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OPINIÓN

Lanata y el sueño de una generación de periodistas

El periodista Jorge Lanata murió a los 64 años.

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Se murió el tipo que me hizo periodista. Se murió sin saber lo que hizo de mí. Lo amé. Lo odié. Le creí todo y me desencanté. Pero el desencanto se trata de un momento, es la instancia perentoria de una sustitución urgente. La muerte, en cambio, como el fútbol y algunos bares, es una escuela de todas las cosas. Te deja, la muerte, delante de una totalidad, delante de un entero sin circunstancia. Y cuando quedás frente al todo de una vida y una obra, corresponde arrancar por donde corresponde arrancar: las luces antes que las sombras. Siempre. Las luces. Antes. Que las sombras.

Habré tenido 16 años y habré tenido un papá que me decía: “si no te toman en una redacción, Alejandrito, te venís conmigo a vender ventiladores de techo”. A darle duro y parejo al remito y a la factura.

Pero yo había leído El Porteño, y me quedaba despierto escuchando La Hora 25. Qué remito, Pa. Qué factura. Si hay un destino ahí afuera, un destino en el que creer. Dice Lanata que ser periodista tiene sentido. Dice Lanata que el periodismo puede cambiar el mundo. Y si no lo dice, ponele que yo se lo escuché decir, que es como si lo hubiera dicho.

La carrera de comunicación social de la UBA nació en 1985. Página/12 nació en 1987. La carrera de comunicación social de la UBA tuvo récord de inscriptos en 1992. Soy profesor de esa carrera desde hace 20 años. Cosas con las que Jorge tuvo algo que ver.

–¿Y quién es el Lanata ese, hijo mío?

No sé, Pa. Uno que habla a la noche por la radio. Uno que dirige un diario durante el día. Y yo quiero ser como él, tal vez quiero ser él. Y quiero tener 53 años. Y que me escriba Mariana García porque él se acaba de morir y me diga, me pregunte: Ale, ¿podés escribir algo sobre Lanata para elDiarioAR? Y yo responderle, indolente, pasado de canchero, mintiéndole, mintiéndome: tranka, Marian, saco algo de raje. Y apenas cierro el teléfono ponerme a llorar como un pelotudo que moquea. ¿A quién moquea? Al tipo que, finalmente, fatalmente, me hizo ser quien soy.

No voy a poder con esto sin emborracharme, no voy a poder con esto sin la droga asequible de mi atardecer. Es 30, este boludo se vino a morir un fin de mes. A ver, ¿qué guita me queda? Poca, una carga de Sube, medio maple de huevos en el chino de la calle Tronador. No importa, vamos con lo que hay. Él lo supo tanto, supo tanto que se escribe con lo que hay.  

No fue una pluma, Jorge. Pueden posturear piedad en este adiós y hacer como que sí, pero si lo hubiera sido nos hubiéramos perdido al editor, al hacedor de estadios, al fabricante del campo de juego donde hicimos nuestros firuletes. Tampoco lo fue Natalio Botana, por eso mismo construyó Crítica. No lo fue Jacobo Timerman, por eso mismo construyó La Opinión, Primera Plana, Confirmado. No lo fue Vigil, por eso construyó El Gráfico. No lo fue Noble, por eso construyó Clarín. La maldición del editor que no es un genio de lo que escribe es la bendición del editor que hace escribir a los demás.

Estuve quince años persiguiendo a modelos y futbolistas para ver si una guardia me revelaba quién garchaba con quién, mientras en mis ratos libres hacía taller con Leónidas Lamborghini en el Centro Cultural Recoleta a ver si me salía un poema y con Liliana Heker en su casa de San Telmo a ver si me salía una novela. Era todo frustración y desacuerdo con el contrato del futuro hasta que Víctor Ghitta me incorporó a la familia Rolling Stone. En eso estaba yo, recién llegado a mi destino, digamos que a mi sueño, cuando Martín Caparrós me dijo que había un diario por hacer. El diario se iba a llamar Crítica de la Argentina. Y Jorge Lanata sería su director.

Era demasiado bueno para ser real.

La caída de Crítica fue el final de nuestro arrebato de cronistas. Después de aquella capitulación, hubo que dejar de coquetear chicas de los blogs y ponerse a trabajar. Y para Lanata fue el renuncio de su compromiso periodístico, el final de sus seis gramos diarios de cocaína. Lo que hasta ese momento había sido su adversario, se volvió su socio. Dejó de ser un periodista para volverse un operador. Y, en el viaje, hacerse rico, llenar sus escritorios de Montblancs. Lo culpé, en esa biografía de Luis Majul donde me hice el puro, el asceta, lo culpé. No me arrepiento.

Hola Jorge. ¿Te acordás de eso que charlamos en tu oficina? No importa, ya estás muerto, qué caso tiene.

Te voy a decir lo que sí tiene caso: vengo de Bariloche, de un Festival de Narrativa, donde me llamaron escritor. Cerré otro año en la UBA, en la facultad de Ciencias Sociales, en la Carrera de Comunicación, donde me llamaron profesor. Acabo de publicar un libro en Orsai Editorial, donde los tengo convencidos de que soy cronista: cro-nis-ta. La verdad, con una mano en el corazón, son todas derivadas de la misma condición inaugural: la de ser periodista. Yo, antes que nada, antes que ninguna otra cosa, soy lo que vos me hiciste ser: periodista. Y si soy algo más es de rebote, Jorge. De ser periodista no se vuelve –ni se quiere volver–.

De chiquilín te miraba de afuera, como esas cosas que nunca se alcanzan. El cigarrillo, la fe en mis sueños y una esperanza de amor. Cómo olvidarte en esta queja, gordo hijo de puta.

AS/MG

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