¿Un alucinógeno africano podría curar las adicciones a las drogas? Un pionero ensayo clínico pretende demostrarlo
Ignasi, 58 años, siente que le tocó la lotería. No ha ganado ningún premio, sino que le seleccionaron para participar en un ensayo clínico pionero en el Hospital Universitari Sant Joan de Reus (Tarragona). “Por fin pude dejar mi doble vida”, explica.
Este trabajador de un Ayuntamiento catalán llevaba un lustro en tratamiento con metadona después de décadas consumiendo heroína. Su psicóloga le habló de un ensayo que se estaba organizando para deshabituar a las personas que, como él, llevaban ya tiempo con este tratamiento. La idea era administrarles un potente alucinógeno africano, la ibogaína, que tiene un efecto directo tanto en la tolerancia como en el síndrome de abstinencia.
“En seis semanas me había quitado de la metadona”, afirma. “Salir de una droga con otra no es el sistema tradicional, pero llevo ya dos años sin tomar nada”, añade orgulloso.
Son ya 13 las personas que han participado en este ensayo, financiado por la fundación ICEERS y todavía sin concluir. Siete de ellos abandonaron por completo la metadona en apenas un mes y medio y sin apenas pasar por las vicisitudes del síndrome de abstinencia. Dos años después siguen sin tomarla. Uno de ellos abandonó el ensayo clínico, otro apenas notó los efectos de la ibogaína y cuatro acabaron volviendo al tratamiento con metadona.
“Salía de las sesiones de ibogaína tomando la mitad de metadona que antes de entrar y con cero ‘mono’”, explicaba Antonio Valenzuela, otro de los participantes, durante una mañana de febrero en su domicilio. “Ni siquiera tenía ganas de fumar tabaco”.
En el ensayo participa un grupo interdisciplinar que incluye psicólogos, psiquiatras, antropólogos, cardiólogos y enfermeros de este hospital público, cuyo servicio de atención a las drogodependencias ha destacado desde hace décadas por ser pionero en programas de reducción de daños.
Los resultados, admiten los investigadores, son prometedores. “Lo que vemos es altamente positivo”, admite Tre Borràs, psiquiatra, directora del plan de acción sobre drogas de Reus e investigadora principal del estudio. José Carlos Bouso, psicólogo y también investigador principal, coincide en el optimismo pero quiere ser prudente. “Somos cautos porque no se puede hablar de resultados hasta que haya acabado”, abunda. “No queremos que parezca una incitación a la participación”.
Se calcula que en España hay alrededor de 60.000 personas en tratamiento con metadona, un opiáceo sintético que se utiliza como terapia de mantenimiento en usuarios de heroína. La consolidación de su uso supuso una puerta de salida para muchos heroinómanos, pero la sustancia genera también mucha dependencia y es de los opiáceos más difíciles de abandonar.
La ibogaína es un alcaloide natural que se encuentra en la corteza de la iboga, un arbusto que crece en los bosques de Gabón, Congo y el oeste de África. “No sabemos exactamente por qué, pero tiene un efecto que toca muchos receptores vinculados al patrón de dependencia”, apunta el psicólogo Genís Oña, también investigador en el ensayo. “Afecta tanto a la tolerancia como al síndrome de abstinencia y creo que puede abrir las puertas a tratar todo tipo de adicciones”.
Los ensayos que se han hecho en ratones indican algo similar. También los diversos estudios observacionales que se han realizado en varias partes del mundo con adictos a los opioides que tomaron ibogaína para desengancharse. Las tasas de deshabituación superan en algunos de estos estudios observacionales el 80% de los pacientes.
Un tratamiento extendido en clínicas underground
El uso de la ibogaína para abandonar la adicción a los opiáceos no es nuevo. Sus propiedades las descubrieron de manera accidental en los 60 un grupo de amigos adictos a la heroína que tomaban sustancias alucinógenas. Tras probarla les desapareció el síndrome de abstinencia. El relato fue circulando de boca a oreja y su uso se extendió por todo el mundo en consultas y clínicas underground, sobre todo en Holanda y México, donde se administra la sustancia en ocasiones con escasas medidas de seguridad ni control médico.
El consumo de este alucinógeno es arriesgado. Se calcula que decenas de personas han muerto después de tomar ibogaína debido al riesgo de arritmias graves que puede derivar de su consumo. De ahí la participación de la unidad de cardiología en el ensayo clínico.
El experimento que se está llevando a cabo en Catalunya, ya en fase 2, pretende demostrar por primera vez que el tratamiento funciona. Hasta la fecha no se había realizado ninguna prueba con estas condiciones: un control médico durante todo el proceso (con electrocardiogramas cada hora), acompañamiento psicológico durante las 24 horas que duran los ingresos, apoyo entre las sesiones y seguimiento posterior. Un antropólogo evalúa a su vez los factores sociales de los pacientes que pueden determinar la efectividad del tratamiento.
“Era clave hacerlo en condiciones seguras y poder encontrar la dosis de referencia para evitar riesgos cardiovasculares”, apunta Borràs. “Conocer las implicaciones cardiológicas de la ibogaína fue otro aliciente para participar en el ensayo”, añade Josep Maria Alegret, responsable de la unidad de cardiología del hospital.
No es el único ensayo clínico que se está llevando a cabo ante el creciente interés de la industria farmacéutica por esta sustancia. Un estudio similar se está llevando a cabo en Reino Unido financiado por una farmacéutica y en la Universidad de Sao Paulo (Brasil) empezará en breve otro experimento para estudiar las propiedades de esta planta para desengancharse del alcohol.
El interés por la ibogaína también conlleva el riesgo de un “saqueo” occidental de los ecosistemas donde crece la iboga. Es por eso que en el experimento en Reus se utiliza ibogaína obtenida de otra planta, la Voacanga, que también contiene este alcaloide y se puede convertir en ibogaína por semisíntesis. La sustancia se importa desde Sudáfrica.
Sesiones de 24 horas
Los participantes en el ensayo clínico son evaluados previamente con un examen completo. No pueden tener más de 60 años (por el riesgo cardiovascular) y al llegar a la sesión deben llevar 24 horas sin tomar metadona, alcohol ni ninguna otra sustancia.
Tras un análisis de sangre y un electrocardiograma a primera hora de la mañana son conducidos a una sala donde se les da la ibogaína en una pastilla. El ritual se repetirá en seis ocasiones a lo largo de seis semanas. Durante las 24 horas de ingreso hospitalario están acompañados por el psicólogo e investigador Genís Oña, al que algunos participantes describen como su “ángel de la guarda” durante las tomas.
La mitad de los participantes toma siempre la misma dosis, mientras que la otra mitad aumenta la cantidad de ibogaína consumida en cada sesión. Nadie, ni siquiera los investigadores, sabe por ahora quién está en cada grupo.
“Las primeras sesiones fueron muy suaves”, rememora Valenzuela, uno de los participantes. “La quinta y la sexta me dejaron muy chafado, bastante mareado”.
Al salir de la primera sesión, a los participantes se les da la mitad de metadona de la que venían tomando antes de entrar. Y así en cada toma hasta que el último día ya no toman nada. Algunos participantes ni siquiera necesitaron las seis sesiones y con cuatro o cinco ya abandonaron la metadona.
“Llega el día siguiente y sorprendentemente tiras bien”, prosigue Valenzuela. “No existe ninguna panacea para dejar la metadona pero a mí me ha funcionado”, añade Ignasi, otro de los participantes. “Tiene que haber voluntad detrás y uno debe estar decidido a dar el paso”.
El éxito en la deshabituación de la metadona tampoco supone una victoria total. Algunos participantes han acabado tomando alguna otra sustancia al cabo de un tiempo. Valenzuela, por ejemplo, explicaba durante la entrevista que tras 22 meses sin tomar nada tras el ensayo, ahora llevaba dos meses en los que había vuelto a fumar heroína.
“Los itinerarios vitales, la existencia de un empleo o los recursos familiares tienen una incidencia directa en la efectividad del tratamiento”, apunta Antoni Llort, el antropólogo del equipo. “Es distinto una persona que no trabaja y tiene todo el tiempo del mundo que otra con una vida más estructurada, con un empleo y al que abandonar la metadona le permite centrarse en su trabajo y en las relaciones familiares y sociales a su alrededor”.
Si la ibogaína tiene unos efectos tan prometedores, ¿por qué no se había investigado antes? En 1991 el Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas de EEUU financió un estudio en ratones donde se constató que la ibogaína reducía su consumo de heroína, morfina, cocaína y alcohol. Posteriormente el regulador médico estadounidense autorizó un ensayo clínico en humanos que quedó en saco roto por falta de financiación y disputas contractuales, según informó la revista Time.
Los responsables del estudio en Reus citan, por un lado, el miedo a los efectos secundarios de este alucinógeno. “No es un medicamento fácil de manejar para los investigadores”, apunta Bouso, uno de los responsables del proyecto. La sustancia, además, pertenece a la lista 1 de drogas controladas (la más restrictiva y sin usos médicos reconocidos) en la mayoría de países donde se llevan a cabo investigaciones farmacológicas. “Esto tampoco ha facilitado las cosas”, añade este psicólogo y doctor en Farmacología.
El ensayo clínico que se está llevando a cabo en Reus podría abrir de nuevo las puertas de los tratamientos con ibogaína. El siguiente paso, explican los investigadores, sería hacer un ensayo con una muestra de pacientes todavía mayor. El objetivo a largo plazo sería tanto desarrollar un fármaco como encontrar las condiciones de seguridad para que las tomas se puedan hacer en ambulatorios.
Para pacientes como Ignasi, la toma de ibogaína ha supuesto un nuevo amanecer. “Vuelvo a disfrutar de las cosas sencillas”, explica ilusionado. “Dar una vuelta, estar con una amiga en la playa, ser un buen empleado…He redescubierto la vida, los amaneceres, el olor a hierba mojada y las ganas de estar con mi familia”.
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