twentieth century en sí misma: vertiginosa, demoledora, épica, incompleta. Y redondea un tiempo oásico: para todos, un poco: aún con el recorte del IFE y el ATP la continuidad de las políticas para los sectores más vulnerabilizados –con los “plus” de fin de año– junto con el dólar estabilizado descomprimieron las ansiedades económicas pegoteadas al arbolito de Navidad y a la ilusión de un cachito de agua fresca. Al menos, digamos, las ansiedades más próximas y sobre todo, las de la clase media, para quien el inconsciente económico se estructura en dólares, aunque no se los tenga. Todas las familias son una historia montada sobre dólares: sobre los que hay, sobre los que faltan, sobre los que se sueñan. Una clase que empieza, aunque no termina, en la billetera y contractura el mismo nudo: dinero –qué somos capaces de pagar para no hacer– y ahorro –qué somos capaces de hacer para poder ahorrar–. Un gobierno es, a veces, lo que hace con lo que diciembre hace de él. Puede no haber sido en absoluto el mejor año (en la misma semana se conoció un reporte de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa que dice que cerraron más de 90 mil comercios en todo el país; la necesidad de la recuperación económica espeja el desafío ante la pobreza estructural), pero simple y definitivo: no fue el diciembre temido. Y tuvo un remate histórico: a la expectativa que trae el comienzo del plan de vacunación se suma la sanción de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), que graba sobre la roca una mayor igualdad entre cuerpos gestantes y cuerpos que no, y transforma la ciudadanía política como la conocíamos. Este año terminan muchas más cosas de las que creemos. 

Pero, a la vez, los últimos días del año han sido proféticos porque, como el siglo de Hobsbawm, ponen un pie en lo que viene en el 2021: política sanitaria y poder legislativo. Sobre lo primero: la Organización Mundial de la Salud anunció que el 1 de enero fue la mayor cifra diaria de toda la pandemia de coronavirus. Mirar Europa (esas fotos delante de la puerta de Brandenburgo o en Beijing, con la copa en mano y una sonrisa triste escondida bajo el barbijo) y apretar los dientes: el deseo compartido, que la segunda ola no cruce el Atlántico. Mientras, volvieron a encontrarse en Olivos Alberto con Axel Kicillof y Rodríguez Larreta para analizar las medidas si persisten los contagios (del aumento de casos en el país, con la cifra más alta el último mes y medio, prácticamente la mitad se concentra en el AMBA). El endurecimiento del cierre de fronteras y de las medidas de confinamiento chocan con una sociedad esperanzada en el “hola, te podés ir de vacaciones” de la aplicación Cuidar. El grado cero de la ilusión. Una época saturada de “yo” parece poco dispuesta al límite absoluto de lo real: el misterio, un acontecimiento, el salto a la banca del tiempo; una pandemia. La vacunación es uno de los emblemas de la modernidad. Ciencia y comunidad. Por eso “mi cuerpo, mi vacunación” rompe la vida institucional: una mayoría vacunada disminuye las posibilidades de contagio. Poner el hombro. Que la vacuna no se agriete.

El endurecimiento del cierre de fronteras y de las medidas de confinamiento chocan con una sociedad esperanzada en el “hola, te podés ir de vacaciones” de la aplicación Cuidar. El grado cero de la ilusión.

Circuló en las redes sociales la foto de un vino cuya etiqueta era un insulto para el 2020 que pasó. Dos verdades a medias: el acople entre sociedad y Estado en que han sido 365 días difíciles; y, a la vez, que la agenda es también la capacidad que tenga el gobierno para volver a imponer la pandemia como tema, cuando la sociedad está desbordando la pandemia. Una zona un poco ciega, tironeada por el mérito de que no hubo colapso sanitario y, a la vez, la imposibilidad de una cuarentena infinita. Fue el año más estatal de nuestras vidas: una institución ante la que agachar la cabeza pero ahora el “volver al volver a casa” precisa de acuerdos más comunitarios que institucionales –familias que se dividen entre dos para festejar los cumpleaños, colonias de niños en burbujas, cumplimiento del uso del barbijo, aislamiento una semana antes de ver a adultos mayores, aire libre y así–. La ciénaga sobre el después de las fiestas. Ese sopor caluroso. Diciembre no pareció diciembre pero enero puede no parecer enero. 

Pero volvamos: la segunda cuña de la semana es el Congreso con la legalización del aborto sin dudas, pero también en el plan de los mil días (un programa de ayuda durante el embarazo y la primera infancia), la nueva fórmula de movilidad provisional y –un poco más atrás– el aporte solidario a las grandes fortunas. El Congreso comenzará las sesiones extraordinarias con la reforma judicial como protagonista en un año de elecciones legislativas. Sí, quizá vayamos a votar con alcohol en gel. 

Verde que te quiero verde

“…Verde viento verdes ramas”, decía el poeta Federico García Lorca. Alberto hizo una apuesta, corrió un riesgo; una apuesta que ni siquiera hace unos meses estaba definida (y rompe las reglas de la politología clásica de que sólo en la primavera económica ganan las ampliaciones de derechos), que Vilma Ibarra –figura clave tanto de esta ley como de la de matrimonio igualitario y sobre todo columna vertebral de la sobriedad y eficacia que esta época precisa– fue la encargada de anunciar el 9 de noviembre. El envío del proyecto de la IVE. Después vino la media sanción en Diputados y luego la disputa en el Senado (porque en estas leyes no se canta victoria hasta el último minuto). Y no importa sólo ganar, sino cómo. Para el movimiento de las mujeres y las disidencias sexuales, para la transversalidad en el Frente de Todos (la ley fue empujada por Alberto, por Cristina, por Massa, por Malena Galmarini, por Máximo y la lista sigue) y para la transversalidad en la política: tan cierto como quien aportó la mayoría de votos fue el peronismo es que sólo con esos votos no se lograba. Y la Iglesia que, no siempre emparentada con los “celestes” o “anti derechos”, ejerció una crítica módica si se la compara con otras leyes, como la de divorcio en 1987. La senadora por el PRO Gladys González condensó parte de este riesgo que muchos y muchas católicas asumieron al apoyar la ley: “¿Creen que es cristiano condenar a las mujeres que deciden interrumpir un embarazo? Hoy quiero preguntarle a mi iglesia si no es hora de hacer una autocrítica”. Un cristianismo para el que también es tiempo de empezar de nuevo, ya mismo en la lucha por la implementación de la Educación Sexual Integral.

La democracia es la sucesión de leyes de última generación que atraviesan las vidas de su ciudadanía. Casi todas las presidencias desde 1983 tienen su ley hito, aunque el peronismo es quien más ha empujado la imaginación política. Raúl Alfonsín, patria potestad y divorcio; Carlos Menem, cupo y reforma constitucional; Néstor Kirchner, educación sexual integral (ESI); Cristina Fernández de Kirchner, matrimonio igualitario e identidad de género; Mauricio Macri, paridad política. Y Alberto metió la suya. Pero si es todo, es nada. Un gobierno es una zona de promesas y la zona de promesas tiene que continuar. El twitter de @alferdez como resumen es auspicioso; de arriba para abajo: saludo de fin de año (en el que aparece el apretón de manos con el Papa Francisco), aborto en la Argentina, plan de vacunación. Un oasis en el desierto. Y un elogio del riesgo. Mientras, la incertidumbre nos pisa los talones. 

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