La frontera de las cosas
Durante de mi última mudanza (a la fecha) me dí cuenta de que me había olvidado de una cosa: un bambú de la suerte. Esa planta no era mía, nunca quise tenerla, no me gustaba demasiado y parece que ni siquiera es un bambú, sino que pertenece a la familia de las dracaena. No es más que un tallo con dos hojas en una botella de agua. Así y todo, sentí que era una ingratitud dejarlo a merced del olvido o del próximo inquilino, y fui a buscarlo. Como una versión mansa de Léon, el sicario protagonista de El perfecto asesino que se las arregla para salvar a su aglaonema entre tiros y emboscadas. Cuando volvía, quise despedirme del barrio viejo con un café. Lo tomé con el bambú como única compañía. Mientras escribo esto, está al lado de la computadora, con esas hojas lánguidas como si fueran dos dedos en V. El signo de la victoria. O del compañerismo.
Es habitual que las personas sientan apego afectivo, tradicional o racional por un objeto, más si es un objeto vivo como una planta, un perro o un hijo. En mi caso se trató de cierta culpa, un extraño sentido de correspondencia hacia una cosa con la que no tenía mayor compromiso que el tiempo que pasamos juntos. Hace un tiempo escribí sobre los objetos como una ecología más. El materialismo está de moda: DeLanda, Parikka, Bratton. Pero es un materialismo más preocupado por los algoritmos y la crisis climática que por la tabla periódica; y más ocupado en criticar al posmodernismo que en redondear una idea útil de materia. Me gustaría saber si hay manera de escalar desde una idea compleja y realista de la materia hacia algún tipo de ética o política. De los átomos a la sociedad.
A darle, átomos
Un recurso remanido del posmodernismo contra cualquier pretensión de materialismo o realismo filosófico es apelar a la «física cuántica». O mejor dicho, a la física cuántica que puede (y quiere) llegar a entender un lector de filosofía francesa: nunca vemos la onda, solo el electrón; no hay realidad independiente de la percepción; no hay objeto por fuera del sujeto. El Nóbel de Física Niels Bohr contribuyó a esa lírica: «No hay un mundo cuántico. Solo hay una descripción cuántica. Es incorrecto pensar que la tarea de la física sea describir cómo es la Naturaleza. La física sólo se ocupa de lo que podemos decir de la Naturaleza».
Las cosas son más complejas. Bohr y Heisenberg debieron pelear su interpretación de la teoría cuántica con Einstein y Schrödinger, quienes no querían renunciar a una imagen realista de los fenómenos. Helgoland, el ensayo del físico Carlo Rovelli editado por Anagrama, reconstruye aquellas discusiones con calidez y calidad, y les da una bajada filosófica. Rovelli no es un divulgador neutral, en la disputa entre bohristas y einstenianos toma partido por los primeros y desarrolla su interpretación «relacional» de la cuántica: la teoría no describe la forma en que los objetos cuánticos se manifiestan a nosotros (entes especiales que observamos), sino que describe cómo cualquier objeto se manifiesta y actúa sobre cualquier otro objeto. El mundo cuántico de Rovelli deja de ser un conjunto de objetos con propiedades definidas para ser una red de relaciones cuyos nudos son los objetos.
Rovelli no niega que existan observadores de fenómenos físicos (difícil hacerlo cuando es responsable del Equipo de gravedad cuántica de la Universidad de Aix-Marsella), solo quiere extender la categoría: «no hay nada de especial en los “observadores”: cualquier interacción entre dos objetos físicos cuenta como una observación, y debemos tomar cualquier objeto como observador… La teoría cuántica es la teoría de cómo las cosas se influyen entre sí y constituye la mejor descripción de la naturaleza de la que disponemos».
Rovelli tampoco quiere negar la realidad, sino descentrarla de nosotros. Por eso se interesa tanto por el budismo de Nāgārjuna (las cosas están vacías, no existen por sí mismas), como por el debate bolchevique entre el materialismo histórico de Lenin y el realismo machista (por Ernst Mach) de Bogdanov: una realidad sin presupuestos metafísicos, como por ejemplo «la materia». Sin embargo, después de leer Helgoland las cosas aún siguen ahí: la espalda nos duele, nos chocamos con la mesa, el humo de los incendios forestales nos irrita la garganta. Rovelli lo sabe y se fastidia: «El mundo nos parece determinado porque los fenómenos de interferencia cuántica se pierden en el zumbido del mundo macroscópico». Incluso para un físico cuántico extasiado en el Nirvāṇa las cosas son una perturbación, un zumbido molesto.
Cosas imposibles
«El zumbido estático de la no-identidad» es el término que usa Jane Bennett (la filósofa nortemericana, no el personaje de Orgullo y prejuicio) para nombrar la perturbadora existencia de objetos ajenos a nosotros, que no se reducen a su concepto, que parecen más allá de nuestro conocimiento y control. Históricamente ese límite a nuestro saber residía en lo Absoluto (por ejemplo, Dios). La filosofía moderna barrió con eso. Pero hoy encuentra esa exterioridad ininteligible en las cosas: la basura, la comida, las células madres, odradek. Objetos tenaces que, luego de años de teorías discursivas, siguen ahí: nos rodean, nos condicionan, nos formatean. Como el humo o mi bambú de la suerte.
En Materia vibrante (Caja Negra, 2022) Bennett pone toda su erudición humanística sobre el asador para resolver nuestra relación con las cosas. Al igual que los átomos de Rovelli, los objetos de Bennett no son entes definidos sino interacciones mutuas que nos incluyen. Vivimos en un ensamblaje de cosas que actúan. Para convivir mejor, Bennett propone un «materialismo vital» que coquetea con ideas algo desprestigiadas, como el vitalismo o el antropomorfismo, como «primer paso hacia una nueva sensibilidad por las cosas». Y se arriesga a proponer un espacio público que incluya a los objetos, incluso que comparta con ellos la responsabilidad de lo que pase.
Bennett es una persona sensata y no pretende licuar responsabilidades humanas: los incendios forestales tienen culpables y este dolor de espalda reclama a un especialista. También admite que es imposible incluir a los objetos en pie de igualdad con los humanos. A diferencia de otros materialistas, es consciente de que «la división ontológica entre personas y cosas debe mantenerse ya que, de lo contrario, uno carece de todo fundamento moral para privilegiar al hombre por sobre el germen, o para condenar la instrumentalización de los humanos». En todo caso su materialismo es una conciencia, una forma de atención: distinguir a las personas de las cosas permitió prevenir mucho sufrimiento humano, pero a costa de «una instrumentalización de la naturaleza no humana que puede ser poco ética e ir en contra de los intereses humanos a largo plazo… Este nuevo tipo de atención a la materia y a sus poderes no resolverá el problema de la explotación o la opresión humanas, pero puede estimular una mayor conciencia acerca de hasta qué punto todos los cuerpos son parientes, en el sentido de que están inextricablemente inmersos en una densa red de relaciones».
Y llegó la orangutana
En el fondo, el nuevo materialismo pide correr una frontera que está moviéndose hace rato. En diciembre de 2014 la Cámara de Casación Penal estableció que Sandra, una orangutana del zoológico de Buenos Aires, es «un sujeto no humano». En las audiencias de la causa, Ricardo Ferrari, antropólogo y amicus curiae, dijo «…si usted está tratando con un programa y usted no puede decidir si es una persona o no, entonces es una persona. Entre el objeto y el sujeto hay una gradación del ser a la que no le estamos prestando la suficiente atención». Otros blandieron como antecedente a la abolición de la esclavitud. El colectivo urbanista m7red recordó las numerosas oportunidades en que la sociedad decidió establecer fronteras para los seres: desde la creación del Zoológico al fallido Ecoparque, desde la Conquista del Desierto a los Derechos de la Naturaleza de la Constitución ecuatoriana. Son fronteras espaciales pero también ontológicas porque deciden hasta qué punto algo es una cosa y a partir de qué punto deja de serlo. En ese sentido, el posmodernismo tiene razón: la materia también tiene que ser definida. A Sandra o al humedal hubo que humanizarlos al menos un poco para respetarlos. Pero siempre quedará algo no-humano más allá, interactuando con nosotros, forzando la frontera. El zumbido de las cosas persiste.
Durante las audiencias del caso Sandra, el técnico veterinario advirtió «...ojo con abrir la puerta de los derechos a los animales de producción y consumo, eso es la caja de Pandora». ¿A qué sociedad nos llevaría el nuevo materialismo? ¿A una en la que la camarera de un café tiene que servirle agua a nuestro pomeranio mientras del otro lado del río se quema todo? ¿A una que no se atreve a buscar gas ni litio mientras la economía agoniza? ¿A una que vende fetos y se implanta chips? Eso no se resolverá en una columna de opinión. En todo caso, podemos ser una sociedad consciente de que estamos enredados con las cosas y no sabemos de qué lado de la frontera vamos a terminar.
AG
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