Ensayo general
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Opinión
El día de la madre, pero al revés
Hace unos meses escribí, para una compilación que hoy circula bajo el título El libro de las diatribas, un ensayito contra la nostalgia. Casi nunca pienso en textos que ya escribí; si no fuera porque los publico, o porque tengo que compartirlos en una lectura, o porque la gente me los comenta y comparte extractos en Instagram ni volvería a pensar en ellos. Siempre representan versiones de mí en las que ya no me reconozco y con las que ni siquiera estoy de acuerdo, una colección de chicas que desprecio y a las que les faltaba entender esa cosa clave sobre la literatura o sobre la vida que entendí la semana pasada. Pero bueno, efectivamente salió El libro de las diatribas y algunas personas me etiquetaron en Instagram y tuve que volver a pensar en el tema, en una de las causas innobles que vengo sosteniendo desde que empecé a escribir y que es la cruzada contra la nostalgia, contra la idea de que todo tiempo por pasado fue mejor y sobre todo —sobre todo— contra la idea de que la infancia es un mundo intrínsecamente feliz.
En estas cosas para mí no se trata de la verdad, sino de la génesis: el modo en que se forman las creencias y por qué participamos de ellas o no. En el texto que sale en el libro argumento, entre otras ideas que son menos claras hasta para mí, a favor de una tesis bastante obvia: en el mundo moderno, el mundo donde los niños ya casi no se enferman con gravedad y los padres no mueren en la guerra, la mayoría de los chicos de la clase media tienen infancias plácidas. Esos chicos de clase media son los que después crecen y producen y aman películas de superhéroes y series ochentosas, pastiches homenaje a esa vida que extrañan. Yo podría ser de esos chicos de clase media, pero perdí a mi papá y nací en una comunidad muy estricta, así que no tengo nada que extrañar. Todo eso es cierto, y no es una explicación mala, pero ahora que la releo en las capturas de Instagram de otras personas pienso que también es insuficiente; más allá de las cosas que no pasan, hay cosas que una simplemente trae, hay cosas que una simplemente es. Mis hermanas, por ejemplo, que tuvieron infancias muy parecidas a las mías, amaban ser niñas: yo lo recuerdo. La única que no podía esperar para crecer era yo. Me encontré, de grande, con otras personas que sin haber tenido historias parecidas a la que yo tengo habían sentido a la infancia como una cárcel; hay un tipo de temperamento que es así, seguro hay una explicación astrológica y una explicación ayurvédica y alguna otra psicoanalítica, pero se diga lo que se diga, existimos esas personas que odiamos profundamente la subjetividad de ser niño, que te traten como niño, que te lleven, que te cuiden.
Pienso en esto porque esta columna va a salir el día de la madre, y lo pienso también porque hoy fui a ver Familia No Tipo y la nube maligna, la obra para niñes que hicieron en el Cervantes Mariana Chaud y Gustavo Tarrío. No sé si era la única adulta sin criaturas en la sala, me pareció que había más, pero aunque la obra efectivamente es excelente y disfrutable a cualquier edad hace años que no iba a ver teatro infantil y había olvidado todas sus convenciones: el aplauso rítmico antes de que los actores salgan a escena, las interacciones con el público, los bailecitos en el lugar, los padres que van ayudando a rememorar y reconstruir el relato en tiempo real. Es un recuerdo que tenía enterrado, pero creo que ir a ver teatro para chicos era de las pocas cosas para chicos que me gustaba hacer. Los chicos no son tontos —a mí me encanta conversar con chicos, me encantan los chicos en general; es contraintuitivo pero muchas de las personas que odiamos nuestra propia niñez y que no estamos tan seguras de desear maternar amamos pasar tiempo con niños— y siento que yo detectaba, como detecté esta vez en el Cervantes, la diferencia sutil entre que te traten como niño y que te traten como idiota. En el teatro, estoy recordando, siempre me sentí bien tratada. Hoy lo entiendo: actuar un infantil, con su histrionismo y su fisicalidad, es mucho más divertido que ponerse un jean y prenderse un cigarrillo en una tira o sonreír en una publicidad de cerveza, o incluso actuar en alguna obra insulsa y pretendidamente emotiva. La gente que yo veía actuar de chica debía disfrutar mucho de lo que hacía. Los relatos, también, eran más complejos de lo que podría pensarse: la obra de Chaud, por ejemplo, igual que muchas obras que vi cuando era chica, va más por cuadros que con una estructura narrativa clásica de introducción/nudo/desenlace. Los chicos no tienen prejuicios temáticos ni estéticos, y no reclaman formatos perimidos: la mayoría de las series que vemos “los adultos” son más infantiles en sus formas de narrar que las cosas que ven los chicos en el teatro. Traigo a la memoria, también, los pocos libros para chicos que me gustaba leer, y me acuerdo de mi favorito, el menos convencional de todos, que todavía me parece una obra maestra de la vanguardia: Hay que enseñarle a tejer al gato, de Ema Wolf. Era literal eso que dice su título: un manual de instrucciones para enseñarle a tejer al gato. Tenía unos dibujitos preciosos y advertencias como que si tenías un gato de angora era importante elegir una lana que no fuera de angora o al menos no fuera del mismo color del gato, para no confundirse.
Lloré en la obra de Mariana y Gustavo, en una parte, cuando cantan entera la canción de la familia no tipo, la familia cuir de la que no hay necesidad de huir. Hay una crítica muy fina en la obra a la familia tipo endogámica, la que no deja entrar a las cosas nuevas. Hace poco mi mamá me dijo que desde que dejó de ser una persona desconfiada, una persona que siente que los desconocidos siempre están dispuestos a hacerle daño —un rasgo de muchos adultos cercanos que odio desde chica, y que en confianza llamo la subjetividad del judío miedoso— su vida mejoró muchísimo. Me emocionó eso, que dejara caer eso que siempre odié de la vida familiar, eso que me la hacía tan profundamente insoportable.
Me quedé pensando, otra vez, teniendo en cuenta este asunto del día de la madre, que parte de lo que nos debía angustiar de niños a los que no nos sentíamos cómodos en ese estatuto era ser hijos, una condición con la que de hecho no termino nunca de amigarme. Pienso que ser hija es tener una deuda impagable, ser la destinataria eterna de un amor imposible de corresponder: si la mayoría de la gente que tiene hijos dice que es descubrir un amor increíble e incomparable es porque ese amor se siente como padre, y no como hijo. Casi nadie quiere a sus padres tanto como sus padres lo quieren a uno, ni siquiera quienes tenemos padres (o madre, en mi caso, nomás) extraordinarios. Lo anoto, para algún texto futuro, porque no sé adonde me lleva todo esto, pero lo anoto: ser hija puede ser tan tortuoso como ser madre, aunque sea algo que se hace solo, que ya fue hecho, que ni siquiera hicimos nosotras. Anoto, también: esto debe tener alguna relación con el pasado, con el futuro, con la orientación temporal de los seres vivos.
TT
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