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Opinión
Elijo creer

Un Messi muñeco en la ciudad de Corrientes

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I. Todo empieza en un corte. El tiempo, más. El tiempo solo existe cuando lo cortamos. Días, meses, años. Diciembre es el corte de cortes –me encanta esa frase genial de Alexandra Kohan “termina el año, no tu neurosis”–. Pero a esas formas más o menos convenidas de cortes se suman otras. La vida también la anotamos en cuentas de mundiales. ¿Cuántos mundiales llevan? ¿En qué departamento se vio el de 2010? Después, están las excepciones, los subrayados, el que queda más adherido al corazón. Mientras se estaba jugando el mundial, cumplí un sueño (o un corte: nunca más me voy a olvidar de este mundial). Pero eso no importa nada. O sí, importa porque esa asociación temporal “mundial 2022” no me pasa a mí, o me pasa solo porque les pasa también a los demás. En diciembre, cuando las cruces pesan más, vivimos algunas horas en estado de gracia. Hasta en la fila del Día puede flotar una electricidad simpática. Somos capaces de esperar con la mandíbula más suelta.

II. Nací en el 86, poquito después de que salgamos campeones. Los bebés que ahora están recién salidos del horno. Mundialistas. Palpité esa alegría en la panza. A mi mamá le dieron el título en la facultad mientras íbamos avanzando en ese mes glorioso. Líquido amniótico perfumado por la escolarización y por los goles.

III. El mundial, como la muerte, saca lo más primario de las personas. Activó grupos de guasap, encendió conversaciones laborales, reprogramó agendas, movió montañas, estrechó vínculos –dos personas se besaron en un semáforo apenas se cruzaron en el festejo–. En el mundial de 2014 leí de un señor que, cuando Argentina pasó a la final, había vuelto a hablar con su padre después de veinte años. Todos jugamos un poco en el mundial a la parábola del hijo pródigo: las figuritas, las camisetas, los gritos. Todos volvemos a ser un poco aquellos chicos y chicas que se ilusionaron o sufrieron por primera vez. En esos minutos cardíacos finales contra Holanda volví a verme chiquita y triste por mi viejo en el 98 (pero hice un conjuro, lo explico al final). 

IV. Este año se cuenta también en tres vértices: los recitales por el aniversario de El amor después del amor, la película 1985, el mundial. Los consensos. Pero escribo esto y un poco ya se desgata el fósforo que quiere encender. “Consensos”. Lo digo de otra forma: maneras de agachar la cabeza ante algo más grande. 

V. Cuando Messi gambetea ese tercer gol contra Croacia ésa es su vuelta al origen. Crear lo que no estaba hecho. Hacer con lo que hicieron de vos. Abrir espacio. Pasito a pasito. Dar aire. Sortear las marcas, esquivar, esperar. Y sorprender. Aunque la pelota venga mordida, encontrar la forma de pegarle igual. 

VI. Tras el triunfo de la Copa América, en plena pandemia, Messi llamó desde la cancha a Antonela Roccuzzo. Ese reconocimiento, epidérmico –gutural–, que también vimos en el primer recital de Fito Páez cuando le cantó “Un vestido y un amor” a Cecilia Roth. (Música: la voz de Juanse diciendo “quisiera que Dieguito juegue para siempre” estirando la “iii”. Esa ternura pegada al oído.) Este mundial es definitivamente de Roccuzzo, de su inteligencia, su brío, su aguante. Fito algo le debería cantar. Ella y Messi ya son de esas parejas que un país entero quiere que no se separen. Elijo creer.

VII. Qué palabra hermosa “muchachos”. Porque no se cuenta de a uno. La muchachada, la barra, el grupo, es eso: cuando somos mucho más que dos. Las abuelas, el analista del Dibu, Pablo Aimar, los Lioneles, Julián Álvarez. Titulares y suplentes. El equipo completo: cuando busca, presiona para adelante, ejecuta pero también hace arte, se sobrepone de los golpes, se declara amor, mantiene los códigos, el estilo, la ética.

VIII. El mundial es don. Alegrarse con la alegría del otro. El mundial me alegra por el colectivero que se bajó a festejar, por mi viejo, por las personas que quiero mucho, por las vecinas con las que alentamos balcón a balcón, por quienes agitan en Bangladesh, en Nápoles, arriba de un auto con la radio si se corta la luz. Y por Ángela Lerena, sobrísima, furiosamente capaz y magnética, primera mujer que en la Argentina va a comentar el domingo una final del mundo en la que... 

IX. Quiero lo que queremos todos. Pero esa confianza invocada por Leo desde el primer día, eso no se rompe más.

X. No me bajo de los deseos profundos. Le he consagrado a las promesas tinta y vida. En el final del último libro que escribí hay un guiño a la muy querida Coca Sarli. Mientras jugábamos el partido con México, cuando estaba terminando de escribir contra reloj otro texto decisivo para mí, me di cuenta de que la Sarli también estaba en una nota al pie y me alivié. (Oficio, exuberancia, trueno entre las hojas, arrojo, vivir en su ley.) Desde ese partido, me volví devota de una imagen de ella enfundada en la bandera argentina, y la compartí cada vez que ganamos. Los penales de cuartos, por los nervios, no los vi. Durante esos minutos hice una cosa que no puedo contar y ésta que sí: además de a Diego, al que se lo pide un país, se lo pedí. Mucho. Y averigüé dónde descansa. Hay tantas cosas imposibles, pero este domingo temprano vamos a ir con mi viejo a hacer una posible: a llevarle flores. La gratitud está primero. La palabra, también. Nada más argentino que volverse a ilusionar. Este mes, más que nunca, elijo creer.

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