Jean-Luc Godard, el cine como hazaña de la libertad
“Ver lo invisible es agotador”. La frase es de Hélas por moi (1993), un film inspirado en la leyenda griega de Alcmena y Anfitrión, que muestra el deseo de un dios de experimentar la verdad del goce y el sufrimiento humanos. El cine ha sido, para Jean-Luc Godard, el territorio de esa experimentación.
Con nacionalidad mixta (“suizo-francés”, solía decir), nació en París en 1930, al mismo tiempo que el mundo hacía “crack” y el cine encontraba en el sonido su nuevo canto de sirena. Pasó su infancia en Nyon, en Suiza, sobre el lago Leman, y cuando a finales de los cuarenta se instaló en París, el cine, había alcanzado su madurez como lenguaje y como industria. Tenía historia. Eran los tiempos de la posguerra, eran los tiempos del cine clásico.
Hijo segundo de una familia protestante rica –su padre, Paul-Jean, francés, era un reputado médico; su madre, Odile, era hija de Julien Monod, fundador del banco Paribas–, el bohemio JLG adoptó en la Ciudad Luz un régimen de sombras: cientos de películas al año en las salas de la Rive Gauche, entre ellas la de la Cinemateca Francesa, donde conocería al dream team de la nouvelle vague: Truffaut, Chabrol, Rohmer, Rivette, reunidos en torno a la figura de André Bazin.
Cinéfilo, lector voraz (nunca sin un Balzac bajo el brazo, dijo Rivette), crítico de la señera Cahiers du Cinéma, supo temprano que quería ser cineasta y que no se hace cine sin dinero. Trabajó, robó, vendió libros robados de la biblioteca familiar; juntó escaso pero contante dinero hasta que pudo financiar su primera cinta, Opération Béton, documental de 20 minutos sobre la construcción de una represa en Suiza.
El cine nos hará libres… cuando sea libre
Godard y el cine fueron felizmente recíprocos. El cine cambió su vida, Godard cambió el cine. Hasta su aparición, el cine se había revelado, sobre todo, como una máquina de contar historias para el gran público. No faltaron otros usos, científicos, como los de la antropología y la etnografía, pero la industria del cine vivía de ficciones.
Aun en desarrollo, el lenguaje del cine había crecido, de hecho, por su afán de narrar. Su evolución fue el resultado de las soluciones de edición que los cineastas ideaban para contar sus historias. “El cine se vuelve un medio de expresión –dice Christian Metz en sus Ensayos– cuando se enfrenta con los problemas de la narración”. El primer film de los hermanos Lumière, La llegada del tren a la estación (1896) es un plano único, con cámara fija, que muestra durante unos segundos el ascenso y descenso de los pasajeros. No hay edición, no hay intervención. Menos de dos décadas después, cuando D. W. Griffith alcance una de las cimas de su obra con El nacimiento de una nación (1915), la variedad de procedimientos narrativos es ostensible: primeros planos, montaje alternado para narrar situaciones que transcurren simultáneamente, inscripción de puntos de vista, sofisticación de corte y transición. “El cine empieza con Griffith y termina con Kiarostami”, dijo Godard en 2016, cuando murió el director iraní.
A Godard la vía narrativa o novelesca del cine –el cine que cuenta historias– no le resultaba más que una de las posibles. Si llegó a acaparar la mayor parte de la producción total de la industria, fue, desde su punto de vista, más por una dinámica comercial que por el aprovechamiento integral de sus posibilidades expresivas. Esta certeza está en la base de su cine, que se vuelve a cada paso más radical. “Si hoy me analizo, veo que siempre he querido hacer en el fondo –declaró– un cine de investigación en forma de espectáculo”. Para Godard, hablar el lenguaje del cine ha sido crearlo. Ni prosa ni poesía –“no sé leer”, le respondió a Pasolini cuando este lo interpeló respecto a su distinción–, pero tampoco un simple profesional de la imagen. A diferencia de la lengua, el cine no obliga a hablar.
Nadie llevó tan al extremo esta premisa. Comparado con todo exponente máximo en su arte en el siglo XX, de Picasso a Joyce, de Stravinsky a Borges, de los Beatles a Woolf, Godard fue un verdadero iconoclasta que cambió el cine: hizo mucho más que transformar su estética y su práctica, convirtió, como señala Richard Brody, al cine “en la forma artística principal de su tiempo”. Susan Sontag comparó en “Estilos radicales” el impacto de Godard en el cine con el de los cubistas en la pintura tradicional. Con el grupo de Cahiers du Cinema barrieron con excesivo celo a la vieja guardia del cine qualité europeo y abrieron el canon a directores hoy considerados imprescindibles: Alfred Hitchcock, en primer lugar; también Otto Preminger, Howard Hawks, Samuel Fuller, Nicholas Ray. “Irrumpimos en el cine como los hombres de las cavernas en el Versalles de Luis XIV”, fue su descripción.
No hay revolución que no empiece por la forma
Contra la impronta narrativa que el cine del siglo XX había heredado de la novela y el teatro burgueses del siglo XIX, Godard se lanzó al abandono de toda forma heredada, un abandono que no fue renuncia ni rechazo sino crítica y que no se detendría hasta el final. Godard ha sido un cineasta de la pregunta, de la sospecha que nunca se vuelve paranoica.
Su posición en la historia del séptimo arte es doble y es única: Godard ha sido el más narrativo de los cineastas experimentales, el más experimental de los cineastas narrativos. (Suena a lugar común, pero también los lugares comunes guardan en ocasiones raptos de verdad.) “Hago siempre lo que no se hace. Y nunca hago lo que hace todo el mundo. Pienso que todavía se puede ser un artista haciendo películas”, así definió su posición.
Con rapidez, con intrepidez, Godard trabajó los acontecimientos actuales cuando aún eran actuales. Más que ningún otro cineasta de su renombre, quiso que el público sintiera que todo era posible en el cine, pero que lo descubriera por sí mismo.
Para defenderla, apeló en sus films al extrañamiento, la fragmentación, el collage, la profusión de citas, alusiones, el deslizamiento entre diferentes dispositivos y soportes (nada queda fuera: cine, televisión, video, Internet, plataformas, literatura, teatro, ópera). Sin embargo, no hay nada allí de posmoderno, de pastiche socarrón, de imitación trivial, de ironía lúdica. Antes bien, Godard es el modernismo cinematográfico llevado con impudor más allá de todo límite, hasta el momento en que declara su propia negación. Con rapidez, con intrepidez, trabajó los acontecimientos actuales cuando aún eran actuales. Más que ningún otro cineasta de su renombre, hizo que los espectadores sintieran que todo era posible en el cine; su tarea urgente fue que lo descubrieran por sí mismos.
Consciente de su propio método de trabajo, había pedido, en ese tono tan suyo, mitad broma mitad aviso, que su epitafio diga: “Jean-Luc Godard. Al contrario”. Su nombre y dos palabras que expresan la estética que latía en su obra: solo se hace arte contra algo, solo se hace cine como lucha. El conflicto como motor de la historia; la historia, la(s) historia(s), como partera de la libertad.
AGB
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