Escribir desde la sequía
La bajante, la sequía y las quemazones organizan el ahogo de la escritura. Arden peces muertos durante meses, los espejos menguantes de las lagunas no llegan a contener ni aves ni bichos. Se reduce el contacto entre los habitantes del río. Se genera un nuevo impasse en el paisaje. Las quemazones repelen toda vida en el territorio, el humo agita nuestros pulmones. Queda varada la existencia en la sequía. Al final del relato, el río Paraná recuperará su altura destrabando el ejercicio de la subjetividad.
La deshidratación de las ideas tiene que ver con la sequía del ambiente, con las quemas en las islas, con las vacas y los pájaros petrificados de sed en las costas. Las barrancas resecas y los albardones desnudos exponen los datos de una catástrofe. Si la Corriente del Niño deja siempre indicadores de crecidas incontenibles, la de la Niña retacea el agua y configura una extensión yerma que vuelve pardo el paisaje completo. Se desaturan los verdes, se cuela el barro y se solidifica en tierra.
El descenso continuo se inició hace un año y medio, y llegamos a diciembre de 2020 con mucha impaciencia por la vuelta del agua. Una de las bajantes históricas más importantes en los últimos 30 años. Cerebros entumecidos por la seca y el fuego. Hollín en nuestras ropas que oreamos en las terrazas. Desde las ventanas de la ciudad aparecen columnas de humo que alteran nuestros hábitos, ya transfigurados por la pandemia.
En agosto pasado, la bajante era tal que caminamos sobre el río. El escozor que despertaba el roce de mi canoa contra el fondo me hacía escribir, así como leer sin parar a la sombra rusiente de un ceibo en flor de octubre. Reviso la novela Llueve sobre los rieles de Alejandro Hugolini para invocar desde la ficción verosímil la conducción política de un fenómeno ansiado: que llueva para que se calme la hoguera de las islas, que llueva para que vuelvan los espejos de agua, para que los coscorobas vuelen a su hábitat. Que llueva en Caucete, Córdoba, San Roque, Ibarluxea o Santiago del Estero, que llueva por la justicia social. Ese es el objetivo del protagonista de tan preciosa novela, el ingeniero Antonio Bruschi. El ingeniero o el Mago, en febrero de 1954, instala su invento, la máquina de hacer llover, en las afueras de Rosario, y lo logra.
Hace poco, zurciendo con mi canoa el lecho del río, llegué a remo hasta la casa de Luciano Ramírez (se llama distinto, pero prefiere mantener su nombre en reserva) quien nació y vive en el canal de Las Lechiguanas. Lo convoco lenguaraz para que me explique cómo vivieron la sequía, la bajante y la pandemia en la isla. Nos sentamos en el pontón, con las patas en el agua, para conversar. De fondo, desde un terreno lindero, el viento sur trae el sonido al palo del Grupo Ráfaga.
“Te puedo hablar de cómo afectó el bajante y la sequía”, me adelanta. “Acá en la isla el bajante este histórico afectó muchísimo por lo laboral y por todo. Imaginate que la isla ahora cambió mucho, porque antes se vivía de otra manera, no era tan poblada la isla, había pocos turistas, y la gente de la isla vivía de otra cosa. Vivía del pescado, de la cacería… y fue cambiando y ahora en este momento la gente labura, hace mantenimiento para la gente de fin de semana que viene de Rosario. Por eso afectó mucho el tema del bajante, igual que la pandemia, cuando la gente de Rosario no podía venir acá, se paró todo, no había trabajo prácticamente”. Luciano ofrece servicios de mantenimiento y limpieza de lotes a la gente que viene a las islas a descansar, que llega los viernes y se vuelve los domingos. Su padre trabajaba de vender cueros de nutrias a una curtiembre de Buenos Aires.
“Antes venían bajantes que no eran tan prolongadas, y adentro de la isla quedaban lagunas, zanjones llenos de agua, no se evaporaban como ahora... Para atrás, en los campos de atrás, es todo un desierto. Y esa laguna [señala al este] era una fuente de riqueza, de pescados, de aves, de todo, y la sequía destruyó todo. Porque el pescado se criaba ahí, se reproduce en la laguna, en los zanjones de adentro de la isla, y al estar todo seco afecta muchísimo el tema del pescado y nuestro laburo”.
Sobre la cubierta de su rancho flamea una bandera argentina, como en casi todos los ranchos isleños. Su casa queda a cinco casas de la escuela en la que también flamea la bandera argentina, solo que esta es la más grande y mejor cuidada de la zona. Luciano evoca la bandera y evoca a Belgrano. Belgrano el rebelde, contra los españoles, contra los porteños del Triunvirato. Le cae bien el tipo porque llegó a caballo a conocer estas tierras, “las de allá enfrente”, como si la mirada al oeste significara instalarse en un territorio y en una tradición que nos bañará en celeste y blanco nacional. Me despido de Luciano con la distancia propia de no compartir el mate y la necesidad que impone nuestra nueva normalidad. Aun así, necesitamos reconocernos en el espejo del otro. Cuando vadeo el río, volviendo a mi mangrullo, acudo a unos versos del poema “Cuadro III. Bandera prohibida” de Aldo Oliva, del libro Ese General Belgrano y otros poemas:
Yesca, alimento que nutre,
nutrida por el fuego,
este trapo que, en trocitos,
los cuchilleros de ese inquietante
French, agitaron en la Plaza.
Ahora flamea porque el leve
viento lo inflama. Esa brisa
insuflada en la costa de este
conjeturable mar (que aún creemos río),
bordado, exaltado por islas
de innúmera emergencia, de verde
turbio y de inciertos canales
que, amenazantes, tal vez lo miman:
una exótica y fluida esmeralda,
se diría, de fango de esplendor convulsivo,
de apetente y sinuoso misterio.
O estos otros del mismo poema:
Yo, a quien llamaron
General; mi fe; mis pocas lecturas,
todo, dice: ENARBOLAR:
que se alce el trapo:
y se elevó la yesca.
Por este febrero en el que vuelve el agua, visito el Museo de la Democracia en Rosario y en una de sus salas se exhiben los manuscritos originales del Diario de Marcha de Manuel Belgrano a Rosario. El material comprende 14 días de escritura de parado por las noches a la luz del candil. Entre el 24 de enero y el 7 de febrero de 1812, Belgrano realiza un recorrido desde Buenos Aires hasta el Pago de los Arroyos. Las minucias se vuelven gravitantes: registro de consumo de carne, sacrificio de reses, buscar leña, cardos, huesos u osta al llegar a algún paraje del camino para realizar fogones a sotavento, plantíos de duraznos, ritmos marciales de órdenes, “tocó Misa”, “tocó Diana”, “a las 9 se tocó la retreta”, “a las 5 de la mañana se tocó generala”. Modos de avanzar: que el calzado les incomoda y prefieren andar con las patas en el barro, empinándose los pies desnudos. Se deja entrever que “la agua” es una compañera determinante del Regimiento 5 de Infantería para sostener la empresa y lograr el objetivo de tamaña expedición: levantar las baterías que anulen la llegada de las naves españolas a través del río Paraná.
“La agua” en femenino, como Belgrano la nombra, aparece en distintos volúmenes y extensiones, en “caminos llanos y campos lo mismo”: cantimploras, arroyos, tiempos de agua, pozos, cañadas, manantiales con nutrias, el río Arrecife que estaba “a vado”, ojos de agua, lagunas, hidratar a 800 hombres, la agua es turbia o salobre. Las aguas pésimas, el campo pelado y el ganado muy flaco. “Los campos que hemos corrido se elevan en colinas suaves; están áridos por la falta de lluvia”. Todo el relato deja pensar que podrían ser tiempos de sequía, aquel verano en febrero, aunque por momentos se contradice.
Leo para dejar de mirar desde afuera, para volver a entrar al cobijo de un monte húmedo. Ya no es paisaje de sequía, aquel del ejercicio romántico. Es bioma del lenguaje pobre. La lectura me impulsa, me tensa, mejora el trabajo artesano en la aridez. María Moreno cuenta en su último libro Contramarcha que “la razón de esas extravagancias era la necesidad de hacer estallar ese cuerpo pasivo que permanecía como si la vida aún no hubiera empezado y contara con todo el tiempo del mundo para hacerlo. Era la época de la prórroga feliz que más tarde, cuando me dedicara a escribir, se envenenaría en procrastinación y angustia de estar retrasada en la entrega de un artículo, pero con un fondo de goce vicioso”.
El paisaje ha dejado de ser una veduta de contemplación lírica; se lo ha visto sangrar deshidratado, aturdido, incinerado en el bochorno y la codicia. Pudimos oír las voces de su territorio. Recupero imágenes de la inmersión para saber que en algún momento hubo agua, o que volverá a untarse eficiente en el circuito lubricado: “Pensé en no salir nunca más del mar, pero los otros desde afuera me hacían demasiados gestos” formula Clara Muschietti en Podría llevar cierto tiempo, libro recientemente reeditado.
Mientras leo, en la habitación de al lado mi hijo Rosendo ensaya los arpegios de “Ky Chororo” de Aníbal Sampayo, pudiendo ser esas músicas cristalinas el horizonte promisorio de la vuelta del agua. La Hidrovía Paraguay-Paraná está la espera de un inminente proceso de licitación ¿Cuál será el destino de la Ley de Humedales? El agua debe hacerse cuerpo, en una epifanía. Evoco los versos del poeta Juan Fernando García en el libro Sobre el Carapachay:
Así es el río, así
sus relativas transparencias
pero hay quien enhebra
sonidos y raíces
y tiende a establecer
su próxima morada
entre esos árboles de estirpe vieja
a ritmo cadencioso bordando un surco
mientras el remo insiste en avanzar
radiante
cuando es de agosto la luz
la luz en la mirada.
Ahora que el agua está regresando, ahora que tenemos tierra húmeda superando la anosmia, incontinenti a silencio, florece el lenguaje en una precariedad absoluta. De repente, me encuentro abrazada al aro salvavidas anaranjado, dejándome llevar por los versos nuevos de Beatriz Vignoli, que integran su próximo libro Tálamo. Un collar de palabras húmedas llega a mis manos bajo el título “Agua de sauce”:
Raíces de camalote he pintado hoy con un pincel muy fino.
Ahora pongo en agua los camalotes con sus raíces como pelos
para hacer del agua algo donde lo flotante enraice,
para hacer del agua un lugar.
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