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@elchara
21 de septiembre de 2021 07:35 h

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Hemos escuchado hasta el cansancio la consigna “el analista no debe responder a la demanda”. Hasta el cansancio y más allá. Generaciones enteras repitiéndola hasta volverla vacua, sosa, jerga, disco rayado, indicación técnica superyoica. Y de ahí, generaciones enteras de analistas no aceptando un pedido de cambio de horario o una rebaja en los honorarios, porque todo era demanda y no había que responder a la demanda. Todo era demanda de amor y la demanda de amor no hay que responderla. ¿Cómo se hace para no responder? ¿Diciendo que no? No, porque decir que no también es responder. ¿Y entonces? Entonces no todo es demanda y habrá que ver cada vez. Y, más aún, si todo es demanda, se pasan por alto pedidos atendibles, a la vez que sí se responde a la demanda. Porque en esos casos en los que se confunde pedido con demanda, se cuenta con una especie de tabulador que sabe, a priori, qué es demanda y qué no lo es. Por otra parte, se confunde no responder a la demanda, con rechazarla. Y si se rechaza la demanda, no hay análisis posible. Escuchar esa consigna casi como una prohibición ha promovido la inhibición y el impedimento de muchos practicantes del psicoanálisis.

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Algunas preguntas donde sólo había respuestas, por Alexandra Kohan.

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Toda demanda es una demanda de amor, pero no todo pedido es una demanda. Deslindar la demanda de los pedidos es una cuestión compleja, tan compleja como todo lo que se produce en transferencia. Suponer que hay una indicación técnica es desconocer lo que de contingente tiene la experiencia analítica. No sólo entre distintos pacientes, sino entre sesión y sesión. Otra versión de esto mismo es que un analista no debe responder a la demanda y debe hacer silencio; entonces está lleno de “analistas” mudos -“quiero alguien que hable”, dicen muchos de los que piden una derivación-. Es que la caricatura del analista lacaniano mudo, como toda caricatura, tiene su verdad. 

Hacer silencio, no responder a la demanda: ambas cuestiones suelen traducirse en lo que no hay que hacer. Si el psicoanálisis no es una técnica, es justamente porque no hay uniforme de analista -más allá de que haya analistas uniformados-. No hay uniforme ni técnica que aplicar, porque eso implicaría burocratizar la práctica analítica. O profesionalizarla, aplastar la posibilidad de la sorpresa, otro nombre para el sujeto del que se ocupa el psicoanálisis.

La cuestión de la demanda resulta un asunto fundamental en las lecturas del psicoanálisis, dado que en la medida en que alguien habla, está demandando. No responder a ella supone la posibilidad de no agobiarla, de no aplastarla, para que pueda surgir esa otra dimensión, la de la otra cosa como tal, llamada deseo -que surge, justamente, articulado en las demandas y no por fuera de ellas-. No es eso lo que te pido.

Lo que Lacan intenta, una y otra vez, no es sólo deslindar la demanda del pedido sino, sobre todo, la demanda del deseo. Pero lo cierto es que en un análisis hay modos de lidiar con las demandas que cobran formas muy distintas y no siempre son evidentes. En un análisis, la demanda está situada y, si bien puede tener su espesor, ese espesor es parte del asunto y habrá que pensar, cada vez, qué se hace con eso.

Lo que Lacan intenta, una y otra vez, no es sólo deslindar la demanda del pedido sino, sobre todo, la demanda del deseo. Pero lo cierto es que en un análisis hay modos de lidiar con las demandas que cobran formas muy distintas y no siempre son evidentes.

Fuera del análisis, en cambio, las demandas se tornan pesadas, agobiantes, asfixiantes, soporíferas, arrasadoras. Porque la demanda no se interesa en los objetos que el otro puede dar, sino en el hecho de que los dé o no los dé. La satisfacción está menos en el objeto, que en el hecho de que el otro se vuelva un dador; que responda menos con algo, que con su persona. La demanda pide la incondicionalidad del otro, asunto de por sí imposible. La demanda pide el sacrificio del Otro y por eso es infernal, insaciable, y por momentos puede ser hasta insoportable porque nada alcanza, sólo importa que el Otro se muestre presente y dando signos de amor. La demanda de amor está dispuesta a sacrificar también, en ese sentido, al objeto. Se necesita, a veces, una mediación entre la demanda loca del otro y el sujeto. Algo de eso creo que intentó Pedro Mairal al inventarse una secretaria llamada Natalia como lo cuenta acá.

Fuera del análisis, en cambio, las demandas se tornan pesadas, agobiantes, asfixiantes, soporíferas, arrasadoras. Porque la demanda no se interesa en los objetos que el otro puede dar, sino en el hecho de que los dé o no los dé.

De un tiempo a esta parte estamos asistiendo a una proliferación de demandas, a una imposibilidad de que queden situadas, acotadas, debido a la dilución de límites de todo tipo: entre la vida laboral y el ocio, entre la vida pública y la vida privada, entre el adentro y el afuera. La demanda se cuela por todos lados, se expande cual lava de un volcán y va arrasando todo. Y no sólo por los múltiples canales que encuentra (WhatsApp, DM de Twitter, DM de IG, mail, facebook, teléfono), sino por un modo de concebir al otro y de dirigirse a él; por un modo de concebir la disponibilidad del otro y de hacer del otro alguien que debe responderme, alguien que tiene que estar disponible 24/7 -como esa publicidad de productos tecnológicos de Instagram que dice “disponibles 24/7 para tus consultas”-. 

Por un lado, las redes sociales producen esa falsa idea de que el otro está disponible todo el tiempo. Basta entrar un rato para distraerse y empiezan a irrumpir las demandas. Y no me refiero solamente a las demandas laborales, sino al hecho de pedirle al otro sólo por el hecho de pedirle, para llevar adelante la ilusión de un otro que tiene y tiene eso que luego no se va a querer. Por otra parte, llegan demandas laborales -pagas o gratuitas- por todos los medios y en cualquier momento: por Twitter, por Instagram, por Facebook, y en cualquier día y horario: domingo a las 23, sábado a las 17 o lunes a las 22. Y, para colmo, bajo esa forma tan molesta y hostil de la desmentida, cifrada en esa palabrita “pero”: “perdón que te escriba un domingo, pero”; “sé que estás de vacaciones, pero”. “Ya lo sé y aun así…”, es la frase de la renegación delimitada magistralmente por Octave Mannoni. Ese pedido de perdón deposita, además, la cuestión en el otro que, si no perdona por ser molestado, es algo así como “malo” o “poco copado”. Esos modos sólo muestran las múltiples formas en las que no se toma en cuenta al otro, o la forma en la que se lo toma en cuenta: precarizándolo. Hay mucha gente que no registra nada del otro y le vomita sus demandas. La demanda tiene algo de eso: anular al otro en la medida en que sólo pide un otro que sepa, que tenga, que pueda y que quiera darme. Y no importa en qué esté, quiero que me lo dé. La demanda tiene algo de capricho, claramente.

Hay mucha gente que no registra nada del otro y le vomita sus demandas. La demanda tiene algo de eso: anular al otro en la medida en que sólo pide un otro que sepa, que tenga, que pueda y que quiera darme. Y no importa en qué esté, quiero que me lo dé.

Me pregunto si esos modos que va adoptando y la manera en la que se concibe al otro no están siendo formateados por el molde del mercado. Veo con algo de estupor cuando en una publicación comercial de Instagram alguien pide el precio del objeto mostrado diciendo “precio?????”, pero más estupor me da cuando eso mismo traspasa a los espacios que no son los de los objetos asequibles. Por ejemplo, alguien pone en una red social una cita de algún autor que está leyendo y recibe un mensaje -similar en el tono- “libro????”. Veo con estupor los modos en que las relaciones se mercantilizan pretendiendo que el otro sea una mercancía disponible para el consumo. No se trata sólo de que al otro se le supone tener algo, y eso puede volverse deseable para alguien; se trata de que el otro se vuelve cada vez más ese objeto de consumo. Y eso está en las antípodas del deseo. Si, como dice Jean Luc Nancy, el deseo “es desear que pase algo, no tener algo”, en ese pasar se cifra el asunto, se cifra algo del deseo. Porque lo que pasa, pasa ahí donde no se detiene en un poseer, en un tener -ni un objeto ni al otro-. ¿Nos estaremos volviendo cada vez más consumistas/consumidos y menos deseantes?

Parecería que la fórmula comercial on demand lo estuviera tomando todo. La demanda está más enloquecida y enloquecedora que nunca en un momento pandémico en que las referencias certeras del mundo vienen en caída libre.

Parecería que la fórmula comercial on demand lo estuviera tomando todo. La demanda está más enloquecida y enloquecedora que nunca en un momento pandémico en que las referencias certeras del mundo vienen en caída libre.

La demanda resulta a veces un líquido viscoso que se derrama por la cara y nos asfixia no tan lentamente. La mato y aparece una mayor, cantaría Silvio Rodríguez. Por eso Lacan dice: “cuando el que pide puede pensar que el Otro ha accedido verdaderamente a una de sus demandas, ya no hay límite. De ahí los beneficios de la ingratitud (...) pues pone término a algo que no se podría detener”.

Cierta ingratitud puede ser una resistencia al efecto abrasivo de ese ácido llamado demanda.

Imposible no cantar, mientras tanto, la canción de Sumo:

Hasta que choque China con África/ Te voy a perseguir/ Sería bueno que pidieras/ Que la tierra se mueva/ Hasta que choque China con África/ Te voy a preguntar/ No sé lo que quiero, pero lo quiero ya/ Si yo fuera tu esclavo te pediría más/ No sé lo que quiero, pero lo quiero ya/ Si fuera tu esclavo te pediría más/ Nada te ata a leer la novedad/ Nadie te pisa, nadie te invita/ Ni te van a chupar/ No sé lo que quiero, pero lo quiero ya/ No sé lo que quiero, pero lo quiero ya/ No sé lo que quiero, pero lo quiero ya/ ¡No sé! 

AK

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