Poder Negro
En la segunda semana en Nueva York voy a ver un musical en Broadway. Broadway es una avenida que cruza gran parte de Manhattan por el lado oeste y está más o menos entre las Avenidas 6 y 7. Es decir que ir a ver algo a “Broadway” es un modo de decir porque pocos teatros se encuentran efectivamente sobre esa calle, es más bien una zona a la que se hace referencia, en torno a la pesadillesca Times Square en la que casi no hay centímetro que no esté cubierto de información excepto por algunos centímetros de cielo, aunque no sea demasiado prudente intentar alzar la cabeza en ese triángulo del horror si no se tiene la intención de ser arrollado por algo. “Broadway”, también se le llama a los espectáculos en teatros para más de 500 personas, mientras que Off- Broadway es para salas de entre 500 y 100 espectadores y la categoría Off- Off- Broadway, que existe y no de modo peyorativo, es para salas de menos de 100. Todo bien categorizado. Al margen de esto, y dentro del universo del prestigio, está el Public Theatre, el teatro público de la ciudad de Nueva York que es un organismo al mismo tiempo estatal y que recibe contribuciones de amigos del teatro que imagino serán no sólo personas sino también instituciones. El Public Theatre produce obras nuevas todos los años, creaciones, y entre ellas varios musicales, cosa de la que se enorgullecen, comentan en su página que estrenaron el musical Hair en 1967 y que desde entonces no se han detenido. Mencionan también que son quienes produjeron Hamilton, el loadísimo musical de Lin- Manuel Miranda, que es un éxito ininterrumpido desde 2015. Aunque interrumpido sí, por la pandemia, momento en el que Lin-Miranda junto a Disney aprovecharon para filmar el musical y hacerlo aún más popular con toda la gente viéndolo desde sus casas. Un fenómeno que a veces sucede, entonces, cuando una obra es un éxito en el Public Theatre, es que se vaya a Broadway, al grande, sin ningún off delante, el Broadway de más de 500. Es lo que pasó con el Hamilton de Lin-Miranda, con A strange Loop, de Michael R. Jackson, cuya R. lo diferencia del difunto, y suceda probablemente con Fat Ham, de James Ijames dirigido por Saheem Ali, el éxito de la temporada que fuimos a ver con todo el equipo de trabajo en mi última noche en Nueva York.
Pero primero fui a ver la célebre Hamilton. El teatro es gigante e imponente: clásico, con techos de arcadas y murales, y lámparas de innumerables caireles, tipo Colón. La escenografía, en cambio, es austera y maderosa, el escenario está despejado y es sólo un gran tablado de madera rodeado por unas galerías de madera también con algo portuario, o portuario todo. Esas escaleras por momentos se desplazan y avanzan hacia la escena pero toda la puesta es bastante sencilla a nivel artificios, excepto por dos plataformas giratorias en el piso que se usan bastante para hacer falsos desplazamientos y flashbacks y por la puesta de luces que es una locura de cambios y tachos (faroles de teatro) que penden de la tramoya. Todo eso sencillo no es pero está hecho como para que la puesta luzca despojada que asumo tiene que ver con esta apropiación del relato histórico que hace Lin-Miranda de la vida de Alexander Hamilton, un inmigrante huérfano, hijo biológico de escocés y francesa que acabó siendo uno de los fundadores del Estado norteamericano pero y sobre todo, uno de los fundadores de un Banco Nacional. En definitiva, alguien que tuvo mucho que ver con las finanzas y con un alma no tan prístina como la que nos canta el musical. Pero hay dos elementos que son los más revolucionarios de esta puesta que son, por un lado, que muchas de las canciones del musical son raps y la otra es que el elenco está exclusivamente compuesto por latinos y negros. De hecho, el punto de vista desde el que se cuenta el musical es el de Eliza Schuyler, la mujer de Hamilton, que es la que sobrevive. Entiendo que esta decisión de hacer que mujeres y hombres no blancos cuenten e interpreten a personajes blancos fundadores del país es algo nuevo y radical para una sociedad tan conservadora.
La última noche de cierre de nuestro proceso por ahora vamos al Public Theatre a ver Fat Ham. Fat Ham no llega a ser un musical en sentido estricto pero sí tiene varios momentos musicales, más del universo karaoke. Fat Ham, que traducido literalmente sería algo como “jamón graso” es una versión de Hamlet, supuestamente. Es decir, acaba siendo más como un acercamiento a, o un a partir de, porque el texto de Shakespeare, claramente, no sólo no se hace sino que en algún momento es abandonado por completo. Lo único que aparece más o menos parecido es que el padre de Hamlet, que acá se llama Juicy, un muchacho queer, es asesinado por su tío y viene a acechar a su hijo y a pedirle que lo vengue, pero no mucho más. Después todo transcurre en un asado en el fondo de un chalet de suburbio norteamericano, hiperrealista, con parrilla, porche, mesa recubierta por mantel a cuadros rojos y blancos, platos y vasos rojos descartables e incluso salchichas de plástico. También hay globos llenos de helio, cervezas, sillas todas distintas y mucho césped sintético. Así que todo es chillón, atiborrado y, por supuesto, plástico. El plástico, una vez más, es el elemento predominante. Esta vez la sala no es gigante, de 200 personas será, y estamos sentadxs en tres frentes, es decir que la audiencia es muy parte de la obra también. Y vaya que lo es. Desde el primer momento el público comenta la obra. Dicen cosas en voz alta, participan; el elenco a su vez interpela a los espectadores directamente, los mira a la cara, busca complicidad para cosas que les disgustan o divierten. Y la gente responde. Y la gente se ríe a carcajadas. Al principio no puedo creer el fenómeno al que estoy asistiendo. Tenía entendido que era un teatro prestigioso, y acá el público se comporta como un grupo de niños en una salida escolar. Me pierdo muchos de los chistes porque hablan muy rápido y en un cierto slang que no domino. En este elenco todas las actrices y actores son negrxs, el autor también lo es, gran parte del público lo es. Leo en la página del Public Theatre que están con una política de “Antirracismo y transformación cultural”. El espectáculo es una fiesta que no para de escalar. Y si bien al principio el hiperrealismo y las actuaciones desbordadas, excepto por el protagonista, me dejan un poco afuera, a partir de que este Hamlet- Juicy canta Creep de Radiohead en karaoke algo emocional empieza a cocinarse y después del desbande de un juego de dígalo con mímica que hacen, que ocuparía el lugar de la puesta en escena de la obra La ratonera que utiliza Hamlet en la obra original par desenmascarar a su tío, ahí todo se detiene, lxs actores y actrices con sus sillas en alto comentan que ese es el momento en el que deberían morir todos y deciden que no, que quieren cambiar eso, alguno de ellxs dice “can we carry on?” que es algo así como “¿podemos seguir adelante?” lo que en este contexto sería vivir, y todos están de acuerdo y dicen sí, sí, queremos vivir, y ahí ya abandonan el Shakespeare por completo y dicen que están hartos de tragedia y que quieren ser felices, Be happy es literalmente lo que dicen que quieren ser. Felices. Termina todo el público aplaudiendo de pie y bailando, el elenco llora, me digo, ¿será así siempre esto, que lloren así? Y ahí me entero que es la última, la última función que estamos viendo de esta obra en ese teatro y que es probable que pasen a Broadway por el nivel de éxito y que entonces sí que fueron felices, sí que sí.
La sensación al salir de la sala es de algarabía, de frenesí. Es un domingo a la noche de verano y la obra dejó en nuestros cuerpos una sensación eléctrica. La contracara de la experiencia del Hamilton repetido hasta el hartazgo: 7 años de repetir una obra que ha funcionado y funciona, con varios elencos de reemplazo. Una ingeniería que funciona a la perfección, impecable, virtuosa y… Muerta. Hamilton nos arroja a la calle, en la zona de Broadway, a las 5 de la tarde de un sábado de sol rajante, entre los edificios, sobre el asfalto caliente. De Hamilton nos echan rápido porque les espera otra función después, en un rato, una más. Ni siquiera el saludo del elenco en Hamilton es emotivo: ellxs están actuando literalmente para una cuarta pared. No importa quién esté de este lado en ese momento, ellos hacen su rutina con pericia pero sin emoción. Saben que hacen un éxito, que la obra funciona, que es buena, que está bien. Pero, ¿y el espíritu, y la fisura?
Es probable que Fat Ham haga un recorrido similar. Me pregunto si también perderá su alma en la misma medida, la medida de la perfección.
RP
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