Progresistas y socialdemócratas: más autoestima y más rebeldía, por favor
Vengo a este espacio a lamentar el colapso de la centro-izquierda argentina en los últimos 15 años. Es un colapso electoral –no hay una fuerza nacional encabezada por el progresismo– pero también es un colapso de ideas y de influencia: casi no existe, especialmente entre los socialdemócratas oficialistas, una voz creíble que defienda la redistribución de la riqueza, los derechos humanos y una política social activa al mismo tiempo que se compromete a fortalecer la república y alguna versión de la economía de mercado.
Por supuesto que hay progresistas con estas ideas y estos valores en Juntos por el Cambio (que es donde un socialdemócrata moderno debería estar, en mi opinión) y que hay todavía más progresistas en el Frente de Todos, que apuestan a llegar a la socialdemocracia asociados con el peronismo, aun sin ser kirchneristas. Pero lo que no hay, o no detecto, es una masa crítica de centro-izquierda (o progresista o socialdemócrata, que uso como sinónimos, aunque no sean idénticos), con peso intelectual y político, capaz de moderar o corregir los instintos radicalizantes de la coalición oficialista. Esto me parece una mala noticia y no sólo un síntoma (también una causa) de los problemas de nuestro sistema político.
Esta falta de contrapeso socialdemócrata dentro del oficialismo ayudó a que el talante de centro-izquierda inicial de Alberto Fernández se diluyera rápido y quedara preso de las aventuras centrífugas del kirchnerismo
Esta falta de contrapeso socialdemócrata dentro del oficialismo ayudó a que el talante de centro-izquierda inicial de Alberto Fernández se diluyera rápido y quedara preso de las aventuras centrífugas del kirchnerismo, tanto en lo político como en lo económico, sin apenas resistencia de las voces moderadas del oficialismo. Más bien lo contrario: muchos encontraron formas de militar las causas más estrafalarias, como el cierre eterno de las escuelas y la defensa de Boudou después de la confirmación en la Corte de su condena por corrupción.
Por eso creo que, además de este colapso electoral e intelectual de la centro-izquierda, existe también un colapso que, por no encontrar una palabra mejor, llamo de autoestima, y que radica en su sumisión al kirchnerismo en todos estos años. Entre su repugnancia por el neoliberalismo y sus diferencias con el kirchnerismo, buena parte de la centro-izquierda autóctona le dio más importancia a lo primero, a pesar de que su apoyo a lo segundo incluía tragar sapos como el autoritarismo, la corrupción, la manipulación de datos y un capitalismo de amigos sin sustancia.
No juzgo a los progresistas por sentir repugnancia por la derecha –o “las derechas”, como se dice ahora–, eso es parte de la política. Lo que juzgo es que esa repugnancia los haya llevado a entrar en (y, en algunos casos, a beneficiarse de) un sistema político y económico que no tiene nada que ver con las ideas que tenían hace 15 años y no tiene un modelo viable de país: el kirchnerismo, todavía hoy, tiene más claro lo que detesta que lo que realmente quiere, y se sigue negando a precisar cuál es su modelo de convivencia política o de desarrollo económico. Ojalá los socialdemócratas oficialistas que hace 15 años defendían el sistema republicano y cierto pragmatismo económico, hubieran servido este año de freno o de equilibrio a algunas de sus ideas más disparatadas.
¿Por qué esta irrelevancia de la centro-izquierda, que no tiene bloque en el Congreso ni dirigentes respetados que tomen distancia del kirchnerismo, es mala para el sistema político argentino? Porque cualquier democracia se beneficia cuando tiene una socialdemocracia moderna, con caudal electoral e influencia política. Y porque el progresismo puede ser una voz importante para ayudar a solucionar algunos de los problemas más importantes que tenemos, como la fragilidad macroeconómica y la fragilidad institucional.
Un ejemplo de un camino posible, aunque retroactivo: en los días posteriores a la muerte de Tabaré Vázquez se recordó la decisión del Frente Amplio en 2002 y 2003 de apoyar al gobierno de Batlle en su renegociación amistosa de la deuda externa, en un momento en el que Uruguay se había visto arrastrado por las crisis de Brasil y (sobre todo) Argentina. El ala izquierda del Frente quería copiar a la Argentina, defaultear y quedarse una década afuera de los mercados, pero el ala moderada, encabezada por Tabaré, prefirió no tomar posiciones radicales.
Esta decisión le permitió al Frente Amplio ganar las elecciones de 2005 y, a Uruguay, encadenar más de 15 años seguidos de crecimiento económico, que sólo se cortaron por la pandemia. En su década y media de gobierno, Tabaré y Pepe Mugica respetaron los principios básicos de la ortodoxia macroeconómica (equilibrio fiscal, Banco Central independiente, no emitir pesos innecesarios) y cuidaron como un tesoro el investment grade que le dieron los mercados en 2012. En Argentina, salvo casos aislados (que incluyen a Martín Guzmán en sus mejores días), prácticamente no hay voces progresistas cercanas al Gobierno que pidan o exijan o reconozcan los beneficios del corsé que significa el equilibrio macroeconómico, a pesar de que fue una fórmula usada con éxito por otros gobiernos progresistas de la región, como los de Lula Da Silva, Evo Morales y Rafael Correa, que desafiaron muchos aspectos del statu quo pero casi siempre respetaron el orden macroeconómico.
En Argentina, salvo casos aislados (que incluyen a Martín Guzmán en sus mejores días), prácticamente no hay voces progresistas cercanas al Gobierno que pidan o exijan o reconozcan los beneficios del corsé que significa el equilibrio macroeconómico
Estos casos muestran que falta una voz fuerte de centro-izquierda que le ponga límites, tanto en lo institucional como en lo económico, a los sueños refundadores del kirchnerismo. Que converse con ellos desde una posición de más autoridad. Muchos socialdemócratas creyeron que el camino hacia un crecimiento del progresismo era a través del Frente de Todos, a pesar del liderazgo natural de Cristina Kirchner. Pero eso no está ocurriendo. Otra vez, no los juzgo. Cada uno elabora las estrategias que cree necesarias para que triunfen sus ideas y sus valores.
Lo que sí veo y me parece criticable es una creciente exageración en su intento por mantener el clivaje izquierda-derecha que les permite seguir justificando su lealtad al kirchnerismo. Las advertencias sobre el crecimiento de una derecha extremista y sus esfuerzos por caricaturizar a la oposición, identificarla con Trump o Bolsonaro y colocarla al margen de la democracia, buscan este objetivo: contra los horribles no nos queda otra que quedarnos con los feos, a pesar de que esos horribles son marginales o inexistentes o están fuera de Juntos por el Cambio.
Por eso muchos progresistas del oficialismo niegan algo que para mí está claro desde hace años pero ahora más que nunca, y que es que el clivaje principal de la política argentina no es izquierda-derecha sino populismo-no populismo. La mayor tensión que tenemos hoy no es entre peronismo-no peronismo o izquierda-derecha: es entre quienes creen –como Cristina, Zaffaroni y otros representantes del kirchnerismo– que nuestras reglas básicas constitucionales son antiguas y necesitan una profunda revisión, para darle más poder al Poder Ejecutivo y más énfasis a la representación del pueblo (y, por lo tanto, menos énfasis a la independencia de poderes o la protección de las minorías); y los que creemos que no, que nuestra Constitución está bastante bien y lo que hace falta es cumplirla y robustecer sus instituciones. Reconocer esto –que la pregunta más importante hoy es en qué sistema político queremos vivir– obligaría a muchos progresistas a buscar respuestas que hoy les resultan muy incómodas, pero que son necesarias.
No les pido a los progresistas que se hagan macristas o de Juntos por el Cambio (aunque no pocos dirigentes de centro-izquierda, que entendieron este clivaje fundamental, sí lo han hecho). Sólo les pido que recuperen la voz del progresismo, porque es necesaria, y que le ofrezcan a la coalición gobernante (y a la sociedad argentina) una visión de país distinta de los devaneos extravagantes de La Cámpora y el Instituto Patria. No es imposible: el progresismo fue la fuerza principal de la política argentina, con energía, originalidad y votos durante casi una década, desde mediados de los ‘90. Puede volver a ocurrir, ¿por qué no? Pero para eso hace falta más autoestima y más rebeldía. Más de la que tienen hoy.
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