El momento de la locura total
El partido había terminado y la hinchada pedía a coro la renuncia del director técnico. Este se acercó a los periodistas con su melena rojiza revuelta, y dijo: “Es un momento de locura total pero a mí no me van a volver loco”. Quince años después, aquella frase puede describir la situación de cualquier individuo rodeado de terraplanistas, antivacunas y negadores de pandemias. Al considerarnos a salvo de ese delirio colectivo (“a mí no me van a volver loco”), la sensación es reversible: aquellas buenas gentes deben sentirse acechadas por energúmenos que creen que la Tierra es redonda, se inyectan sustancias solo porque el gobierno lo dice, o insisten en usar barbijo y saludarse con el codo.
Todos somos el loco de alguien: la conversación colectiva se quiebra, las opiniones se tribalizan, el interlocutor pierde toda legitimidad y en algún momento nos convencemos de que a la locura que nos rodea solo podemos pagarle con la misma moneda. La irracionalidad se vuelve entonces un modo de hacer política. Y de gobernar. Las consignas más nobles terminan militándose de manera descerebrada. Todo se justifica en nombre de emociones colectivas o individuales, las cuestiones públicas se discuten desde relatos personales porque ¿quién puede discutir un sentimiento? Pero sin discusión es difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo.
Los nostálgicos dirán que se perdieron los códigos civilizados de antaño. William Davies, sociólogo y economista de la London School of Economics, en su libro Estados nerviosos (editado por Sexto Piso) nos recuerda que la racionalidad surgió en un momento puntual motorizada por las mismas fuerzas que hoy la socavan: el Estado, el mercado y la tecnología.
Fue en medio de las guerras y fanatismos religiosos del siglo XVII cuando un puñado de sabios decidió parar la pelota y establecer un criterio básico de consenso: aquello que se pudiera calcular y escapara a las pasiones. Gente como Robert Boyle, Thomas Hobbes o William Petty fundaron disciplinas modernas (respectivamente, la ciencia, la política y la economía) y crearon una nueva legitimidad: la del experto con datos demostrables. Desde entonces nos gobernaron el tipo de racionalidad que permitió generar consensos, limitar guerras o reconstruir paces. Pero eso se acabó.
Guerra, mercado y web
“Cuando se declara la guerra, la primera víctima es la verdad”, dijo Lord Ponsonby. En rigor, la guerra necesita otro tipo de verdad: datos secretos, inmediatos, recogidos intuitivamente del campo de batalla, todo lo contrario de la racionalidad científica elaborada para llegar un consenso. El problema es que en el siglo XXI la guerra se mezcla con la paz: terroristas, hackers y redes delictivas libran guerras no declaradas, y estimulan a estados mayores y agencias de seguridad a operar igual.
Si la guerra y la paz se confunden, las verdades de guerra serán la única verdad. Por ejemplo, en los negocios. “Todo gran negocio se construye en torno a un secreto que se oculta al exterior”, dijo Peter Thiel, cofundador de Paypal e inversor de riesgo de Silicon Valley. Los padres fundadores del neoliberalismo, Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, entendían que, a diferencia del académico con su sabiduría pesada y pedantesca, el emprendedor es capaz de tomar riesgos sin más conocimiento que los precios: información espontánea, variable, inmediata. Igual que los datos de la guerra. “El mercado es por lo tanto un tipo de institución ”posverdad“—concluye Davies—que nos salva de tener que saber lo que está sucediendo en general. De hecho, funciona mejor si ignoramos los datos del sistema en su conjunto y nos centramos solo en lo que nos concierne”.
Otro tanto pasa con la web. La información desborda bibliotecas y archivos, fluyendo desde y hacia nuestros celulares. El dato digital es preciso y variable como ningún otro: conocemos la muerte de un expresidente casi al instante pero a sabiendas de que puede ser desmentida minutos después. Mientras leemos una entrada de Wikipedia puede estar siendo editada con información verdadera o falsa. En el siglo XXI la autoridad de los datos dejó de ser un sol brillando para todos y pasó a ser un conjunto de estrellas fugaces alrededor de cada uno.
La verdad se customiza, la experticia se aplana y el periodista deportivo discute mano a mano con el jurista o el epidemiólogo. Todos piden “información objetiva” pero consumen medios afines: no quieren datos ajenos a sus creencias, quieren datos que las respalden. En momentos de crisis, cuando los datos y consejos de los expertos (ajustes, cuarentenas, optimistas cifras industriales en medio de la penuria general) no coinciden con la experiencia y expectativas de cada uno, podemos encerrarnos en nuestra constelación de datos on demand y gritar desde allí. El resultado es un estado de ansiedad constante, una suerte de Trastorno de Estrés Postraumático generalizado: cuerpos acostumbrados al peligro que liberan adrenalina sin compensarla con cortisol. El imperio de los sentimientos.
La gestión digital de las emociones
Pero esta irracionalidad funciona dentro de una estructura muy racional. La captura digital de nuestra conducta mediante Big Data y computación afectiva permite rastrear el movimiento de nuestras opiniones y emociones. Cada persona se convierte en una unidad de información legible, sin interioridad alguna. Las plataformas minan e intermedian ese trayecto, generan movimientos de emoción masiva mediante detonantes pequeños como el nudging (el empujoncito conductual): ideas que se convierten en imágenes y empiezan a viajar por la muchedumbre en forma de sentires. A contrapelo de tantas fantasías futuristas del pasado, la digitalización de la vida no nos transformó en fríos autómatas sino en intensos emocionales.
¿Cómo gobernar una sociedad así? Se me ocurren tres respuestas. Una es el “retorno a la Razón” que propone gente como Steven Pinker, pero en una versión tan ramplona y partisana del racionalismo que termina siendo un grito más en la furia colectiva. Otra es la “razón populista” de Ernesto Laclau: incorporar lo afectivo a un significado político más grande que eslabone varias demandas, un clamor organizado. Pero esas demandas y afectos ya no son neutros, están intermediados por la infraestructura digital de las emociones colectivas.
La tercera es un poco más arriesgada. Las emociones tienen impacto público pero son gestionadas desde tecnologías privadas, cuando debería ser exactamente al revés. Debajo del tsunami emocional que amenaza con ahogarnos nadan intereses muy racionales que deben ser gobernados. Si vamos a vivir en una sociedad digitalmente emocional, que las tecnologías sean transparentes y democráticamente gestionadas. Devolverle autoridad a lo público sobre la infraestructura digital que gestiona las emociones permitiría reconducirlas a lo privado y resguardar al saber y la democracia. En este momento de locura digital total, que no nos vuelvan locos es una tarea política.
AG
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