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OPINIÓN

La era de los colapsos localizados necesita más Estado, no menos

La costa de Acapulco destruida por el tornado Otis.

Maristella Svampa / Enrique Viale

19 de marzo de 2024 06:23 h

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Nos estamos acostumbrando a vivir en constante alerta metereológica. Hoy es la lluvia imparable, una lluvia intensa zarandeada por tormentas eléctricas cada vez más potentes, que hace que en distintas regiones de la Argentina numerosas ciudades y localidades se vean irreconocibles pero homogéneas, todas iguales, cada vez más pasadas por agua, viviendo de inundación en inundación. También son cada vez más frecuentes los vientos fuertes y los tornados que castigan la región pampeana, así como los megaincendios forestales (intencionales y no intencionales) a toda hora y en todas las provincias, cuando no la brusca oscilación entre temperaturas altas y bajas, y la sequía en los cuatro puntos cardinales, antes de que vuelvan una vez más las lluvias y las supertormentas... 

No hay récord posible ni estable en esta olimpíada del desastre climático, tan asociada a la dinámica concentradora y excluyente del capitalismo contemporáneo y sus modelos de maldesarrollo. Los eventos extremos y los picos de temperatura se van superando día a día en todo el planeta. La Organización Metereológica Mundial ya dijo que el 2023 fue el año más caluroso de la historia, y que hemos tocado el umbral de 1,5 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales, tan cerca ya de convertir el Acuerdo de París en papel mojado, en pura letra muerta. Y aunque lo parezca, en esta cadena de eventos extremos, nada es circular. La flecha está yendo hacia un nuevo régimen climático inestable, peligroso y hostil para el mantenimiento de la vida humana, muy lejos de los ciclos de regeneración de la vida toda.  

En este cuadro de situación quisiéramos apuntar a dos tesis generales, importantes de asimilar, para finalizar con una reflexión-desafío en relación al rol del Estado en la crisis.

En primer lugar, hay que entender el alcance y la dimensión del colapso ambiental. Decimos colapso, a condición de entender que éste no se traduce sin más por la desaparición del mundo, sino más bien por la transformación de sus condiciones de vida y muerte. Esto es, el colapso es el fin del mundo tal cual lo conocíamos antes. Sistémico y acelerado, el colapso climático no se manifiesta por un click o un chasquido de dedos que de un día para otro hace desaparecer el planeta (aunque Hollywood insista con esas imágenes catastrofistas), ni siquiera, creemos, en un blackout energético total (responsabilidad del o los villanos de turno). Es que en realidad el colapso ecológico ya está aquí, pero en forma de colapsos parciales. Su forma actual es lo que podemos llamar una persistente acumulación de “colapsos localizados”, que afectan ciudades y zonas aledañas y van erosionando las condiciones de vida, generando desastres cada vez más amplios y potenciándose entre si. 

Van algunos ejemplos recientes de colapsos localizados, a nivel global. El 23 de octubre de 2023, el tornado Otis destrozó la ciudad de Acapulco. De un día para otro, la joya turística de México, que cuenta con un millón de habitantes, quedó devastada. En menos de 14 horas, el huracán Otis pasó de categoría 1 a categoría 5, lo que en términos meteorológicos se conoce como fenómeno de “intensificación rápida”. En esa ventana de tiempo, el huracán aumentó su velocidad en 185 km/h.  Luego ya todo oscureció y Acapulco se convirtió en zona de guerra. Con más de 50 personas fallecidas, numerosos desaparecidos y una infraestructura de servicios destruida, la ciudad estuvo días y días sin luz, sin agua, sin víveres, asolada por los saqueos.

Poco antes, en agosto de ese mismo año, también otro conocido destino turístico internacional, Hawai, vivió un incendio forestal de proporciones dantescas, que hizo que sus habitantes huyeran hacia el mar. Los fuertes vientos y las condiciones climáticas secas crearon las condiciones para la expansión del fuego, en un contexto de interfaz urbano-forestal, donde las viviendas se encuentran en medio de la vegetación. Más de un centenar de muertos, ecosistemas destruidos de raíz, el incendió acabó con histórica ciudad de Lahaina. Seis meses más tarde la Cruz Roja continúa con sus equipos de Transición para Residentes en refugios. Para esas personas que lo perdieron todo, nada volverá a ser igual.

Si volvemos a la Argentina, contamos con ejemplos recientes de colapsos localizados. Uno, que tuvo su epicentro en la ciudad de Bahía Blanca, luego del paso de una tormenta fuerte, con ráfagas de viento intensas que siguieron el mismo frente de tormenta, y que afectó varios cientos de kilómetros, incluyendo el AMBA y ciudad de Buenos Aires. La desaforada tormenta dejó al menos 13 personas fallecidas en Bahía Blanca, mientras el viento derribaba centenares de árboles, postes de luz, volaba techos, con múltiples anegamientos y masivos cortes de luz, que durarían varios días.  

Otro caso, del que menos se habla, es la ciudad capital de Corrientes, donde a principios de marzo de este año llovieron 300 milímetros de agua sólo en cinco horas (más de lo previsto para todo el mes). Una catástrofe climática que dejó centenares de evacuados, cortes de luz masivos y en los barrios mas afectados protestas de los vecinos por la lentitud de la ayuda estatal. Ahí también el mismo escenario, personas –sobre todo pobres, sectores vulnerables- que lo perdieron todo; otras cuya vida no volverá a ser la misma de antes. 

Recordemos que ya en 2022, Corrientes perdió casi 1 millón de hectáreas arrasadas por el fuego, el 12% de la superficie provincial. La sequía histórica y la crisis climática, asociada a la expansión de modelos concentradores de la tierra (como el monocultivo forestal) fueron la chispa del incendio que devoró una quinta parte de los Esteros de Iberá, el mayor humedal de la Argentina. Cómo olvidar las imágenes de ese tremendo incendio, con los cuerpos de animales carbonizados y aquellos otros con el horror en los ojos, intentando escapar del fuego y la muerte. Ahora, a principios de marzo, la inundación en la capital correntina pasó casi desapercibida, casi normalizada. A esto se suma que en la última semana una ola de calor de varios días llevó la temperatura a 55º de sensación térmica. La segunda ola de calor en Corrientes en lo que va del año; la primera sucedió en los primeros días de febrero y se extendió durante 12 días. Ante este embate climático, las maestras pidieron suspender las clases, imposibles de realizar a la hora de la siesta. 

Ciudades y regiones enteras se están convirtiendo en lugares imposibles de vivir. En estos días, en la ciudad de Río de Janeiro la sensación térmica superó los 60º. Si un horno de cocina arranca en 70º, parecería que casi –o literalmente– vivimos en un horno. Vamos de récord en récord y la única certeza que tenemos es que éste será el verano más fresco del resto de nuestras vidas. Mientras tanto, al compás del colapso ambiental, la salud empeora y las enfermedades infecciosas se esparcen. Por ejemplo, los casos de dengue se multiplican en todo el país, no sólo en el norte sino también en el AMBA. Tal como anticipaban los científicos hace décadas, el cambio climático va tropicalizando a gran parte del país, y llevando no sólo su errante clima sino también sus enfermedades. El dengue que tenía picos en el verano y solo en en el Norte de Argentina, después descendía y en época invernal no circulaba. Ahora la transmisión se da en todo el año, incluso en invierno, y en casi todo el país. 

Y así van sucediendo y acumulándose, cada vez más regiones y ciudades que sufren colapsos, que se convierten en zona de guerra, sumando más sufrimiento ambiental y social, más afectación a la salud, y en ciertos casos –como en Corrientes– los eventos extremos, aunque diferentes, se potencian entre sí. Todo eso frente a la creciente naturalización de los fenómenos climáticos por parte de las autoridades, quienes parecen estar a la espera de que “el tiempo se normalice”. 

Pero ya no hay nada normal. Eso que llamábamos “normalidad” ya no existe y ésta es la segunda tesis que debemos asimilar. Estamos, como afirman los españoles Juan Bordera y Antonio Turiel, en “El final de las estaciones”. Hemos roto el ciclo normal de la naturaleza, al que estábamos acostumbrados, nosotros, hijos de la Modernidad conquistadora, del Holoceno y la estabilidad climática. Por ejemplo, durante 2023, en la región de la Patagonia, el frío y la nieve no dejaron que terminara de cuajar la primavera. Así, mientras los turistas se enamoraban de una estupenda Bariloche cubierta tardíamente de nieve tupida, nada menos que a fines de octubre pasado, todo a su alrededor florecía a destiempo, ralentizado, desprogramado en sus ciclos naturales, y hay que decirlo -porque algunos ni se han dado cuenta-, hubo pocos cultivos y huertas que resistieran a tal oscilación y amplitud térmica. 

Como los gobernantes terraplanistas que nos tocan ahora, el clima se exacerba en violencia y crueldad; cada fenómeno parece mucho peor que el anterior, se entrelaza y potencia con otros fenómenos extremos, mientras el desconcierto y la falta de preparación nos hace preguntarnos si tenemos que acostumbrarnos o rebelarnos… 

Sabemos que los últimos informes del IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático), la experiencia acumulada acerca de la aceleración de la crisis climática y la multiplicación de eventos extremos, revelan que la ventana de tiempo con la cual contamos es cada vez más estrecha, antes de sobrepasar las fronteras planetarias, un punto de inflexión que conllevaría un cambio del régimen climático. Ese resquicio pequeño exige una gran imaginación y una audacia política para pergeñar y poner en práctica políticas públicas de adaptación y mitigación, en todas las escalas, con el objetivo de evitar que los colapsos localizados generen mayores impactos destructivos. Porque efectivamente no podemos evitar muchos de estos fenómenos extremos, pero sí podemos mitigar sus impactos, adoptando medidas de emergencia, de prevención y adaptación, que exigen una fuerte transformación del Estado, en todas sus escalas. 

Los nuevos riesgos sociales y ambientales y los colapsos localizados harán que la tendencia estatalista, que reemergió durante la pandemia del Covid 19, se acentúe. Desde una óptica democrática, el cambio climático plantea, como sostiene el economista Ruben Lo Vuolo, la creación de un Estado Ecosocial que incorpore los riesgos ambientales. Se trataría de un Estado diferente del que conocemos, a partir de una reorganización del mismo, que ponga en jaque “las bases del Estado de bienestar, que por otro lado en los países del Sur nunca se consolidaron”. Ello implicaría reformas amplias, que apunten al corazón de las desigualdades existentes y de los riesgos ecológicos, que confronte con la doble injusticia –social y ambiental– de esta nueva realidad, desde la renta básica y la reforma tributaria, el reparto del trabajo, la creación de nuevos oficios y empleos verdes, hasta políticas de adaptación a los riesgos ambientales y un sistema nacional de cuidados, entre otras. Reformas profundas y complejas, que apunten a un horizonte de transición ecosocial justa y popular. Porque necesitamos más Estado y no menos, aunque un Estado diferente, con vocación democrática e igualitaria, que incorpore los desafíos ambientales globales y locales y vaya elaborando estrategias en clave de transición justa. 

En definitiva, de cara al cambio climático, es el momento para imaginar y crear una nueva institucionalidad estatal, un Estado ecosocial que incorpore respuestas a los riesgos ambientales a través de nuevas políticas de infraestructura (viviendas seguras, protección de la salud, ordenamiento territorial, cuidados, ciencia pública) que vayan en la dirección de la adaptación y prevención del daño múltiple. Citando nuevamente a Lo Vuolo, “se trata de un sistema de políticas públicas cuya función es garantizar, en el contexto de la crisis climática, que todas las personas accedan a los elementos necesarios para continuar con la reproducción de su vida en nuestras sociedades sobre bases igualitarias”.  

También exige el cuestionamiento de la ideología ciega del crecimiento económico, base del Estado de bienestar, como antiguo modelo de intervención sobre la sociedad, ya que éste fomenta modelos de maldesarrollo en los territorios, que acentúan los efectos negativos de la crisis ecológica. Todo ello no hace más que reforzar la idea de que es la economía la que debe adaptarse a la crisis climática y ecológica y no al revés, como pretenden las élites dominantes.

Porque si la política de ajuste del actual Gobierno ya genera más pobreza y desigualdad, todo ello se potencia con un Estado ausente en un contexto de agravamiento de la crisis climática, que siempre golpea de modo mas feroz a los más excluidos y vulnerables. Por eso el peor escenario es reducir y triturar la capacidad reguladora del Estado, tal como hoy está haciendo el gobierno libertario de Javier Milei. Un gobierno que no solo destruye lo que queda de institucionalidad estatal, que no solo desprecia la ciencia, la salud y la cultura, sino también atenta contra las mismas posibilidades de sobrevida de las y los argentinos, y sobre todo, de los más pobres, en un contexto de crisis climática y colapsos localizados, cada vez más generalizados.

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