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PURA ESPUMA
Opinión

Freud, el novio gede

Martha y Sigmund
5 de febrero de 2023 00:05 h

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Sigmund Freud fue un escritor compulsivo de cartas. De cartas rescatadas, como las que les correspondió a sus hijos y a Carl Jung, y rápidamente agregadas a su obra; y de cartas perdidas o apenas entrevistas. Por lo que desde cierta perspectiva libre de los hechos no habría que avergonzarse por considerarlo un hipergrafista especializado en eventos epistolares, incluso un despachador adicto de cartas.

Las casi 9 mil páginas compactadas en los 25 tomos de Amorrortu (equivalentes a dos veces y media de En busca del tiempo perdido) no deberían impresionar a los freudólogos. Seguramente han de ser más las consignadas al rubro cartas, si se deduce por su correspondencia marginal la compulsión a escribirlas y enviarlas del Padre del Psicoanálisis, curioso nombre de fantasía edípico con el que lo describen muchos de sus acólitos, pero bastante más llevadero que el que le puso Nabokov, que lo llamó “charlatán vienés”.  

Las cartas secundarias de Freud dan, como mínimo, para darle la importancia de un caso. En Viena y Manchester - Correspondencia entre Sigmund Freud y su sobrino Sam Freud (1911- 1938), publicado en 2000 por Editorial Síntesis de Madrid, el asunto es la pobreza, y la codicia al por menor. Freud, que ha clasificado a su familia entre miembros activos y pasivos, no deja de pedirle a su sobrino Sam, próspero empresario textil en Inglaterra, el envío de alimentos y lujos que no se encuentran en Viena después de la Primera Guerra Mundial. 

Son pequeños museos de la demanda, en los que Freud no para de pedir “manteca, carne de vaca, coco, té, pasteles ingleses”. Casi nada lo aparta de sus solicitudes de tío expósito, ni siquiera la carta que escribe el 26 de enero de 1920, en la que recién luego de una introducción formal, y de menciones precisas a asuntos de encomiendas, comidas y dinero, encuentra el momento de decir: “Ahora debo darte una noticia amarga. Mi hija Sophia -¿te acuerdas de ella?- murió ayer de gripe y neumonía”. Primero lo primero.

Algunas de las 1500 cartas a Martha Bernays antes de contraer matrimonio con ella en 1986 (Cartas de amor, de Sigmund Freud; Ediciones Bronte, 2016) y, por suerte para él, mucho antes de desarrollar su concepto de neurosis, presentan la figura de un Freud denso, seguidor como perro de sulky, gede. No la deja desear a la doña. Se entiende que al libro lo hayan marcado con la palabra “amor”, pero debieron agregarle la palabra “control”.

Cuando el vienés merquero (así podría haberlo llamado Nabokov) desliza sus sentimientos por esos párrafos inolvidables, sobre todo los que se desbordan, los intratables, los instantes monstruosos del enamorado que el propio enamorado espera sentir al costo de perderse, las cartas se inflaman de belleza y encuentran en la cursilería su vía regia. Ah, las palabras de amor: aquello que va a darnos vergüenza en el frío del futuro, ese reflejo idiota que no sienten los locos, mucho menos los locos de amor, una vez que esas palabras se escapan del cuerpo como géiseres de sangre. Es la única desgracia con toda la suerte del mundo, y vale para todos, incluso para los seres humanos “analistas”.

El 19 de junio de 1882, Freud arranca tranquilo la primera carta de la serie: “Sabía que hasta que no te hubieses ido no podría darme cuenta realmente de toda mi felicidad vivida y también, ¡ay!, de todo lo perdido”. Y luego le baja los cambios a la moto del afecto en ausencia con una extraña precisión, obtenida por medio de la ambigüedad: “No consigo tener una idea clara de lo nuestro”. Traducido al discurso enciclopédico, podría decirse que Freud dijo del amor que “no se consigue tener una idea clara de lo que es”.

El enamorado Freud anda dando vueltas por su casa con una fotito de Martha. ¿Qué adulto no tiene, para calmar la sed de vivir, su objeto transicional? Desde una piedra cordobesa hasta una remera usada, cualquier ausencia se agiganta en los fetiches. ¿Qué hace este exdivulgador de la hipnosis con su foto-peluche, deambulando como un yonqui? Le busca a la amada “un sitio entre los dioses familiares”.

Los encabezamientos son para una antología del rococó: “Mi preciosa y amada niña”, “Bella amada, dulce amor”, “Mi dulce y pequeña niña”, “Mi dulce Marty”, “Mi querido tesoro”, “Mi adorada princesa”, “Mi amada novia”, “Mi niña”, “Mi dulce mujercita”, Amada mía“, ”Altamente estimada princesa“, ”Princesa, mi princesita“.

El interior de las cartas es una galaxia en la que flotan planetas de distintas temperaturas. En una le dice que está esperando que le traigan un café en un bar de Viena, en el que le dan poco azúcar. Entonces, arremete: “Mi Marty, me tendrás que dar tu más azúcar”. O sea… Pero tampoco falta las amarguras, así de agridulce es la vida humana. En otra carta le reprocha no haber roto relaciones con un tal Fritz Wahle, un amigo de Martha que Freud quiere bochar y, por lo tanto, obliga a Martha a mantener esa amistad en secreto. La irritación de Freud es indisimulable y tienen el código de advertencia de un oficial de la Gestapo: “Espero que tales hechos no vuelvan a pasar jamás entre nosotros”.

Es que el amor de Freud por Martha, además de remoto, es “profundo” e “inflexible”, cartas de porte para seguir descargando su perfil policial: “Cuando me molesto contigo, como me ocurrió cuando me comunicaste tus ideas de viaje…”; “¿Qué puede ser lo que deseas y no quieres decírmelo?”; “A la pregunta de si te dejo patinar, te contesto rotundamente que no. Soy demasiado celoso para permitir tal cosa”.

El Freud Jefe de Mantenimiento no es mejor: “Te ruego me digas que tal estás de aspecto. Si has engordado, si te sientes mejor y si tu piel está más limpia de impurezas que cuando nos separamos”. Solo le faltó preguntarle, como ese personaje que en una novela de Washington Cucurto le pregunta a la novia: “¿Cagaste lindo, amor?”. 

Las riñas de los corresponsales son al menos de una por mes. Mientras, Freud le describe su carácter irritable, cuya causa al parecer es la neuralgia (“dolor de cara”), para que ella tenga paciencia en dejarlo bajar. Difícil, porque lo que él quiere es subir. El 26 de junio de 1884 le escribe una carta redactada con la ansiedad de alguien que está colocado. Van a verse pronto, pero él se muestra reacio a que ella lo espere en la estación: “No quiero que la estación y el equipaje se inmiscuyan en nuestros primeros besos”. Pero si a Martha no la “ruborizan” los hamburgueses y es capaz de darle un beso en cuanto se vean, “y otro mientras vamos a Wandsbek, y un tercero…”.

Y para que todos nos quedemos tranquilos, especialmente ella, que es quien lo va a recibir, le dice: “No llegaré cansado, pues pienso hacer el viaje bajo la influencia de la cocaína para dominar mi terrible impaciencia”. Podemos imaginar, si no los detalles dramáticos, la velocidad supersónica de ese arribo.

La modalidad gede del novio Freud para vincularse con Martha, en la que es evidente que interviene la presión masculinista de la época, se disuelve cuando entra un poco de oxígeno a su prosa y Martha ya no es ella, al menos no solo ella y, en cambio, es un ejemplar del género amado: “Eres tan buena y, entre nosotros, escribes con tan inteligencia y eficacia, que me das un poco de miedo. Todo esto contribuye a demostrar, una vez más, la superioridad de la mujer sobre el hombre”.

JJB

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