¿Somos realmente tan amigueros? Un desafío al mito porteño
“La amistad no es como allá. Acá tiene otro significado. En Buenos Aires le decís a alguien de ir a tomar algo en media hora y están”. Lo dice un argentino de unos 45 años a dos coterráneos, los tres sentados al fondo de un tranvía durante un reciente viaje mío al sur alemán. Escucho desde otro asiento, y asiento mentalmente al dogma. Después me quedo pensando. ¿Hay algo de verdad en esa máxima repetida? ¿O sólo es nostalgia y relato?
En Buenos Aires la amistad se lleva como bandera. Celebramos el Día del Amigo con una efusividad que rivaliza con cualquier fiesta nacional. Pregonamos la facilidad de los encuentros aunque vivamos a kilómetros de amigos y colegas. Mantenemos redes que, en muchos casos, se remontan a la infancia: la escuela, el club, el barrio. Pero, ¿qué pasa cuando alguien intenta entrar a una red tan consolidada? ¿Somos realmente tan amigueros? ¿Estamos a sólo un mensaje y media hora de distancia?
Es difícil saber cuándo nació esta narrativa orgullosa en torno a la amistad como práctica. Sí sé que las redes la mantienen viva, con publicaciones que idealizan nuestra calidez o publicitan –en el sentido de hacer público– las amistades a través de historias de Instagram, la mostración de cuán querido se es en su versión máxima. Hasta los anuncios de marcas emblemáticas exaltan la asiduidad del encuentro.
También influyen los recuerdos aún vívidos de la amistad adolescente. Sus dinámicas, que dejaron de ser diarias para quienes ya somos adultos, quedaron tan grabadas en la memoria como para hacernos creer que aún están sanas y salvas.
Por último, está la comparación con comunidades “más frías”. Y no me refiero únicamente a las de países europeos, como el caso que inicia esta columna. “Lo que me llevaría a Camerún es la costumbre de reunirse los fines de semana. Allá no se juntan, salvo para una fiesta o un evento”, me contó el gastronómico Maxime Tankouo en 2016 cuando lo entrevisté sobre su vida en la Argentina y su restaurante El Buen Sabor Africano.
Aquella vez, Maxime me dio un ejemplo contundente: “Me caen al local grupos de amigos que se conocen desde la primaria y, cuando me piden que les saque una foto, me sale torcida, porque me emociono”.
El mito en el “Interior”
En un bar del Microcentro, hace unos meses, una amiga de una amiga de Mar del Plata me preguntó si me sentía porteña. Retruqué preguntando qué entendía por porteños. Y amplié la consulta a su opinión sobre la gente en Capital, a puro reduccionismo, que para eso son las charlas de café. Me contestó que los ve “abiertos” y menos prejuiciosos, pero que dan “hasta ahí”. Que son solidarios hoy pero eso no significa que lo sean mañana ni que eso dé pie a una amistad.
Me pareció un análisis bastante más complejo que el mito construido en algunas ciudades chicas, según la cual tener un amigo porteño es casi imposible y no te dan bolilla salvo que no tengan a nadie. Que las amistades de un migrante serán con otros migrantes o no serán.
Me topé con este relato cuando llegué a Buenos Aires desde Olavarría. El ser bonaerense me jugó a favor y en contra: se supone que estás más cerca de un porteño tanto geográfica como culturalmente, pero esa cercanía no da mucho lugar a una comunidad de apoyo como sí ocurre con los llegados de otras provincias.
Tocaba hacerse amigos de Capital o del AMBA, que para un bonaerense profundo es más o menos lo mismo, al menos al principio. Ser poco futbolera agregó una capa extra de dificultad, porque el fútbol es un gran mediatizador de la amistad en esta ciudad, no sólo para jugar sino para ir a alentar.
Al final la total imposibilidad de amistad con porteños era un mito tan grande como su opuesto. Pero, como todo mito, tiene una pizca de verdad. Después de varias columnas, voy cayendo en la cuenta de que Buenos Aires quizás no sea tan abierta, nocturna ni de brazos abiertos como indica su autopercepción. Y en esto también operan cuestiones culturales y estructurales.
Es una metrópolis con mucho más movimiento que otras, con amor por los lugares de encuentro y hasta nostalgia por las distintas viviendas a lo largo de la vida, al punto de llamarlas por el nombre de su calle (“Qué buenos recuerdos de Yerbal”, “Qué bien la pasábamos en Ramallo”).
Pero cada vez es más difícil encontrar un lugar para comer tarde, cada vez más caro juntarse, y buena parte de los bares notables que alabamos se vienen a pique por topadoras o falta de mantenimiento, porque esa protección no tiene un correlato práctico. Un poco con la amistad en esta ciudad pasa lo mismo: la idealizamos más de lo que la cuidamos.
Más allá de las tribus
Las dificultades para encontrarnos con amigos no son exclusivas de Buenos Aires. Pero en pocas ciudades del mundo se exalta tanto la narrativa del encuentro y la amistad como acá. Al menos desde el discurso, se valoran los lazos que se construyen, pero a veces hay poco espacio para sumar amistad.
Dos aclaraciones antes de que los porteños de crianza me maten. Una es que es difícil entrar a un grupo pero que, si finalmente se logra, hay altas probabilidades de que esa amistad dure. La otra es que esa resistencia a abrir el círculo no es necesariamente por falta de amabilidad, sino por ausencia de necesidad. Intuyo que quienes no han tenido que migrar tienden a conservar grupos más cerrados, “de toda la vida”.
Nuestro sistema educativo favorece esa tendencia. La conformación grupal es mucho más fuerte acá que en otras grandes ciudades como, por ejemplo, Nueva York, donde los cursos escolares se reorganizan cada año para que los compañeros se mezclen. O, como ocurre también en el resto de los Estados Unidos, cada materia de la secundaria tiene su propio grupo, en lugar de ser cursadas como una misma división.
Probablemente también influya el momento histórico que vivimos. Las amistades de siempre son un ancla frente a la incertidumbre de un país convulsionado. Pero también hay algo de pérdida en no permitirse abrir esas redes y dejar que otros aires las renueven.
¿Serán las “tribus” de amigos de toda la vida la barrera para integrarse a un nivel profundo con amigos recién llegados? ¿En qué medida influye la edad? ¿Cómo las dinámicas propias de amistad moldean las relaciones sociales en un país tan marcado por la migración interna y externa? Para estas preguntas aún no tengo respuestas que me convenzan. Pero sí creo que seguir en contacto con los amigos de siempre no debería cerrarnos a una nueva amistad.
Quizás la clave esté en no ver estas relaciones como una elección binaria entre lo viejo y lo nuevo, sino como un espacio que puede expandirse. Como todo vínculo, la amistad implica voluntad, tiempo y la disposición de salir de la zona de confort. Y eso no sólo aplica para quienes llegan, sino también para los que ya estamos acá desde siempre o hace tiempo.
En un mundo que se mueve a ritmo frenético, con fronteras cada vez más borrosas, quizá lo más revolucionario sea abrir las puertas de las tribus. La amistad, como el mate, siempre tiene espacio para uno más.
KN/MG
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