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OÍD EL RUIDO
Opinión

Mirtha y la trompeta del kitschnerismo

Mirtha Legrand
15 de octubre de 2023 00:01 h

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¿Qué llevan en sus oídos? Digo, qué músicas. ¿Maravillosas? ¿Solamente puro regodeo emocional? Seguro que alojan otra clase de incómoda remanencia. Un gusanito: siempre está ahí, acobachado en la memoria auditiva, tanto que, apuesto, lo reconocerían de inmediato, casi fisiológicamente cuando el espacio vibra en su nombre. Me refiero a “Emperatriz”, la cortina que abre el programa televisivo de la Señora Mirtha y que, a tono con la importancia institucional que tiene en Argentina -hablamos, en definitiva, de un programa- , sentó alrededor de su mesa a los principales candidatos para que le rindieran cuentas: Javier Milei, Patricia Bullrich y Sergio Massa.

“Emperatriz” -vaya título y titulación- ha acompañado desde sus inicios la restauración democrática. Si aceptamos la figura del gusanito, y de que casi todas y todos pueden identificar su procedencia, con mayor o menor irritación, es, en un punto LA música de estás décadas de democracia de baja intensidad y sucesivos descensos en espiral. Pero seamos precisos: la antecede, se escuchó por primera vez durante los almuerzos de 1980. Esa continuidad nos informa sobre algo: una trompeta que sutura épocas. Porque si bien la cortina de los almuerzos y las cenas comienza con un movimiento descendente de las cuerdas, apoyados por los parches (un primer indicio de materiales lípidos), es ese instrumento de viento que la define. 

Cuerno, cornetita, trompa, trompeta. Lo de soplar un tubo viene de muy lejos. Antes, mucho antes de Bach, Haendel y la Quinta Sinfonía de Malher, en las antípodas de la notoriedad adquirida en la era de la reproducción técnica (Armstrong, Davis, Marsalis), siempre sonó un trompetazo. Llamado. Cacería. Advertencia. Incitación. Acorralamiento. Organización del combate. Recogimiento por los caídos.

El Antiguo Testamento es nuestra principal fuente de información sobre las trompetas de los israelitas: el shofar y el hassrah de plata. El uso más famoso de la primera tuvo lugar en Jericó. Al cruzar el río Jordán en busca de la “tierra prometida” -debió relatar a Milei su rabino ortodoxo de cabecera- el pueblo judío sitió la ciudad. Los sacerdotes, se cuenta, le contó, hicieron sonar el cuerno con efectos devastadores. Las murallas se derrumbaron y se pudo escuchar con claridad estentórea la relación entre el sonido y las acciones de Dios. El shofar de Milei -utilizado en sus actos de campaña a través de una grabación- parece decirle a una nueva Jericó: “Abandonen los plazos fijos: soplaré como un león hasta pulverizar el peso”. Shofar-dólar, de eso se trataría para el aprendiz por correspondencia de los secretos de la Torah. ¿Habría percibido en clave de venganza bíblica la obertura “Emperatriz”?

La pieza -digámoslo finalmente- le pertenece a Luis María Serra. Al momento de escribirla ya tenía varios pergaminos en su haber. Alumno de Alberto Ginastera y Roberto Caamaño, avezado en el uso de la música electroacústica, Serra había compuesto en 1973 la banda sonora de Juan Moreira.  Si algo definirá el alcance de la película de Leonardo Favio será su melos, el canto del final, la propia voz del héroe popular que migra de su boca a un colectivo después de que el hombre perseguido realiza su último acto, ese “Acá está Juan Moreira, mierda”. Aquel Serra aportó varios detalles sugerentes. De un lado, el órgano y la progresión armónica con aires barrocos, al igual de “Here’s to You”, la canción final de Sacco y Vanzetti, la historia de otro martirologio, en ese caso obrero, interpretada por Joan Baez. De ese tema, todo un código de barras de Ennio Morricone, Serra se apropia además de la idea del crescendo gradual, al que añade un coro mixto, para darle a ese final una proximidad con la idea de la pasión bachiana.

Más allá de la pesquisa sobre las posibles emulaciones, un instrumento ajeno conecta a esta música de manera sutil a lo crístico y una imaginería sonora de la “tendencia” revolucionaria del peronismo de esos años: el parche, remedo del bombo. Serra podría haber prescindido de esa textura para reforzar el acento que se mezcla con la melodía y los disparos. En esos dos golpes de negra -el coro parece, bajo ese impulso, marchar en procesión- se cuelan las escenas callejeras de los setenta. Moreira rebelde que va al encuentro con la muerte con una sensación de haber vencido: parece avanzar no como un gaucho en fuga sino como un combatiente. Se gana no solo el lugar más riesgoso de la lucha, la primera fila, sino que le ofrece al espectador, música mediante, un modo de muerte perfecta, la del que se ha arriesgado, ha dado todo y, por lo tanto, no solo merece ocupar un sitio en la vanguardia sino ser objeto de un himno sin palabras, porque en este caso, están de más.

Siete años más tarde, “Emperatriz”, y, de nuevo, la sombra de las traducciones Bach, aunque de tercera y cuarta marca y, esta vez, de la mano de la trompeta. Un Juan Sebastián manco. En el camino Serra había tomado otros préstamos. “Como me había enamorado de la música del trompetista Jean-Claude Borelly, compuse algo que tuviera un gran protagonismo de ese instrumento”, dijo Serra alguna vez. Y ese elogio a uno de los cultores del easy listening nos abre una puerta interpretativa mayor. Para entender su aporte a los almuerzos de la Señora debemos dar algunos rodeos.

Relata Kenneth Womack en Sound Pictures: The Life of Beatles Producer George Martin (The Later Years: 1966-2016) el modo en que la trompeta se convirtió en elemento distintivo de “Penny Lane” a comienzos de 1967. Después de un día de agotadores sobregrabaciones, Paul McCartney se fue a su casa en Cavendish Avenue. Encendió la televisión. La BBC 2 presentaba el programa Masterworks. El episodio de esa noche incluía el Concierto de Brandemburgo 2, en FA mayor, con la participación del trompetista David Mason. McCartney, un verdadero vampiro musical, quedó impresionado por las posibilidades del instrumento. Al otro día le preguntó al productor de los Beatles qué era esa trompeta tan pequeña y fascinante. “Se llama trompeta piccolo”, le explicó. Y el que la tocaba era su amigo. “Traigámoslo”, pidió Paul para sumar a los Beatles a una de las causas de posguerra: la apropiación de Bach (The Modern Jazz Quartet, Astor Piazzolla, Wendy Carlos, Procol Harum). “¡Me he pasado la vida tocando con las mejores orquestas, ¡pero soy más famoso por haber tocado en ´Penny Lane`!”, diría Mason. La canción tuvo una progenie en el mundo del muzak, desde la incluida en Beatles song book, de la Hollyridge Strings a la versión de Paul Muriat, un director francés especializado en música ligera. Grabó “Penny Lane” el mismo 67 para amenizar ascensores, restaurantes, oficinas y, por qué no, escenas familiares.

Muriat sustrajo las voces y los instrumentos eléctricos, pero no se privó de tener una trompeta cuyas reverberaciones llegaron a Buenos Aires y, sin duda, contribuyeron al diseño de “Emperatriz”. El mal gusto no se funda sólo en lo mal hecho sino en este tipo de imitación de imitaciones en sentido decreciente, como si se estuviera en una sala de espejos deformados. Un parque temático de lo kitsch.

He escrito kitsch. Vale la pena expandirse.

Si la experiencia estética es un encuentro, ¿con qué nos topamos al escuchar “¿Emperatriz”, ese soplido seboso que suelta la trompeta? Suerte de antagonista de la idea del buen gusto, lo kitsch nos tienda una trampa a veces cuando queremos asociarlo apenas a lo berreta, grasa y falsario. Recuerda Giorgio Agamben que el gusto supuso un problema desde el mismo momento en que se lo sometió a discusión (un saber que no puede dar razón en su conocer, pero goza de él). Lo kitsch, con su presencia cotidiana y su densidad, canta la victoria por nockout de la subjetividad y destruye la anhelada unión entre el placer y el conocimiento.

El gusto -en tanto sentido, es un discernimiento sobre los elementos del mundo que manducamos- se expresa a través de la boca y el decir. Comentamos lo que se ingiere. Nada mejor que un ciclo televisivo donde se come entre cada derrape lexical para que converjan lo gustativo y el gusto sobre las cosas, con “Emperatriz” de fondo. ¡Cómo hablar de mal gusto mientras se mastica! La cortina musical tampoco necesita de las referencias textuales. Sus ademanes orquestales de seriedad son el fundamento y la anticipación significante de todo lo que se comentará con una copa en la mano. El menú que se ofrece a los invitados puede ser frugal. Lo opíparo es la banda sonora. Una cuantía simbólica.

Lo bello excede al lenguaje y a lo conceptual. En cambio, la parafernalia kitsch invita a la diatriba y el desmenuzamiento de una falta. Todos podemos dar cuenta de nuestras preferencias, supongamos, los mentados Beatles, como si se tratara de un juicio personal y fundado, aunque también mediado por una escala preexistente y consensuada. Siempre puede haber alguien que no comparta esa escala valorativa y se le responderá que sobre gustos no hay nada escrito. Por lo tanto, la membresía que se forja alrededor de un artista o una obra es apenas una convención.

 ¿De qué lado estaría está obertura imperial e imperativa si pensáramos el gusto desde el inconsciente? ¿O acaso, como se sugirió al principio, no podría silbarla un país? ¿Por qué casi todos quieren ser invitados a esa mesa (recuerdo en los setenta el pequeño lío que se armó en la comunidad roquera con la presencia de Charly García)? Una hipótesis: para ser cantados por esa trompeta. Podría decir al respecto un defensor recalcitrante de “Emperatriz” durante una imaginaria emisión del programa televisivo: “a ver, ¿por qué está considerado arte el urinario de Marcel Duchamp?

Es evidente que el valor no radica en el objeto. ¿Cómo se fijaría la cotización de esta música que tantas perturbaciones provoca (el invitado se acomodaría la cabellera, mirando desafiante a las cámaras)? Pues bien, alrededor de esta mesa“. Supongamos que luego dice esto: ”Una cosa devaluada en el mercado de los elogios puede transformarse en algo diferente por un chasquido de dedos. ¿Y si a un crítico, no yo, por favor, un crítico de veras, una voz autorizada, un Sebreli, pongamos, se le ocurriera aplicar la misma lógica del arte moderno o conceptual a la melodía en cuestión? ¿Qué pasaría? Daría un primer paso del arte al kitsch y, en un gesto inverso, del kitsch al arte. ¿Lo haría para mofarse secretamente de la jerga de los especialistas y la presunción de superioridad? Podría argumentar que parodia el buen gusto, las reglas aristocratizantes y el concepto de distinción. Ironía suprema que se descargaría sobre aquellos que creen que Serra es una moto-sierra de la alta cultura. Fin de las disputas: es evidente que el compositor encontró en la Señora su vehículo“.

 Lo kitsch encuentra su venganza cuando es exhibido en el museo, pero, qué sucede cuando el museo es el ciclo televisivo. Hay que estar a la altura de esa melodía, etiquetado frontal en cuyo diseño y textura se definen los intereses del almuerzo o la cena, el de la Señora epicúrea. Ella disfruta de su superioridad y las condiciones que impone. Con la melodía de fondo, los comensales se convierten y tamborillean el ritmo sobre el mantel: candidatos y banqueros, influencers, cantantes e imitadoras. Parte de la fuerza de la homologación reside en esa musica. Peluche sonoro. La razón no domina el impulso y esa es la razón del triunfo de la obertura como tarareo ecuménico al interior de una sociedad entumecida. “Emperakitsch” en una mesa K, porque es puro Kitschnerismo (tendencia y sistema).

¿El coeficiente de lo kitsch sube al compás de la degradación social y política? ¿Es la cualidad formal de un momento definido por el espectáculo? ¿Las advertimos mejor mientras más nos hundimos acompasados por “Emperatriz”? Le grand desastre. No podemos responsabilizar al autor de todas las derivas que tuvo su creación. Pero esas posibilidades latían en su interior. “Emperatriz” habla por lo tanto de una coronación, y no solo la de la figura nonagenaria a la que se la asocia. Está ahí, imperturbable, y barniza todo comentario sobre la realidad, metiendo su cuña de un trompetazo.

Además de esa obertura triunfal, Serra compuso “Brillando Mirtha”, la canción que comienza: “Mirtha ya llegó, nuevamente está, brillando fuerte”. Pero, ¿cómo va llegar lo que siempre está y estará hasta el fin de los tiempos?

 

AG

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